Vivimos bajo lo que podríamos llamar el racismo de la definición, que es también el racismo de la fluidez, el de una identificación constante. Todo lo que quede atrás, en una vida borrosa que no se conecte ni se exprese, pronto será marginado como atrasado y sentimental, lento y solitario. Es esta misma histerización de la identidad la que estimula nuestra furia interactiva en la comunicación, en el contacto sexual, en el diagnóstico médico. Rasgos personales que ayer pasarían desapercibidos, hoy han de adherirse a un diagnóstico y aceptar el consiguiente tratamiento.
Vivimos bajo un macro-conductismo que puede usar al día cien alternativas. El mismo psicoanálisis parece a veces ceder a esta presión, privilegiando el significante “goce” en vez del nomadismo del deseo; privilegiando la cohesión grupal a la relación con un campo abierto que no tiene logo.
Es como si nos diese pánico todo lo que sea ambigüedad real, un silencio terrenal que se retire del intercambio social generalizado. En este sentido, nuestras abuelas eran menos puritanas que nosotros. Hasta la naturaleza debe estar sometida a control y convertirse en un parte temático con clima variable.
El poder puede ser informal –a imitación de la economía informal- cuando su estilo ecológico se funde con la información que continuamente talla a los individuos. Del control de los cuerpos se pasa al control de las mentes; del espacio, al tiempo.
Las mil agencias de evaluación encarnan un cenit en la obsesión occidental por lo regular, una voluntad de homogeneización que –incluso en su dinamismo impersonal, acéfalo- Nietzsche consiguió diagnosticar con detalle en la segunda mitad del siglo XIX. Aun cuando en el fondo sepamos que no hay una vara de medir que pueda traspasar fronteras –personales, nacionales y culturales-, la ideología de la seguridad funciona como pigmento diario. Precisamente por esto la evaluación no tiene “agencia”, pues es el propio metalenguaje de la Sociedad quien la impulsa.
La devaluación de las profesiones, desde la carpintería a la psicología, es un resultado de la rendición al patrón estándar, a una homogeneidad técnica con la que el Estado-mercado presiona a cada uno de sus miembros. Al aceptar la evaluación y el dígito que conlleva, cedemos la responsabilidad al estatismo continuo que dice protegernos. A cambio, la evaluación pública nos brinda el inmenso beneficio de ser reconocidos por el dios de la visibilidad. Obtenemos así una cifra para circular en el inmenso panóptico de la indiferencia, comercialmente “personalizada” aquí o allí.
El caso de la medicina es especialmente escandaloso, pues apenas encontramos profesionales que sepan hacerse cargo de la dolencia singular del paciente, que se paren a escucharle, a analizarle in situ. Lo normal es que el especialista de turno se pase más tiempo de la consulta mirando la pantalla de su ordenador que atendiendo al peculiar síntoma que se le presenta. ¿Se limita a intercambiar imágenes estadísticas, alimentando un circuito abstracto de irresponsabilidad personal?
En la restauración, por mencionar otro sector clave, el efecto de la uniformidad lleva a simulacros de calidad tragicómicos. Dejando de lado casos directamente criminales, es difícil encontrar hoy en nuestras villas un pan que no tenga la textura, al cabo de pocas horas, del chicle viejo sin azúcar. El caso de la bacteria mortal descubierta hace pocos años en Alemania pone sobre el tapete una cuestión difícilmente abordable: las capas de manipulación de los alimentos –una y otra vez “evaluados”- son tales, que resulta intrincado seguir la pista médica o policial hasta la fuente del veneno. Fijémonos en que –y no sólo según la impresionante Inside job– el problema es paralelo al de la corrupción económica o política, donde la cadena circular de delitos es tan piramidal que es casi imposible cortar por un punto.
Así, los implicados acaban prácticamente indultado por la complejidad impersonal del sistema. Cuando la corrupción es estructural, resulta prácticamente ilocalizable. Se podría decir que, tanto en la alimentación como en la política, es la propia ley la que es transgénica, con lo que apenas tenemos instrumentos internos y legales para juzgarla.
En todos los campos el artificio estándar cambia rápidamente de forma para hacerse invisible. Mientras tanto, nos salva del caso único que es siempre la naturaleza, sea terrenal o humana. Se dijo hace tiempo que un hombre sin uniforme causa inquietud. Por tal razón, también en el sujeto las variaciones pasan a la reserva del fin de semana, bajo el perfil que impone una poderosa tipología que podríamos llamar “esencialismo del currículo”.
¿Cuántas de nuestras opciones, incluso cuando escogemos artículos “de culto” en el mundo cultural, no son más que una forma minoritaria de homologarnos y ceder a la seguridad de lo que es visible y circula, protegiéndonos con otra cobertura? Un delincuente comentaba: Como todo el mundo –incluso en la cárcel- se atiene a la normativa, compleja y rápidamente mutante, nunca sabes muy bien con quién estás… Hasta que ocurre algo, pero entonces ya es un poco tarde.
El esencialismo triunfante es el del reconocimiento, duplicando las vidas en un simulacro simple y portátil. Es en este orden cuantificador donde la evaluación encuentra un empuje difícilmente contestable. El tiempo se llena de logos porque a nuestra estirpe secundaria (Steiner) le asusta el espacio físico, el “uno a uno” de su devenir real.
