El hombre no está hecho para la derrota;
un hombre puede ser destruido, pero no derrotado
Ernest Hemingway
No es la decadencia lo que deja este poso agridulce de la vuelta. Ni tampoco los mil edificios destartalados de la otrora espléndida Habana, de la que se dice que tenía más cines que París. Es más bien una penuria infiltrada en los huesos de una población castigada por los poderes del mundo. Humanidad, por cierto, extrañamente feliz, aunque de un modo muy distinto al nuestro. Hasta los balones con los que juegan los chicos en las calles –el béisbol ha retrocedido ante el fútbol– están desvencijados y hechos jirones. Además de cierto agotamiento, arrastras una resaca melancólica al volver de Cuba porque es triste asomarse a un orden social del que apenas, por mucho que leamos e imaginemos, conoces las claves. Este archipiélago antillano, bañado por un sol cegador, permanece escondido para el visitante. Bajo las sonrisas y el encanto frecuente, laten ciudades y cuerpos sumergidos. Y este secreto es a la vuelta amargo porque habla español y platica a la puerta de casas iluminadas, sin la disculpa del hielo del Este o del alfabeto cirílico.
I
Como a España o a Francia, salvan a Cuba las grietas de lo político, lapsus de un universo visible que, incluso sin su reverso chillón en Miami, ya incluye el turismo masivo y la oferta agotadora de un capitalismo incipiente. Como en tantos viajes, estar lejos de la costumbre natal te permite epifanías inolvidables en patios con helechos, en rostros saturados al atardecer de los malecones, en buceos submarinos con gafas de sol y cantantes que hechizan calles enjalbegadas. El viaje a Cuba puede ser tan situacionista, entregado a una humanidad distinta, que brotan en sordina disonancias larvadas, vivencias que a veces no son fácilmente asimilables. Los viajes ponen a prueba amigos y relaciones, tensando incluso a uno mismo como pareja, pues entre “yo y mis circunstancias” aparecen virus. Y aquello fue todo un periplo, con dos personas permeables a casi cualquier contaminación, sin apenas protegerse en el racismo grupal que caracteriza al turismo guiado.
De ahí una perplejidad que todavía se prolonga. Y la inestable sensación en una pregunta existencial importante: si ellos viven, a pesar de estar castigados por medio mundo y carecer de mucho de lo que nosotros ansiamos, ¿qué tipo de bienestar ficticio gozamos nosotros? Saber relativamente poco de la historia de Cuba facilita además sentir y analizar en crudo, como si sobre esta mítica isla no se hubiesen vertido ríos de tinta. Al partir llevas de hecho más mitos en la cabeza que conceptos; y el mito no protege de lo real, más bien ahonda su compleja ambigüedad.
Cuba resucita también el relativismo cultural que distorsiona muchas nociones intocables de lo que llamamos, con cierto halo de neutralidad, economía. Esto aparte, allí la necesidad hace virtud y genera comunidad, volatilizando muchas de nuestras neurosis freudianas. Como en India o Ecuador, la población vive hasta cierto punto indiferente a la globalización. Un padre de familia, bajo un calor que para un europeo resulta asfixiante, puede circular tranquilamente en su bicicleta, con su mujer sentada detrás y la niña delante, los tres vestidos impecablemente y sin sudar camino de una fiesta. Los colores radiantes en antiguos autos americanos o rusos, a veces cuidados con un esmero que también adorna los cuerpos, indica que la dicha y la desdicha son como el agua, un fluido que siempre busca salida. Nuestras caseras en Cienfuegos, una de ellas del Partido Comunista, se adornan como si cada día fuera festivo. Tanto en Alemania como en Cuba es necesario amar esta humanidad no elegida, ni opulenta, para comprender cómo la gente soporta la infamia y la dificultad de estar en el mundo. Adorado hoy en la isla, el Papa Francisco ha aludido con frecuencia a esta misteriosa profundidad de los puentes que permiten vivir y cambiar las vidas.
