Imaginamos a los anglófilos rasgándose las vestiduras ante el espectáculo que ofrece hoy el Reino Unido. Los desastres se suceden: un Brexit, basado en falsas promesas y alentado por un populismo de tintes xenófobos, que hoy al parecer desencanta incluso a gran parte de sus defensores; un primer ministro cuando menos histriónico, literalmente desmelenado, a punto de perder su ya precario prestigio incluso entre sus propias filas debido al llamado “partygate”, un asunto de extrema frivolidad que produce el sonrojo global; un príncipe recién despojado de sus títulos y honores por la madre reina debido a su supuesta implicación en oscuros escándalos sexuales… La imagen del Reino Unido parece seriamente tocada en los últimos tiempos. En este contexto surge la pregunta: ¿se sigue cultivando en España la anglofilia con el mismo entusiasmo de antes?
Larga es la historia de los españoles admiradores de Inglaterra, de su cultura, sus valores y su sistema político. Abundaron entre los liberales decimonónicos y más adelante también entre los institucionistas durante las primeras décadas del siglo pasado, anglófilos confesos que, según cuentan, preferían tomar el té en lugar de café. Recordemos que la Institución Libre de Enseñanza proponía un proyecto pedagógico que llegó a tener una importante repercusión en la vida intelectual española hasta su aniquilación por la guerra civil y la dictadura. Su objetivo era crear hombres libres y cultos, que velaran por el progreso de su patria promocionando reformas graduales y excluyendo las aventuras revolucionarias. La formación profunda en humanidades era fundamental para este proyecto en el que se potenciaba el trabajo personal y creador y se alimentaba la capacidad crítica del individuo con el fin de proporcionarle los recursos necesarios para no caer en las redes de las tutelas dogmáticas. Unos ideales, de inspiración inglesa, que hoy, desafortunadamente, parecen muy lejanos.
El Reino Unido, como bien sabemos, ha sido históricamente admirado por su importante contribución a los valores que configuran la esencia de Europa: la democracia parlamentaria, el respeto de las libertades individuales, la libertad religiosa, la pluralidad de la sociedad, el progreso, la educación… Paralelamente a la anglofilia, ha existido siempre el sentimiento contrario, la anglofobia, que en la España más cerrada y carpetovetónica halló un buen caldo de cultivo. No fueron pocos los detractores de la Pérfida Albión (expresión peyorativa divulgada en época napoleónica) considerada como impulsora de la leyenda negra contra España. Después de la Segunda Guerra Mundial se impuso una anglofobia antialiada promocionada por el régimen franquista en los años 40 y este sentimiento perduró durante décadas en los sectores más antidemocráticos. En el presente aún sigue aflorando de vez en cuando, aunque de otra manera, alimentada por la pulsión nacionalista, ante situaciones como la del conflicto entre España y Gibraltar.
¿Cómo se manifiesta hoy en España la anglofilia? No pocos escritores, poetas, pensadores y periodistas han dejado constancia –en declaraciones públicas o a través de sus obras– de su admiración por Inglaterra, en cuya historia política, cultura y costumbres han hallado inspiración y unos valores dignos de imitar y defender. Nos referimos, por citar a unos pocos, a autores tan destacados como Juan Benet, Jaime Gil de Biedma, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, Julián Ríos, Antonio Masoliver, Valentí Puig, Javier Marías, Eduardo Mendoza, y, dentro del mundo hispánico, Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges… Todos ellos han tenido contacto con Inglaterra o han residido allí temporalmente y se han imbuido del espíritu inglés, creando una imagen de Inglaterra tal vez idealizada –como corresponde a toda filia– aunque no necesariamente exenta de una mirada crítica. Inglaterra ha influido en estos escritores no solo en su forma de ver el mundo en términos políticos o sociales –como los anteriormente apuntados–, sino también en ciertas poses estéticas que constituyen la dimensión tal vez más frívola pero no menos notoria de la anglofilia. Estas actitudes, a veces tachadas de esnobistas, adoptan diversas manifestaciones: el cultivo de la extravagancia, el dandismo (que tanto le debe a Oscar Wilde), la práctica de la ironía fina, la atracción por lo decadente….
