La muerte es un nacer hacia dentro
Al final del documental sobre mi taller de poesía El Gran Poema de Nadie digo: “El Gran Poema de Nadie es el suicidio del autor, éste se sacrifica en las palabras encontradas en la basura por ‘los otros’, esa fue la intención desde un principio: dejar que las palabras asesinaran al ‘autor’ para que de sus cenizas surgiera el poema de ‘los otros’, para que de su muerte entre las palabras encontradas en la basura, ‘los otros’ crearan El Gran Poema de Nadie, el poema de todos (2012)”. Años después, al principio de Los libros suicidas (Horizonte árabe), en ‘Una escritura suicida’, escribí: “He intentado que los poemas de este libro mantengan cierta intensidad, o tensión, que percibo en algunos de mis poemas más logrados publicados anteriormente. Y digo percibo porque es como si alguien estuviera escribiendo ‘a través de mí’. Una vez terminado el poema, siento que ha muerto ‘ese ser’ que escribió, o me hizo escribir, el texto. Es una sensación extraña: un otro que hay dentro de ti nace, se hace y muere cuando el texto termina. Ese otro desaparece en la amnesia de mi Yo. Lo busco, intento recordarlo, y no hay forma de encontrar ese otro que muere con el nacimiento de la escritura; en este sentido es una escritura suicida. Y, a pesar de reconocer rasgos de mi propio Yo en el poema, es como si ese Otro los hubiera tomado prestados por una necesidad perentoria de mantener la respiración de la verdad en la escritura, pero no porque sea yo sino porque ese Otro, ‘escriba’ supremo, invisible y sin identidad, es condescendiente conmigo y fragmenta mi biografía, escogiendo, seleccionando, lo que le parece relevante para que la música prestada de una autobiografía impersonal llegue a los lectores como si fuera ‘su biografía’ (2015)”. En estos dos textos están las claves de toda mi poesía.
Releyendo en español un escrito de Martin Heidegger, que primero leí en francés, La pauvreté / La pobreza (1945), he comprendido que la muerte es un nacer hacia dentro, hacia el cero de nuestra vida, hacia el centro anterior a toda escritura. Dice Heidegger en un momento dado que la poesía busca “el centro de un círculo cuya periferia no está en ninguna parte”. Sería largo de explicar esta imagen, y complicado: el prólogo de este libro tiene 65 páginas en francés y el texto de Heidegger en alemán era de solo 12 páginas; o sea, que la complejidad del texto es muy grande. Pero yo me atengo a lo que entiendo, o más bien a las imágenes que me sirven para explicar mi propio trabajo. Y es que esa imagen de “un centro cuya periferia no está en ninguna parte” es para mí muy potente porque el centro es lo que he buscado siempre y, al final, he descubierto que ese centro de toda mi vida y mi obra es el deseo de volver a vientre de mi madre, antes de nacer, cuando la felicidad era absoluta. El resto, 40 años escribiendo, amando, haciendo proyectos, leyendo y reflexionando es ese círculo invisible, esa “periferia que no está en ninguna parte”; algo así como el territorio español conocido como La Mancha, que nadie sabe muy bien sus límites, pero su centro es un punto mítico, un lugar entre la realidad y la ficción creado por Miguel de Cervantes, el lugar del olvido.
Leyendo el manuscrito de la biografía literaria que está escribiendo sobre mí Amador Palacios me he esforzado en tratar de entender el por qué y para qué de todos mis esfuerzos por hacer una obra, por vivir de una cierta forma. La respuesta la he encontrado en ese viejo texto de Martin Heidgger, La pobreza. No se trata de la pobreza material sino de la pobreza como vía para llegar a la riqueza espiritual. Por lo tanto, quizás todos mis esfuerzos hayan merecido la pena, por mediocres que fueran a veces los resultados, pero ha llegado el momento de parar, de no escribir más poesía, de fundirse en lo poético que está siempre presente en el mundo que nos rodea.
Adiós a la poesía
Antes de escribir los párrafos anteriores, el 2 de junio del 2016, le envié un correo electrónico a mi amigo el poeta y crítico Amador Palacios:
Querido Amador: no sé si es bueno que te cuente esto pero creo que es necesario que lo sepas. Después de leer el manuscrito de tu libro sobre mí y mi trabajo que, como te dije, me ha gustado mucho, he decidido que a partir del año próximo no voy a escribir más poesía y, quizás, más de nada. En el 2017 precisamente harán 40 años que vengo escribiendo poesía y creo que ha llegado el momento de parar; quiero vivir más y escribir menos. Espero que mi último libro, La noche de Europa se publique ese año, con lo cual quedará todo redondo y tu biografía será, pues, una buena despedida para mí.
