Me lo instalé con la desgana con la que recibe una como regalo un marco de fotos del que sabe que nunca quitará a la pareja anónima que sonríe tras el cristal como reclamo. Pagué un euro, poca cosa, me dije, teniendo en cuenta que le estoy pagando la universidad a plazos al hijo del camarero del bar de la esquina. Y lo tuve allí olvidado, en una pantalla secundaria de mi smart phone, que descubrí que no lo era tanto el día que lo perdí en un taxi a las tantas y no supo regresar a casa. Hasta que recibí el primer mensaje. Hasta que aprendí dónde estaba ese mensaje. Hasta que me enganché.
Ahora vivo colgada a conversaciones en las que participa gente a la que ni siquiera conozco. Personas que envían fotos de sus vidas (que no me importaban), de sus vacaciones (que no me importan), de sus trabajos, de los chistes que les hacen gracia y que a mi me parece siempre que menuda la gracia que en realidad tienen. Chorradas que me despiertan de madrugada porque en uno de esos grupos hay un fulano amigo de otra fulana que se ha ido a Bangkok a encontrarse y que envía las fotos de todos los puticlubs que se encuentra, de todos los neones que apaga a las tantas y de todos los ladyboys que, le parece, rozan la fina línea que separa siempre la repulsión de la atracción.
Apenas respondo. Pero no me borro. Veo y leo desde la distancia sintiendo que formo parte de algo, aunque sea un algo que no existe. Corro cuando suena el teléfono para ver quién me ha escrito, quién sabe que sigo viva. Pero me desilusiono y me hundo cuando descubro que no es un mensaje para mí, sino una de esas conversaciones con bobadas en bucle. Yo siempre espero que sea un hombre el que me escriba, a mí, sólo a mí, que me tantee, que me diga alguna cosa picante, que me insinúe que esa noche está libre y que se muere de ganas de verme. El otro día se lo dijo un amigo a otro amigo, delante de mí, que me vi atrapada en una conversación de hombres del siglo XXI: “Sé un hombre, pídele a esa chica el whatsapp y envíale un emoticono”.
A mí me ha cogido esto con las defensas bajas, lo reconozco. En un momento de debilidad y de falta de confianza en el que casi agradezco que exista el whatsapp porque así me evito verle la cara a la otra persona y la reacción ante ciertas cosas, que últimamente estoy muy sensible al rechazo. Pero al mismo tiempo sé que es pasajero. Que no me gusta tanta tontería del siglo XXI con caras amarillas. Que no me gusta que me hablen enviándome dibujos de caballos. Que no quiero llegar a estar como algunas amigas, que se ponen el despertador a las cinco de la mañana solo para conectarse al whatsapp. Dicen que así, como aparece siempre la última hora a la que te conectaste, si ese hombre que te gusta tanto se mete a mirar cuándo estuviste en línea por última vez descubrirá que ha sido ya de madrugada, que probablemente estabas por ahí de fiesta y que en absoluto le echas de menos. No sabe, claro, que mi amiga se metió en la cama a las diez, hasta las cejas de antidepresivos, sola y con el teléfono, como antes se tenían los revólveres, bajo la almohada.
Yo me quedo con el siglo XX. Y estoy haciendo terapia para desconectarme. Me estoy borrando de las conversaciones. De las conexiones. De los emoticonos esos que no sé muy bien cuándo y cómo se deben enviar. De no controlar aún los tiempos y las intensidades de las cosas que se dicen. Y de pasarme el día asustada pensando que la noche menos pensado creeré que voy a tener una cita y me daré cuenta de que al final ya he echado el polvo por whatsapp y que a otra cosa, mariposa.