No se mira, se reconoce. Esta continua precariedad, la de una ideología del reconocimiento que cambia tan continuamente de modelo que nos obliga siempre a ir detrás de la normativa, fuerza lo que se ha llamado una “flexibilidad cadavérica”. ¿La evaluación-basura nos sostiene en una vida-basura? A cambio, que no es poco, tenemos un lugar bajo el sol de la transparencia y compartimos la religión de la época, la visibilidad interactiva.
La circulación, su inseguridad media e inducida, nos protege. Preferimos languidecer socialmente a vivir en los márgenes, afrontando los signos que surgen por fuera. El temor a las sombras, fuera del líquido amniótico de lo social, es la madre de todas las adicciones, el pánico colectivo que explica que cualquier cosa –el sexo o el trabajo, la informática o la política- tenga un aire terapéutico. Es evidente que hay que luchar para no ser ahogado bajo la masiva indiferencia del espectáculo. Pero la visibilidad convencional es parte de ella, pues desactiva la existencia, el peso de ser libre. Toda singularidad –persona, libro, movimiento social- que quiera hacerse presente en su diferencia ha de mantener una buena relación con la clandestinidad y sus mutaciones, al borde del imperativo global de transparencia.
Por arriba, la competencia veloz seguirá ocultando la degradación de las vidas. La cobertura de la visibilidad funciona en blucle. La obsolescencia programada, sean noticias o tecnologías de moda, impide una distancia crítica con el integrismo de la oferta, tan plural como imperial. La evaluación continua se erige así en instrumento de la precariedad a la que se nos somete, al dictado de un público cautivo de poderes privados. Todos rivalizamos para no ser el último, para no quedar atrás. Igual que en los concursos televisivos más estúpidos, se trata de luchar por no ser nominado.
La competencia frenética confirma que estamos en un escenario de encierro, con todos los participantes estresados por luchar por un angosto escenario y una interactividad destinada a tapar la interpasividad previa. Nuestra servidumbre personalizada al integrismo de ese campo le concede un cierto aire plural. Al rivalizar unos con otros, la competencia oculta la unidad de la empresa.
La rivalidad interminable de este campo de batalla ampliado –ha dejado atrás la lucha de clase en nombre de un cuerpo a cuerpo narcisista donde todo vale, sexualidad incluida- confirma además que la normativa busca descender al individualismo con la máxima precisión posible. Personalización de masa: narcisismo expandido.
Entre otros, el caso Snowden y mito de la transparencia mundial resucita una pregunta: ¿quién evalúa al evaluador? Como la estadística, la vigilancia es también una pantalla para no ser vigilado, para hacer invisible el poder inercial, pretendidamente estadístico y neutro, que ejerce una constante violencia sobre nosotros. Su fuerza es tan inteligente que ha logrado confundir nuestra parálisis con la pueril movilidad de un constante intercambio de likes.
Hace falta una estrategia tan flexible e irónica como esta ofensiva del control para que el presente no quede en manos de la nueva barbarie de especialistas digitales. Tenemos dos manos, usémoslas: necesitamos la seducción y la denuncia. La participación y el retiro han de ser combinados. No hay nada nuevo que temer, en relación a los poderes de antaño, si resucitamos una buena relación con el afuera de la condición mortal, ese enemigo público número uno –no declarado- que es la existencia común y anónima.
Necesitamos recuperar una violencia de vivir para cuya comprensión el mito de la comunicación –y Karl Marx- son uno de los mayores obstáculos. Entre la nostalgia reactiva del conservadurismo y la flexibilidad cadavérica del progresismo existe un amplio territorio por explorar. La vigilancia, tan mundial que no necesita vigilantes, exige afrontar un doble envite. De un lado, atrevernos a infiltrarnos en esa infinita superficie del control. De otro, ser capaces de introducir en ella modificaciones que la revienten, impactos que desestabilicen y bloqueen el relevo incesante de la homogeneidad.
Para no ceder ante la sociedad, a veces necesitaremos simplemente ignorarla, sin miedo. Otras, jugar a dejarnos seducir por sus pueriles rituales. Con una táctica u otra, lo importante es que ante la idiotez global no cedamos en mantener un vínculo infinito con la finitud, una relación indivisible con la incertidumbre de existir. Lo importante es mantener las vidas ejercitadas en un reto interno mayor, y más peligroso, que el poder general que las amenazan por fuera.
Ningún movimiento alternativo debe hacernos olvidar que al imperio de la normalización sólo se le vence reinventando una buena relación con el secreto, lo para siempre oculto. Heredero de la sabiduría de Whitman y Thoreau, Gary Snyder habló de un “compromiso moral con lo no humano”.
Es el mundo mismo el que se resiste a la mundialización. La tarea ética y política es escuchar el sentido real, oír los sonidos del mundo antes de que se conviertan en signo tipificado, en cliché que circula. Al menos, así lo expresó un viejo y jovial John Cage.
Esto significa, bajo el canon ilustrado que hasta ayer dirigió nuestros pasos, que es urgente volver a atender al sentido de la contingencia, a un ser común tan profundo que no puede aparecer más que bajo el rostro del azar, de lo necesariamente contingente. Para ese territorio exterior, el afuera de cada situación, no habrá más “institución” que la de resucitar en nuestras mentes tardías una sabiduría frente a lo que hasta ayer llamábamos accidente o error.
Habituarnos al exterior sin narración, inventar una tecnología de la vida desnuda, analógica de la variación imprevisible de la tierra. Una pedagogía del error que convierta el accidente en monumento duradero, esa es la idea.