Recordamos y releemos las cien vicisitudes de la historia pre y post revolucionaria, pero no las hemos vivido. Así que resulta un poco inescrutable la tranquila indiferencia de la población –en algún momento Fidel Castro alude a la serenidad popular, incluso en la crisis de los misiles–, la desenvoltura de una cotidianidad de cuyo origen sólo tienes noticias sueltas, sin haber vivido su nacimiento lento y cómo se entrelazan sus raíces climáticas con muy distintas etapas históricas. Como en tantos sitios, la historia y la información apenas explican el ritmo de otra sangre que corre en las venas.
Si impresiona la pobreza en Lawton, en tanta calle destartalada de La Habana Vieja, tampoco es de igual modo que en Marruecos, Venezuela o la vieja Galicia rural. En estos lugares te encuentras con una estrechez que habla tu idioma, aunque resulte difícil medirla con el inevitable daltonismo de una mirada foránea. El problema es que en Cuba, para la pobreza y la riqueza, para la alegría y la tristeza, en cierto modo nos falta la escala. Aunque allí nadie pasa hambre –el perfil frecuente es más bien orondo–, la escasez está entreverada de tal modo con una acostumbrada dignidad, con el ingenio y la soltura de un orden social mudo para el visitante, que te desenvuelves inevitablemente con una cierta torpeza. De ahí que, siendo procedentes de Occidente, uno de nuestros taxistas se asombre de nuestra relativa naturalidad.
Es posible que las explosiones a veces histriónicas de la población cubana, que oscila entre la timidez y el descaro, sea un modo de combatir esta angostura que no habla ningún idioma conocido. Por lo que sabemos, hasta los rusos quedaron bastante impresionados con esta mezcla de calor y organización, con la audaz resolución popular e internacionalista que nació de ella.
II
Diríamos que son vanas las prisas por visitar Cuba antes de que el experimento cultural, revolucionario y vital, se esfume en la mundialización consumista. Probablemente nunca veremos tal disolución. ¿Qué puede temer una revolución que ha podido con la oligarquía y las mafias del casino mundial que era la isla; con la toxicidad ideológica, mercantil y militar de Estados Unidos; con el analfabetismo y las plagas de la infancia; con los rusos, el extremismo de Miami y cierta indolencia de cuño antillano e hispano? Para bien o para mal, la singularidad cubana parece tener garantizada una escandalosa duración. No sólo la saturación débil del color cian aguamarina en un Caribe cuya transparencia ciega; no sólo esos cielos empedrados, las baldosas de filigrana española, los rostros y los cuerpos bruñidos: También es eterna, probablemente, la revolución de las conciencias que se puso en marcha hace sesenta años. Es fácil incluso que el peor de los capitalismos quiera conservar esa estética revolucionaria como una atracción turística central, incrustada en la población después de la lucha contra bandidos en las montañas y después también de que miles de estudiantes emprendieran en los años sesenta una tarea de alfabetización que alcanzó los más recónditos lugares del campo. Más tarde, el empuje revolucionario pudo mantener la extensión masiva de la enseñanza, uno de los sueños de Martí, a base de placas solares que alimentaban las escuelas más apartadas, cada una con su modesto televisor y su pequeño ordenador.
La bandera cubana omnipresente es una respuesta orgullosa –en cierto momento, a los rusos les pareció exagerada– frente al agresivo imperialismo estadounidense y al odio casi anticristiano, mimético de la peor extrema derecha WASP [Blanco anglosajón protestante, en sus siglas en inglés], que emana de Miami. Al cabo de los años sorprende, por lo que tiene único, que hasta cierto punto la pequeña isla parezca haberle ganado la partida al gigante del norte. Aunque la nueva apertura estadounidense, con cincuenta vuelos regulares a los diez aeropuertos de la isla, pretenda ser un regalo envenenado similar a los que se le hacían a Castro, tiene gracia imaginar la frustración puritana ante un virus revolucionario que, a las puertas mismas de Florida, se ha mostrado una y otra vez resistente al oropel hortera del norte.