Es curioso constatar que, si en épocas pasadas la anglofilia se asociaba con el pensamiento liberal más abierto y progresista, en nuestros tiempos se ha vinculado a menudo con una ideología conservadora, particularmente a causa de su justificación del elitismo cultural, una postura censurada por parte de la izquierda política. Aunque, por otro lado, la derecha más reaccionaria tampoco suele demostrar ninguna simpatía por la anglofilia en la medida en que no acepta fácilmente la admiración por las esencias de otro país que no sean las propiamente patrias. Como resultado de ello, el anglófilo parece haber quedado un poco au-dessus de la mêlée, habita felizmente en tierra de nadie, se convierte en un extravagante, un rara avis que observa su entorno con una mirada crítica y veces con un cierto aire de superioridad siempre teñido de ironía, algo que de hecho constituye uno de sus rasgos diferenciales. El anglófilo se sabe diferente, pero al mismo tiempo no se toma a sí mismo demasiado en serio.
Hace unos años Eduardo Mendoza declaró que desde que en los años 60 llegó «
“al Swinging London de los Beatles y los Stones, la minifalda de Mary Quant, la Biblioteca Británica… Me quedé atrapado de por vida en la anglofilia, una enfermedad de la que no he querido curarme”. Una enfermedad, sí, que él mismo tacha, no sin ironía, de “feo vicio”. Parece confirmarse lo anteriormente sugerido: el anglófilo tiene conciencia de ser un poco raro, víctima de una extraña enfermedad del espíritu, sabe que muchos no le van a entender, ni de un lado ni del otro del espectro ideológico. Es un “autoexcluido” que al mismo es excluido por los demás. Algo similar, aunque de forma más extrema, vemos en el poeta Luis Antonio de Villena, a quien José Antonio Montano (‘La vida escandalosa de Luis Antonio de Villena’, Jot Down) califica como el “único escritor genuinamente underground”. “Aunque el suyo sería un underground particular: dandístico, decadente, esteticista, hedonista, paganizante, aristocratizante… Un underground excéntrico para el propio underground; un underground del underground, pero por encima”.
Villena se sitúa pues conscientemente al margen de lo convencional, enfrentándose estética y moralmente, con la libertad del rebelde, tanto a lo plebeyo como a lo establecido. En este sentido cabe destacar un artículo reciente suyo (‘La desorbitante moda del inglés’, El Subjetivo, 16 de enero 2022) en el que critica el uso vulgar que hoy en día se hace en España del inglés, sobre todo en la rotulación, pues creemos que “decir modismos en inglés o poner nombres en esa lengua, nos vuelve modernos y singulares”. Y a continuación el poeta añade: “Cuando algunos, antes, fuimos anglófilos, éramos admiradores de una cultura (no de una lengua) y de ciertas formas de vivir más elegantes, desde el sastre al fin de semana en el cottage. Todo eso, hoy, entra en el atroz pecado de elitismo, y por supuesto es más minoritario que nunca. (…) Antes se era anglófilo, hoy me temo no hay sino pedestre gringofilia”. Constatamos en estas palabras de Villena algunos de los rasgos que hemos apuntado anteriormente: la desazón por la caída de la alta cultura, y, por otra parte, la nostalgia hacia una anglofilia que tal vez ya no existe. Esta idea enlaza en cierto modo con lo que expone Javier Marías en un artículo (‘Parte de nosotros’, El País, febrero 2019): “Por su parte, Gran Bretaña ha sido siempre uno de mis países favoritos, y mi declarada anglofilia me ha traído no pocos desprecios en España. Desde la votación del Brexit, sin embargo, mis simpatías han ido menguando”. Aquí advertimos de nuevo la imagen del anglófilo en su condición de rara avis, un outsider incomprendido o incluso despreciado por muchos compatriotas. Sin embargo, al mismo tiempo, observamos cómo el escritor cuestiona públicamente su admiración por Inglaterra a raíz de los recientes acontecimientos políticos en el Reino Unido. Las señales de decepción entre anglófilos son pues evidentes; parecen debatirse interiormente con el desengaño, con la ilusión perdida. Esto nos remite a la pregunta inicial: ¿son estos malos tiempos para la anglofilia?