Una de las cosas que he aprendido de tu libro es que a pesar de lo mucho que he trabajado durante toda mi vida no ocupo ningún lugar destacado dentro de la poesía española y tampoco de la crítica. En parte debe ser porque no llevo nada bien lo del mundillo literario y eso te pasa factura tarde o temprano. No lo digo con resentimiento ni con tristeza, más bien lo digo con desidia y con serenidad estoica. Por otro lado, quizás tanto los críticos como los historiadores tengan razón en su NO valoración de mi trabajo. No importa mucho la verdad sea dicha. Por otro lado, tengo un montón de inéditos (cuadernos, apuntes, teatro, prosa…) que quizás me anime a ir sacando poco a poco si es que merece la pena seguir publicando.
Ahora me interesa más el activismo sociocultural y artístico que seguir escribiendo. No voy a cambiar el mundo con mis intervenciones, pero por lo menos siento que lo que hago puede servir para algo.
En fin, que este hijo de campesinos salido de una familia que para nada estaba relacionada con la cultura vuelve a sus orígenes, al de ser un obrero de la cultura y nada más; esto es si no ceso por completo mis actividades culturales y me dedico más a las tareas espirituales y a disfrutar de la naturaleza y de la poca vida que me quede.
Como podrás constatar la lectura de tu manuscrito sobre mi vida y me obra ha calado hondo en mí.
Un fuerte abrazo y de nuevo gracias por dedicar tu tiempo a mi obra.
Dionisio
Unos días después, el 13 de junio, Amador me respondió con este escueto correo electrónico a mi primer texto y la anterior carta: “Muchas gracias por tu precioso texto. Pero no te hago mucho caso, porque los propósitos y decisiones que expresamos en el sentido de dejar de escribir, no tienen, empíricamente, mucha consistencia. Decimos eso pero seguimos escribiendo”.
¿Por qué escribimos poesía y para qué?
Sin duda escribir es una bendita maldición. Escribir es un oficio como cualquier otro y “trabajar cansa”, como diría Cesare Pavese, pero ¿por qué escribir poesía se nos presenta habitualmente como “una necesidad interior” y, sin embargo, la narrativa, el teatro, el ensayo o el periodismo parecen ser simplemente tareas que nos imponemos, o se nos imponen, no como una necesidad perentoria sino como una forma de ganarse la vida o lugar en la historia de la cultura?
Sería interminable hacer un repaso de los miles de libros escritos sobre el fenómeno de la poesía como “una necesidad”. Pero, ¿qué es lo necesario para un poeta desde el punto de vista poético y material? Sin alejarnos de Heidegger es relevante recordar un refrán español que resume bien lo que estoy intentando decir respecto a la poesía: “No es más rico quien más tiene sino el que menos necesita”. Esto, en la poesía española del siglo veinte, queda bien claro en cuanto a la cantidad de obra que un poeta necesita haber escrito para convertirse en imprescindible: las obras completas de Luis Cernuda, Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma se reducen a pequeños volúmenes de un libro de bolsillo y, sin embargo, son tres grandes poetas.
Dejar de escribir poesía es como dejar de follar: tarde o temprano nos sucede a todos los hombres; de las mujeres no puedo hablar porque no soy una mujer. El problema es que para la poesía no existe el citrato de sildenafilo (más conocido como Viagra); si el deseo de escribir poesía te abandona es muy probable que jamás puedas tener una relación amorosa con ella. El remedio para la disfunción eréctil poética es la voluntad. Hay que distinguir dos tipos de poesía: la poesía necesaria y la voluntariosa. Los resultados pueden ser igual de buenos. El problema reside en que si uno escribe poesía como una necesidad, no como una voluntad de ser poeta, cuando esa necesidad desaparece lo que escribes es simplemente falsa poesía, o sea, literatura. Lo que me ha pasado a mí es que ha desaparecido la necesidad de escribir poesía y, como soy muy perezoso, no quiero ser un poeta voluntarioso.
Para escribir poesía como un poseso hay que estar poseído por la poesía, pero si te das cuenta de que ya no estás poseído por ella, ¿por qué seguir escribiendo como un poeta voluntarioso? La vanidad, claro está, es muy poderosa y si uno quiere continuar esperando el aplauso humano por ser poeta todo es posible; hasta es probable que escribas unos libros que tendrán mucho éxito, pero serán libro escritos por un poeta que se imita a sí mismo por un acto de voluntad. Nadie notará que tú ya no eres poeta, todo lo contrario, pero en el interior de ti mismo sí sabrás que estás engañando a tus lectores, que lo que estás haciendo es usar tus conocimientos de la poesía ajena y de la tuya propia para seguir alimentando solo tu vanidad.