La de Cuba es una disciplina mutante, como el virus de la gripe. La revolución hizo el milagro de casar el orgullo y la energía latinos con un orden ilustrado que ha calado en las venas de la población. Hasta en el libro de Ignacio Ramonet Cien horas con Fidel, que leemos por consejo de un radical alternativo de Santa Clara, Castro se muestra como un político con bastantes más ideas, y más cosmopolitas, que un Jrushchov o un Kennedy; por no hablar de otros ejemplares modestos del presente.
Es dudoso incluso que haya muchas similitudes con la revolución rusa. Ésta se mantuvo durante setenta años con grandes sacrificios entre la población y la sombra constante de las purgas, la guerra, el miedo y la represión. A cambio, la revolución cubana pronto se hizo molecular, tan profundamente discutida y consensuada que se infiltró en los entresijos de la vida popular. De ahí su eterno retorno actual, en medio incluso de la oferta turística. Pero porque fue verdaderamente genial y heroica, gracias a la infamia contra la que supo oponerse; porque mantiene la llama de los mitos éticos y estéticos de los sesenta, que siguen fascinando a medio mundo; porque Cuba no pudo respirar, sometida a un cerco brutal, sin una apelación constante al orgullo nacional de su resistencia.
De ahí que las mil imágenes de una posibilidad de revolución, en cualquier lado, sea –incluso para visitantes conservadores– parte de la oferta turística del presente. Las siluetas de Celia Sánchez y el Ché, de Camilo y Fidel conviven con naturalidad en cualquier escenario, sea una oficina estatal o un lujoso local de consumo. Se podría decir que la fotogenia del Ché –hasta su cadáver acribillado es bello– o de Camilo Cienfuegos casa muy bien con la estética de los enormes Pontiac coloreados de los años cincuenta y sesenta. El uniforme militar de los jóvenes que asaltaron Moncada sigue siendo elegante en campos de golf, de la mano de niñitas vestidas de blanco en domingo, en excursiones de pesca o reuniéndose con Sartre. Éste recuerda que el rostro de E. Guevara, después de una infinidad de reuniones diarias, era matinal todavía a medianoche.
Es cierto que Cuba parece detenida en el tiempo de aquellas décadas prodigiosas. Pero la detención temporal y el retorno de los sueños no cumplidos del pasado es –no solamente para Walter Benjamin– uno de los resortes de cualquier revolución. El futuro, se ha dicho, tiene un corazón muy antiguo. Está por ver si, ahora que se abre lentamente como una fruta, la isla no conseguirá imponer un retorno definitivo de la estética de los sesenta. A contrapelo de la mitología ilustrada, sea conservadora o revolucionaria, nadie ha demostrado que el tiempo haya de correr sólo en una dirección, hacia delante. Además, en términos absolutos, ¿dónde está delante? Dónde, si la pesadilla nos ha estado esperando delante y en todas partes.
III
Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos, dice en algún momento Eduardo Galeano. Una de las impertinencias de la Cuba que arranca en el Movimiento 26 de Julio es discutir el primado universal de lo económico en la vida del hombre. Cuando se dice todavía “anti-imperialista” debemos entender ante todo la voluntad firme de encontrar una senda comunitaria que se propone al mundo, una oferta libre del dictado del lucro y de la rabiosa competencia que guía al individualismo occidental. El colmo de las paradojas es que este “socialismo sostenible” (sic) se sostiene hoy por su espíritu, por una constelación de creencias populares, y no sólo por los logros materiales que en educación, alimento y medicina ha logrado la revolución. Esa materialidad está entretejida con una hermandad de creencias que asombra si uno viene del planeta europeo. Por contradictorio que resulte para la ideología oficial del “materialismo”, la diferencia cubana se sostiene todavía hoy por la resistencia ética de la dignidad, por una conciencia que no se limita a reflejar ningún contexto. De ahí quizás la relativa facilidad de este maridaje último, que promete una transición pacífica, entre revolución y religión social católica. Una espiritualidad política, basada en una cultura de los sentidos, resiste a la religión global del mercado: ¿es sobre todo este ethos comunitario lo que indigna al puritanismo capitalista, también al fundamentalismo democrático de cuño europeo y a los opositores que éste apoya?