Para tratar de responder a esta pregunta conviene leer a uno de los más entusiastas militantes de la anglofilia actual, excelente prosista, cuyos deliciosos textos, dotados de erudición e inteligente ironía, son un verdadero homenaje a Inglaterra, sus gentes y su cultura. Me refiero a Ignacio Peyró, periodista y escritor, cuya anglofilia “sabia, erudita, divertida y culta”, según José Carlos Llop, “civiliza y enriquece”. En 2014 salió a la luz Pompa y circunstancia, diccionario sentimental de la cultura inglesa, una verdadera biblia de más de mil páginas donde el lector puede consultar todos los aspectos relacionados con la cultura inglesa. Recientemente salió también Un aire inglés: ensayos hispano-británicos (2021), una colección de artículos de tema británico publicados en diferentes medios, que complementan la lectura de su obra anterior. Peyró escribe sobre Inglaterra con la pasión del enamorado, pero manteniendo siempre el espíritu crítico e intentando no dejarse “embriagar por simpatías y antipatías”. En la introducción de Pompa y circunstancia, convertido ya en un libro de culto, señala que su generación todavía se educó en la convicción de que lo británico era lo mejor, tal como creyeron tantas generaciones anteriores: lo inglés relacionado con una especial sensibilidad, con lo bien hecho, la honestidad, la solidez, el arraigo. “Porque Inglaterra ha sido detestada con denuedo pero también ha sido amada e imitada con una pasión superior en todo lo que va de la equitación y la camisería a los derechos y libertades”. La tierra del sentido común, las buenas maneras, la tolerancia, el fair play, el gentleman “como musculatura moral del país”, la estabilidad y solidez de sus instituciones, una tierra en “que la libertad, el humor y el respeto por la ley prevalecen sobre la búsqueda radical de la perfección humana”. Ahora bien, al mismo tiempo Peyró señala que Inglaterra nunca ha sido fácil de admirar, ni siquiera de comprender, no solo por lo que desde fuera percibimos como excentricidades y rarezas, sino porque su esencia está plagada de contradicciones que afloran en todos los ámbitos, particularmente en la política. Inglaterra es “el pueblo de mayor fervor monárquico pero al mismo tiempo intransigente con el abuso de poder”. Se nos presenta como el más unido y el más jerarquizado en clases, el más liberal y conservador, aristocrático al tiempo que democrático, religioso a la vez que heterodoxo, “un pueblo obediente y disciplinado y al mismo tiempo celoso de su libertad”, individualista a la vez que corporativista… En definitiva, un país arraigado en la pura paradoja. Pero, regresamos a nuestra pregunta: ¿puede el anglófilo seguir admirando Inglaterra como ha hecho tradicionalmente, con todas sus virtudes y sus contradicciones? Dice Peyró que “es tiempo para declinólogos” en el Reino Unido. Muchos lloran la pérdida de arraigos del país, la creciente vulgaridad (los hooligans, los turistas ingleses ebrios haciendo estragos), el ocaso de la noción caballeresca del sentido del deber, la crisis de las instituciones, la pérdida de liderazgo internacional, la práctica de un nacionalismo excluyente que erosiona el concepto ilustrado de ciudadano como ideal político. La desmoralización es palpable en la propia Inglaterra, pero, para un anglófilo como Peyró, ni el declive de esa nación ni el deterioro actual de su imagen le quitan mérito a todo lo positivo que Inglaterra ha aportado a Europa a lo largo de su historia en el ámbito político y cultural. Él se rinde con gozo al appeal inglés, la atracción por un país cuya grandeza ha sido indudable, que en el presente todavía alienta nuestra imaginación y cuyos ideales tradicionales no solo no han muerto, sino que parecen más necesarios que nunca: el sentido común, las buenas maneras, la libertad, el humor, el respeto por la ley.