Hay poetas que supieron parar a tiempo, el más célebre fue Arthur Rimbaud que abandonó la poesía a las diecinueve años. En el libro de Henry Miller, El tiempo de los asesinos: un estudio sobre Rimbaud, aquel dice que el joven poeta francés nació y vivió en una época sin hombres espirituales, la segunda mitad del siglo XIX, y que por lo tanto el poeta “nació en un vacío y se comunicaba con ellos [los hombres espirituales] a través del vacío”. O sea, que un poeta no es sólo el producto de sí mismo, de su voluntad o su deseo de ser poeta, sino que también puede ser víctima y efecto del tiempo y el entorno en el que le ha tocado vivir. Si el poeta es un visionario que se comunica con los grandes poetas, y los lectores, del pasado y del futuro, este está llamado a que su obra tarde o temprano emerja en la historia de la poesía para ocupar un lugar preponderante.
Marina Tsvietáieva, otra de esos poetas que les tocó vivir en tiempos revueltos, y padeció la pobreza extrema, como Rimbaud, y la marginación durante los años treinta y cuarenta de estalinismo más duro, en uno de sus ensayos que se encuentran en El poeta y el tiempo, dice: “La condición creativa es una condición de alucinación […] La condición creativa es una condición de sueño, como cuando tú, de repente, obedeciendo a una necesidad desconocida, incendias una casa o empujas desde lo alto de una montaña a un amigo”. La comparación entre el trance creativo y la vida real es un poco exagerada, pero si es cierto que para los poetas no voluntariosos un cierto estado alucinatorio es casi imprescindible.
Rimbaud dejó la poesía y se fue a África, Tsvietáieva terminó suicidándose, dos formas diferentes de enfrentarse al hecho de que la poesía los había abandonado y que no querían vivir como poetas en tiempos miserables. Algo semejante le pasó a Friedrich Hölderlin quien luchando con una esquizofrenia indomable escribió su muy lúcida elegía Pan y vino. De nuevo Heidegger, en uno de sus ensayos sobre Hölderlin, nos pone ante el dilema del poeta frente a una Historia y unos tiempos en los que solo podemos evadirnos a través de la ebriedad, la locura o la muerte: “… ¿y para qué poetas en tiempos de penuria?”, pregunta la elegía de Hölderlin Pan y vino. “Hoy apenas si entendemos la pregunta. ¿Cómo podríamos entonces entender la respuesta que da Hölderlin? ‘… ¿y para qué poetas en tiempos de penuria?’. La palabra tiempos se refiere aquí a la era a la que nosotros mismos pertenecemos todavía. Con la venida y el sacrificio de Cristo se inaugura, para la experiencia histórica de Hölderlin, el fin del día de los dioses. Atardece. Desde que aquellos tres, Hércules, Dionisio y Cristo, abandonaron el mundo, la tarde de esta época del mundo declina hacia su noche. La noche del mundo extiende sus tinieblas”.
No es de extrañar, pues, que si en Occidente, según Heidegger, desde el mismo siglo XVIII (el supuesto Siglo de la Luces) los poetas ya vieron que “la noche del mundo” extendía sus tinieblas, esa oscuridad que nos llega hasta este siglo XXI, ahora nos volvamos a preguntar: ¿y para qué poetas en tiempos miserables? Pero sobre todo, y ya a nivel exclusivamente personal, para qué alargar la agonía poética en tiempos tan revueltos como los nuestros, unos tiempos que están más necesitados de nuestra solidaridad que de nuestra poesía, de nuestro llanto más que de nuestro canto.
¿Es la poesía una droga?
¿Cuál es esa “necesidad desconocida” de la que nos hablaba Marina Tsvietáieva que nos hace escribir un poema casi sin que seamos conscientes de lo que estamos haciendo? Esta pregunta no se la hacen los poetas profesionales. Para los poetas voluntariosos la poesía no es una necesidad, escriben porque saben escribir, porque tienen editores que los publican y porque tienen un público entregado que los alienta a seguir repitiéndose hasta que mueran de manera natural. Entonces, ¿para qué hacerse preguntas dolorosas sobre los tiempos en los que viven o si su poesía es simplemente un ejercicio literario que les da prestigio y alimenta su vanidad?