Un sabio del pasado siglo insistía en que la religión al final siempre triunfa. Pero es posible, para un pueblo que ha sufrido un tormento elitista prolongado, que la libertad de prensa sea poca religión comparada con la conciencia de una dignidad común y la libertad de manutención, de medicina o de educación. Aún hace poco se recordaba la asombrosa agilidad del pueblo cubano para organizarse en común ante la llegada de uno de los ciclones que asolan las costas antillanas. Esto puede ser parte indisociable de una revolución que tal vez nunca ha estado lejos del cristianismo: lo común exige una hermandad de los cuerpos, una economía de las almas. Lo cual se puede observar también en la admirable organización, que otros llamarían totalitaria, de las comunidades indígenas mexicanas.
Al margen incluso de purgas y fusilamientos dudosos, sin duda esta revolución no se ha realizado sin dolor y trágicos errores. Flor, holandesa de origen, nos recuerda la vergüenza de ella y su marido cubano cuando él ni siquiera podía subirle las maletas al hotel. La pureza revolucionaria debía preservar a los cubanos de la contaminación capitalista. Esto ha cambiado, pero es posible que algo de tal proteccionismo subsista todavía en la existencia de dos monedas: un peso convertible para los extranjeros, prácticamente equiparable a una tasa revolucionaria al turismo, y un peso no convertible para la mayoría de cubanos, que disponen de otros precios y de una cartilla que permite el acceso a pequeñas raciones diarias de productos básicos como aceite y pan, leche en polvo, arroz y otros. Las dos monedas –tres, si contamos el dólar– podrían ser otro recurso genial para seguir protegiendo a la población de las distintas invasiones que amenazan con convertirlos otra vez en esclavos. Hoy pueden entrar en cualquier tienda, pero el poder adquisitivo de un cubano medio le hace prohibitivos los precios de nuestros productos. Ni siquiera es fácil tener cervezas en la nevera. Lo extraño es que se apañan y no parecen más infelices que nosotros, aunque sea difícil entender –suponiendo que nos convenga– cómo subsiste la gente.
¿Subsiste con una conciencia comunitaria que no ha roto los lazos que exige una vida mortal, sometida a un perpetuo peligro? Por si esto no fuera ontológicamente así, el bloqueo se ha empeñado en recordarlo políticamente a los cubanos. En las calles abigarradas de Cienfuegos, sofocadas por el calor, cada vendedor tiene su son. Toda la población cubana, para sobrevivir, intercambia incesantemente palabras, alimentos, bienes de consumo y subsistencia. Solamente este trueque nacional incesante, del cual brota también una legendaria potencia musical –tal vez sólo comparable a la de Brasil–, explica que se subsista con una economía que para nosotros estaría en bancarrota. No hay abundancia de nada, pero sí paciencia y confianza en la senda de una dignidad común. Naturalmente, vigilados y protegidos por la revolución –lo último que quiere el régimen es que a las Damas de Blanco les ocurra algo–, los opositores tienen razón en su denuncia de las coacciones del Estado a las libertades individuales. También en las críticas a un culto a la personalidad, a un Fidel presente hasta en reuniones de pedagogos y amas de casa. Pero a veces parece ignorarse la historia, como si los últimos sesenta años de una Cuba cercada fueran el producto de la batalla personal de Castro –según Yoani Sánchez– contra once administraciones estadounidenses que, en realidad, no les han dado tregua.