Tampoco podemos dejar de mencionar en este breve recorrido por la anglofilia española a Lluis Foix, periodista veterano, quien fue corresponsal de La Vanguardia en Londres durante los años 70 del pasado siglo y que acaba de publicar en catalán un libro que relata sus vivencias de esa etapa, Una mirada anglesa, que su editorial (Columna Edicions, 2021) presenta así: “Por sus páginas desfilan William Shakespeare y George Bernard Shaw, Winston Churchill y Margaret Thatcher, la insularidad, los cementerios, los paisajes, el Brexit, los lores y los hooligans, la monarquía y la Cámara de los Comunes, Oscar Wilde, George Orwell y Sherlock Holmes. También el papel de la prensa inglesa”.
La obra de Foix, llena de amenas anécdotas, personajes singulares y reflexiones sobre la vida, la política y la cultura inglesa, ofrece una mirada personal sobre la Inglaterra que conoció en el periodo de la transición política española (unos años que él considera, no sin cierta nostalgia, como los más interesantes que ha vivido nunca), pero también sobre la Inglaterra de hoy. De hecho, si se animó a escribir este libro durante el periodo del confinamiento por el coronavirus fue porque, al volver a visitar Inglaterra durante la larga negociación para la salida del país de la Unión Europea, no podía entender como “un pueblo tan pragmático había caído en un debate cargado de mentiras y contradicciones que aún hoy les mantiene divididos y enfrentados”. Muchas son las “señas de identidad” del pueblo inglés que Foix describe en este libro. Sabemos que es cuestionable recurrir a los estereotipos cuando tratamos de describir eso que ha venido a llamarse el Volksgeist o el espíritu nacional de un pueblo, y sin embargo es indudable que cada cultura y comunidad posee determinadas características que la configuran, unos rasgos comunes que Foix describe con gracia y agudeza y que solo pretenden ser expresión de su visión particular. Destacemos algunos: la tendencia del pueblo inglés a desconfiar de las abstracciones, a huir de las teorías, las ideologías y las aventuras revolucionarias; a evitar la ostentación (los ingleses muy ricos acostumbran a “ir disfrazados de clase media” vistiendo prendas viejas y desgastadas); a observar a los demás con cierta “indiferencia comprensiva” mostrando a veces una suerte de complejo de superioridad hacia los extranjeros (hacia “aquellos que hablan inglés con acento deficiente o exótico”) y un curioso menosprecio por la Europa continental; la fascinación por el crimen, la intriga y el misterio (fantasmas, los vampiros) y la búsqueda de sol, soledad y exotismo (Oriente, África y el Mediterráneo); la extrema sensibilidad hacia “la belleza con el que tiempo adorna las cosas”, que se manifiesta en la pasión por preservar todo lo antiguo, todo lo que resiste valerosamente el paso del tiempo (la veneración por la monarquía, la afición por las librerías de viejo, los antiguos pubs oscuros y desvencijados, los anticuarios y brocantes, los cementerios junto a las iglesias); a honrar a los muertos, sabios, poetas, políticos, pero también a homenajear a los perdedores; la afición por los huertos y jardines y las propiedades rurales, tal vez como último refugio contra la globalización. “Es en los huertos donde se descubre con más claridad el espíritu libertario que muchos ingleses llevan dentro”.
A la sociedad inglesa la define Foix como “clasista por excelencia”, una sociedad gobernada por una élite educada en universidades de alto nivel y dotada de unas habilidades retóricas aprendidas de la lengua inglesa culta y shakesperiana que le sirven de poderosa arma. Se trata de los “happy few de las finanzas, la política, la academia y el periodismo”, una élite sofisticada y fácilmente distinguible del común de los mortales, no tanto por su aspecto externo como por su acento exquisito y cierta propensión a la extravagancia. Londres se presenta como una ciudad multicultural “silenciosa, multiforme, divertida y tranquila, siempre envuelta en una sospecha de misterio”, tradicional refugio de artistas perseguidos, exiliados y revolucionarios de otros países (“de los revolucionarios autóctonos la sociedad no hace mucho caso, porque entiende que las revoluciones son propias de pueblos inseguros”).