La poesía no es una droga de la cual no podemos desengancharnos, la poesía es una forma de permanecer vivos en un mundo donde estamos rodeados de muertos vivientes, de zombis que consumen lo que les vendan, donde la misma espiritualidad es tan falsa como los bolsos Made in China. Si alguien intenta ser poeta en tiempos miserables solo puede sumarse a la condición mercantil que envenena gran parte de las relaciones humanas o de lo contrario tendrá que suicidarse o vivir al margen de esta sociedad. La otra alternativa, claro está, es la de dejar de escribir poesía, como hizo Rimbaud.
Consumimos cultura como se consumen hamburguesas o jamón de Jabugo, cada uno a su gusto. Lo importante es que la cultura no nos inquiete ni nos preocupe, que no nos haga sufrir. Desgraciadamente la poesía auténtica nos puede hacer sufrir y por eso cada día la poesía tiene menos peso específico en el negocio de la literatura. Los poetas y las poetas más vendidos, los que más se venden al sistema mercantil, son los que nos hablan de la vida cotidiana, del amor de telenovela, de las relaciones humanas como una revista del corazón. Nos dan el sufrimiento envuelto en algodones, como si fueran pequeñas cápsulas del tiempo que nos tragamos y olvidamos inmediatamente porque tenemos que consumir cultura o lo que sea sin que nos duela demasiado. Ya sé que hay excepciones, siempre las hubo, pero esas excepciones se buscan sus tribus para hacerles creer que son especiales, que a pesar de los tiempos miserables en los que vivimos uno puede ser “diferente” a la carta.
Del lado de la sombra con alegría
Y yo me pregunto: ¿Pero qué pasaría si uno de estos días me enamoro de una perdiz, de un hombre o de un lugar? Posiblemente volvería a entrar en ese estado de alucinación en el que, poseído por la palabra, escribiría de nuevo poesía a pesar de mi voluntad de no hacerlo. Pero ya no sería esa poesía que me venía dada por no se sabe que otros seres que me usaban a mí como intermediario, como escriba más que como escritor.
Por mi espíritu crítico y por mi edad me he convertido en ese hombre de letras, ese obrero de la poesía, que puede seguir escribiendo hasta la extenuación y, por lo tanto, podría entrar a formar parte del club de los poetas profesionales, del club de los poetas voluntariosos que saben que se repiten porque esa “marca” vende, si no a un gran público, sí a esa pequeña o multitudinaria cuota de lectores que cada uno puede tener. Mis libros, hasta ahora, han sido de “penetración lenta” (volvemos a las metáforas eróticas) pero no me puedo quejar: tengo unos cuentos lectores y lectoras bastante fieles.
Dejar de escribir poesía no es una tragedia, se puede vivir poéticamente, convertirse uno mismo y el mundo que te rodea en poesía sin tener que escribir un solo verso. Quizás eso es a lo que aspiro ahora: a que teniendo en cuenta que la poesía está en plena expansión hay muchas otras formas de vivir la poesía, aunque yo ya no sea ese poeta poseído por ella.
Cuando la poesía deja de iluminarte, de iluminar el mundo de las cosas que te rodean, uno cae del lado del lado de la sombra, del lado sombrío de sí mismo. En esta oscuridad constante el poeta busca la luz de la poesía, pero es inútil forzar esa iluminación a través de ejercicios de estilo, de conocimientos razonados, de sistemas racionales que puedan expulsarnos del lado oscuro de nuestro propio ser.
Llega un momento en el que hay que dejar de buscar la poesía porque no la encontrarás sino negándola, dejando de escribir. Entonces, cuando ya la poesía en ti ha muerto, empiezas a percibir que ésta está viva en casi todo lo que te rodea. Desde un crepúsculo hasta el vuelo de la última mosca del verano pueden ser poesía, pero entonces esa poesía ya no necesita tus palabras para ser expresada. Has dejado de ser poeta, eres la poesía del mundo y ya nadie ni nada te desviarán de ese goce silencioso que es no escribir sino mirar y participar de la belleza en estado puro, y lo celebrarás porque tú serás parte del mundo y el mundo será parte de tu yo sin que las palabras se interpongan. Entonces podrás decir con alegría: “¡Maldita sea, la poesía me ha hecho un desgraciado!”.
Dionisio Cañas es poeta y catedrático de CUNY (The City University of New York). En fronterad ha publicado, entre otros artículos, Caminando hacia el país invisible: sufismo y erotismo, Los límites de libertad. (La religión debería ser como la masturbación, un asunto privado) y Crónica de un viaje espiritual a Irán (Nueva York-Mashad-Jerusalén).