IV
La precaución con el agua, como en México o en Egipto, es imprescindible para que un europeo se deje contaminar por el resto: esos paisajes rurales al pasar, algunas caras indescriptibles y, sobre todo, los gestos silenciosos de una negritud esbelta. Niños jugando, arroz con frijoles, cangrejo enchilado. Rozar este pueblo misterioso y a veces muy elegante, volver cambiados por esta resistencia a la obscenidad de la mundialización, exige abandonar el conductismo masivo o elitista de la guía turística. En la escena más tópica, basta una broma para rehacer el hechizo de un país sin tiempo, indestructible en su pasión por vivir. Es la isla delicada que resuena en el Caimanera que desgrana el español titubeante de Robert Wyatt. ¿La inercia de la derecha o la izquierda establecidas, sabrá algún día algo de esa eterna ambivalencia impolítica, que restalla incluso en esas playas del este atestadas de gente y de basura? Es tal pueblo imperfecto el que salvará a Cuba del canibalismo de la homologación. Si es que alguna vez lo fue, no hay temor a que este paraíso desaparezca tragado por la niveladora del consumo. Cuando venga, éste seguirá siendo cubano. Aunque es cierto que, sobre todo después del establecimiento de vuelos regulares con Estados Unidos, el poder de los estereotipos consumistas será la principal amenaza para Cuba, y no los restos de un uniforme verde oliva que apenas se ve por las calles. El poder de los mercados no es menos monótono y nivelador que el de esa “camarilla comunista” que los exiliados de Miami odian. ¿Es consciente de este peligro consumista la actividad de la oposición democrática cubana?
La luz antillana de la orilla invita a bañarse, incluso a bucear, sin quitarse las gafas de sol. La frescura del daiquiri se mezcla con el verde-azul del caliente fondo arenoso. Después de un baño nocturno en aguas templadas, el frenesí sexual de algunas noches permite volver a encontrar una morada en cualquier lugar, a veces inicialmente incómoda. Parafraseando a un escritor del pasado siglo: la tierra vencida, los cuerpos vencidos nos entregan estrellas. En Varadero y en Oaxaca, la patria del hombre es el amor y el sueño. Vivimos de día como soñamos de noche, mientras una sola estrella rutila al oeste. Y al día siguiente vuelven –pero ningún turista mira hacia mar abierto– aquellos cielos deshaciéndose en complejidades de tormenta, antes de que el naciente se alumbre en nubes con perfil de hongo nuclear o mascota gigante. Mientras, la grácil silueta morena de la cantante del Club Náutico desmadeja la tarde sobre el crepúsculo. No dejes de cantar y moverte suavemente, musitas, como si no hubiera turistas.
Ya en el lejano 1961, el entonces celebrado Cabrera Infante polemiza de tal modo sobre la vitalidad de la noche bohemia de la capital, expuesta en el documental P. M. de su hermano Sabá, que a Cabrera le acaba costando caro. Pero porque entonces el poder cultural que ampara al periódico más prestigioso de Cuba, cuyo suplemento cultural dirige Infante, se cuestiona si descender a esas frivolidades es pertinente en pleno acoso exterior a la revolución.
Pero la fiebre popular continúa hoy, y no precisamente en los locales preparados para el turismo. Dios mío, qué malo es vivir enamorado de una mujer, susurra un joven obrero de Trinidad al paso de una preciosa chica local que sigue su marcha, sin siquiera mirarle. No sabemos si tanto como cantó Reynaldo Arenas, queriendo con ello injuriar a Castro, pero el erotismo –no una prostitución hoy poco visible– rezuma por todas partes. Para empezar, en el cariño de algunas mujeres mayores que te atienden. En los jóvenes sentados en el ocaso de los malecones, indiferentes a nada que no sean su charla, su música y sus caricias. También en aquella joven morena, gafas de sol recortadas en el crepúsculo, que bebe y bromea con sus compañeros de mesa. Es cierto que se siente un poco de pena ante la joven madre que aprovecha el aguacero en “la 23” para empaparse con el chorro de agua que cae de un edificio. Pero incluso esa escena tercermundista tiene su belleza, cierta ternura y erotismo. Éste palpita en todas partes menos en los escaparates donde se ofrece al por mayor. No desde luego en Tropicana, donde rubias extranjeras bailan con su musculosa pareja cubana y gozan de un simulacro del daiquiri que en su día saboreó Hemingway. El turismo incluye un postureo tedioso en todas partes, sea en Miramar, en Varadero, en el Hotel Nacional o ante las cien bandas de Trinidad. Solamente algunas escenas y lugares, algunos camareros, algunos momentos sonoros, con platos populares y combinados preparados con esmero, nos libran de este romanticismo calculado que es la vaselina –y el estado de excepción– de la esclavitud industrial.
