El desarrollo de un cáncer de próstata tiene tres niveles ligados al movimiento de un animal. El de caracol es lento y por tanto muy controlable; el de tortuga puede ser más inquietante pero a veces no requiere cirugía. Y por último, el de conejo. ¡Ay, amigo, ese corre tanto que ya no lo detiene nadie!
No soy yo, lego en medicina, quien clasifica la enfermedad, sino el doctor Wexler. O lo que es lo mismo, el genial Danny DeVito, en la hilarante serie El método Kominsky, cuyos protagonistas son Michael Douglas (Sandy Kominsky) y Alan Arkin (Norman Newlander). El pequeño urólogo se lo explica casi con rostro sádico a un aterrado Kominsky, un famoso actor retirado que dirige un centro de interpretación en Los Ángeles, mientras introduce el dedo en su ano para palpar la próstata. El paciente tiene una hiperplasia, un agrandamiento de la próstata, lo cual le obliga a ir frecuentemente al baño sin mucho éxito y envidia a quienes en un urinario de un café desahogan la orina con satisfacción y cierta provocación.
Acabo de terminar los veintitantos capítulos de breve duración de esta serie hace unos días en plena bruma climatológica que se respira en mi ciudad accidental y que se adapta perfectamente a mi neblina existencial. Vivo las dos con agrado, con serenidad, aunque con un tinte melancólico al comprobar el envejecimiento de gente de mi generación como Douglas. Claro que si se cumplen en él las leyes de la genética le queda aún mucha cuerda y no pocas experiencias pudiendo llegar a centenario como su padre, Kirk.
Qué cosa más difícil es hacer comedia y qué bien la suelen hacer los estadounidenses. Hasta hace no mucho algunos sesudos críticos de cine hispanos (no pocos frustrados realizadores) solían menospreciar la comedia frente al drama y ensalzaban como obras maestras algunos bodrios de Ingmar Bergman. Cargaban más las tintas si la cinta procedía de Estados Unidos.
Unos amigos me recomendaron esta serie y debo agradecérselo. Creo que ha tenido una tercera temporada y ha recibido algún premio Globe con todo merecimiento pues Douglas y Arkin están magníficos en sus respectivos papeles. A veces me recuerdan a Walter Matthau y Jack Lemmon en La extraña pareja, esos Óscar y Félix, tan distintos pero que no pueden vivir el uno sin el otro. No faltará quien tilde la película de machista pues aborda los problemas de la vejez desde una óptica masculina. Me importa poco. Yo he disfrutado viéndola y, además, desde hace un tiempo abandoné el club de las etiquetas.
El incontrolable envejecimiento, el dolor por la pérdida de un ser querido, el vacío por la desaparición de una esposa o un esposo, el miedo a la enfermedad, el temor a fallar sexualmente en una aventura sentimental con otra persona de menor edad, los hijos que abandonan a los padres causándoles gran daño, la muerte que acecha, el remordimiento por no haber hecho las cosas como uno hubiese querido hacer y que por tozudez, egoísmo o estupidez terminaron de modo distinto. Tantas y tantas circunstancias emergen en una serie aparentemente superficial, pero que me hacen reflexionar sin abandonar la sonrisa y en algún momento la carcajada. No estás solo me tienes a mí, le apunta con el dedo tocándole el hombro Kominsky a su agente y amigo íntimo Newlander tras la muerte por cáncer de su esposa y actriz a la que ha amado de por vida. No mucho más tarde se cambiarán los papeles y será éste quien le repita el mantra a aquél aunque por motivo distinto. El funeral de ella, cuyo guión se cumple al milímetro siguiendo los deseos de la difunta, se convierte en un espectáculo de música y risa.
Siempre me ha atraído y gustado la cultura funeraria protestante anglosajona en comparación con la nuestra, más dramática, más oscura, más triste y a veces más estúpida, especialmente cuando se trata de justificar el fallecimiento de una persona joven o de un niño debido a un accidente o una enfermedad irreversible. Y hasta me agradan esas reuniones con comida en las que se congregan los familiares y los amigos del muerto.
Recuerdo hace unos años un viaje que hice a Nueva Zelanda. En Auckland me topé con una sobria iglesia protestante en cuya puerta estaba estacionado un elegante vehículo fúnebre. Entré por curiosidad en el templo y una persona amablemente me entregó un pequeño folleto que incluía varias fotos del difunto (una mujer) y su breve biografía. Allí, junto al altar, un hombre, seguramente amigo de ella, contaba episodios vividos juntos y que en algún momento despertaron la carcajada en los asistentes. El oficio concluyó con el Ave Verum de Mozart y el Let it be de Lennon interpretado por un coro. Resultó emocionante incluso para personas que como yo no teníamos ninguna relación con la muerta. En el lateral derecho delantero de la nave estaba instalada una larga mesa y sobre un mantel blanco tazas, jarras de té y pastas. La amable señora que me había entregado el folleto a la entrada me invitó a aproximarme, pero yo decliné. Me sentía un intruso, aunque para ella no lo fuese. Un año después regresé a la norteña ciudad neozelandesa y accidentalmente volví a desembocar en la misma iglesia y en otro funeral. Entré pero nadie me dio ningún folleto y decidí salir pues tenía una compañía mucho mejor. Empecé a sospechar que tenía cierta tendencia a participar en ese tipo de actos, pero creo que no se han convertido en una neurosis.
En la serie de Douglas y Arkin no puede faltar naturalmente un funeral. Resulta cómico como uno se dedica públicamente a resaltar episodios en los que el otro no ha destacado precisamente como amigo. Al contrario, lo ha punzado, censurado y hasta se ha reído delante de sus narices en momentos duros. Lo ha martirizado hasta provocar el grito y la palabra gruesa. Y así lo deja bien claro delante de los asistentes, un tanto desconcertados por los agrios comentarios. Y sin embargo, con lágrimas en los ojos confiesa abiertamente que no sólo lo echa en falta ya mismo, sino que teme que sin él la vida le va a resultar más insoportable. Sólo falta que el difunto abra la tapa del féretro y le diga: ¡Te has pasado, colega!