Más allá de los aspectos anecdóticos, el retrato que nos ofrece Foix de Inglaterra es el de una gran nación consciente de su declive, un declive de muy larga duración que se inició después de la Segunda Guerra Mundial (a pesar del importante papel que Gran Bretaña desempeñó en la victoria de los aliados) con la pérdida de las últimas colonias del gran imperio y el traslado de la hegemonía mundial a Washington. Un declive que hoy ha llegado incluso a la élite inglesa y al periodismo de calidad “clave en la defensa de las libertades a lo largo de la historia” que ha quedado cada vez más ensombrecido por la fuerza creciente de los tabloides, “la prensa amarilla que alimenta las pasiones de los más desinformados”. También el prestigio de la BBC como el medio audiovisual más neutral e independiente del mundo ha quedado amenazado por los intentos de privatización y la aplicación de ciertas reformas. “El alejamiento de Europa, la práctica de un nacionalismo de Estado tóxico y en ocasiones supremacista” ha dañado seriamente la imagen de la Inglaterra admirada por Foix. Y lo que es peor: el uso abierto de la mentira para ganar elecciones y referéndums. Sin embargo, no todo está perdido a ojos de Foix. En los momentos de declive, como ya se mostró en la antigua Grecia y Roma, las grandes naciones son especialmente productivas en las artes y la literatura. Además, los ingleses han hecho todo lo posible para que su plácida y agradable decadencia no se notara en exceso, porque tienen “la habilidad de convertir las derrotas en victorias”.
Es indudable que los anglófilos que hemos mencionado aquí son dolorosamente conscientes del declive de Inglaterra, de su pérdida de relevancia política y económica en el mundo, de su dramática caída en el nacionalismo divisorio y de cierta vulgaridad en las maneras, cada vez más perceptible, que socava el ideal del gentleman. La desmoralización y el derrotismo son hoy sentimientos bastante extendidos en un país que siempre ha poseído un fuerte sentido de pertenencia y un orgullo de país hegemónico. Con todo, la admiración por el Reino Unido y su cultura prevalece incluso entre los más decepcionados. Según Foix, los recursos institucionales de Inglaterra siguen siendo fuertes a pesar del paso nacionalista y supremacista del Brexit. Y hay ciertos símbolos icónicos que siguen siendo imbatibles en el imaginario internacional, tales como: Shakespeare, el Parlamento de Westminster, la BBC, las universidades de excelencia, el inglés como lengua franca y principal vehículo de comunicación en el ámbito académico y científico. Foix reconoce que, a pesar de todos los pesares, su mirada inglesa no ha perdido “la fascinación por una gente que ha dejado su pisada en el deporte, la economía, la literatura, la filosofía y en el periodismo”. Y considera que, si bien los británicos se han separado de Europa, no podrán desvincularse de “una civilización que han contribuido a configurar de una manera muy principal”. Este es el recurso al consuelo que le queda hoy a todo anglófilo compungido. Es una mirada algo melancólica tal vez, teñida de nostalgia de lo que fue y pudo haber sido. ¿Malos tiempos para la anglofilia? Tal vez, pero depende de cómo se mire. Porque no solo para Inglaterra corren malos tiempos, unfortunately. Y porque el mayor elogio que se le ha podido hacer hoy en día en nuestro país a la cultura inglesa es el monumental libro de Peyró –quien se declara “inmune a la mala nota de lo anglófilo en España”– en el que reivindica lo mejor de la herencia de un país del que se ha empapado hasta los huesos y que ha sabido retratarnos brillantemente con una escritura amena, sabia y divertida, en realidad, profundamente inglesa.