Los milagros son escasos, también en San Petersburgo. Se producen en esa humanidad entrevista al pasar por carreteras en las que transita un ganado sin pastor. En aquel cuarteto de viejecitos en Trinidad, cantando una deliciosa versión de La rosa de oriente de Gutiérrez. Sería impagable escuchar a Baudrillard en esta otra América, seleccionando algunas perlas entre tanto simulacro para extranjeros. Donde, por cierto, son escasas las langostas verdaderamente inolvidables. Igual que en Alemania, dicho sea de paso, la gente mayor es la que parece más libre de los tópicos de la época. Ya nos lo había advertido Frank, aquel dinámico empresario en una tarde de Cienfuegos: “Huyan de los jóvenes, acérquense a los mayores”.
V
Es preciso reconocer que, en medio de la escasez compartida, resulta muy contaminante el mejor de los turismos posibles. Vas con una buena intención a Cuba, comes en paladares que pueden ser caros incluso para un español e invitas a tus amigos cubanos, incluido un delicioso ron añejo de siete años. Y sin embargo, aunque seas extremadamente cuidadoso, no dejas de sentir un poco de vergüenza con el papel señalado y “protector” que ejerces. Y esto aunque sospeches que ellos también actúan y te están dejando cumplir amablemente con tu presuntuosa escenificación. Como el rol del visitante les obliga a justificarse continuamente, y a quejarse de la escasez, esto redobla en los gestos nuestra generosidad de extranjeros acomodados. Este círculo vicioso teatral no es fácil de romper. Para más inri, el camarero que te sirve, el chico que arrastra su bicitaxi, el anfitrión que te explica detalles actuales e históricos, habla tu idioma y tiene un aspecto similar al tuyo. Así que el inextricable contraste entre ese mundo y el tuyo es doblemente sutil y más bien incómodo para ambas partes.
A mitad de camino, disentimos de algún obispo español. No vimos un miedo generalizado a hablar, no más que la eventual desconfianza de cualquier otro sitio. Aunque fuera cierto que pululan informantes por todas partes, cualquier pregunta en buen tono puede generar, a imitación de ese Fidel que hablaba cinco horas sin papeles, una respuesta interminable. Tal vez porque la mayoría de la población, como ha reconocido indirectamente el propio Obama, ha hecho suya la revolución y no vive enfrentada a la autoridad de los militares ni a un ejército popular que, hoy por hoy, es muy improbable que dispare contra la gente. La prueba de que el miedo no paraliza es que hoy cualquiera se suelta a hablar, casi a la manera argentina, con un discurso que cada uno tiene muy elaborado. Parece que ciertamente la educación ha reforzado una clásica ilustración muy propia de lo que era la joya de la corona española. ¿De ahí que un intelectual llamado Ernesto Guevara llegase a sentirse tan cómodo en la isla?
Si hay una extendida vigilancia policial, tal como sostienen algunos, con la idea de un soplón disfrazado en cada barrio, es una vigilancia genial, pues resulta aproximadamente indemostrable. ¿No es posible incluso que tal vigilancia sea un mito popular, o del propio régimen, para justificar así una prudencia ciudadana que hará los cambios muy lentos? Como dijo Fidel: Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada.
El sincretismo no es sólo religioso, con la santería y esas prácticas antillanas de la cultura yoruba que lleva a algunas mujeres a vestir de blanco un año entero antes de ser ordenadas. El sincretismo alcanza también a la belleza criolla de los rostros, a la integración de revolución y tradición, a las ciudades híbridas, a las culturas, los sones y los cuerpos entremezclados. Pocas veces, dicho sea de paso, se pueden observar una mezcla interracial como la cubana. Y esto no solamente en circuitos alternativos, a la manera de Madrid o Berlín, sino en todos los planos de la vida social. A diferencia de lo que ocurre Nueva York, donde hasta ayer la población afroamericana ocupaba solamente puestos vicarios, ¿es esta ausencia de racismo uno de los logros del sistema y una expresión de su triunfo popular? Tal vez significa hasta qué punto la revolución, tome ahora el rumbo ideológico que sea, está fundida con la piel de las costumbres. Como si la fusión política de revolución y nacionalidad, de orden socialista y estilo popular, fuera anterior a los logros de la fusión musical que la isla vende a medio mundo. En este punto Cuba, empeñada en algún momento en tender puentes entre Mao y Jrushchov, habría estado más cerca de la síntesis cultural china que de la rigidez soviética.
VI
¡Estamos en Cuba!, puede decir con sorna un camarero para justificar cualquier desastre en los servicios. La sangría económica –y la seguridad estatal– que representan tantos funcionarios, a veces bastante malhumorados, no tiene con frecuencia ninguna función: no hay habitaciones que alquilar, carros que rentar, trenes o autobuses suficientes. Si los hubiera, como esos funcionarios cobran lo mismo –muy poco–, tampoco los servirían. Es posible que el concubinato con la Unión Soviética haya jugado malas pasadas a la economía. Sin atrevernos a repetir la cifra diaria de gasto ruso que oímos en la isla, parece que creó más de dos décadas prodigiosas de riqueza artificial que sin duda relajaron la inteligencia económica. A pesar de algunos formidables logros ecológicos, la agricultura y la pesca parecen seriamente descuidadas. Lo cual explica, sobre el muro del bloqueo, la escasez de productos básicos en cualquier esquina. Un ciudadano cualquiera comenta: “Me gustaría saber qué argumentarán, para justificar la escasez, cuando acabe el bloqueo”. Aparte de las remesas de los emigrantes y del potencial económico de Miami, que de algún modo complejo es parte de la isla, la principal fuente de ingresos en Cuba no es el turismo; ni la caña de azúcar, el tabaco o el café. Lo son unos servicios médicos en el exterior, y una investigación bioquímica libre de la rapiña de las multinacionales farmacéuticas, que aportan fuertes divisas al estado.
Como peaje internacional a su insolente revolución, los cubanos han pasado por todas las humillaciones concebibles. En el Periodo Especial de los años noventa se deja de tomar carne –el propio Fidel defiende en público lo saludable de un cambio de régimen– y se reparten bicicletas a la población. Pero Cuba también pasó ese periodo y hoy entra en otro estadio muy distinto. “Este es mi país: no quiero irme. Que se vayan ellos”, nos espeta a bocajarro un taxista que ha conocido la prisión por comprar combustible en el mercado negro. Ciertamente, no parece que hoy el periódico Granma, ni siquiera en su versión en inglés, genere lo que se dice devoción popular. “Nadie se cree las mentiras del Partido” –insiste el taxista anterior–, que ha caído en picado en sus afiliados. Pero casi todo el mundo convive con la retórica oficial, o sencillamente la ignora, con una mezcla de inteligencia y nacionalismo todavía estimulada por la desconfianza hacia las críticas externas. Aparte de esta unión popular ante la agresividad democrática externa, algo –con perdón– deben haber hecho bien Fidel, Camilo, Vilma, Raúl y Ernesto Guevara para dejar este resto popular de confianza estatal, con una paciente prudencia que dura hasta el año de gracia de 2016.
Pero “No hay sol sin mancha”, repite un joven cubano, dulcemente crítico con la revolución, en una tarde de mojito y terrazas. ¿Es esta especie de democracia popular sin partidos una forma sui generis de dictadura, como dicen muchos exiliados de Miami? ¿Puede haber una dictadura sin la presencia masiva de soldados en las calles? No existe lo que llamamos libertad de prensa, es cierto, ni una pluralidad libre de distintos partidos, cosas desde luego difíciles en un ambiente de extrema hostilidad externa. Es cierto además, como ha reconocido el propio Castro, que la revolución ha cometido serios errores. Entre otros, una lenificación forzada por la guerra fría y la agresividad estadounidense que no estaba en el programa inicial –el Partido Comunista se funda en el tardío 1965–, orillando a José Martí en aras de un marxismo bastante esquemático.
Preguntémonos qué significa que, lejos de París y Chicago, una humanidad exterior asocie lo que nosotros llamamos Democracia con bombardeos masivos, no siempre precisos. También la democracia dentro de Estados Unidos, en el corazón de Reino Unido, Italia, Israel o Francia, ha cometidos errores, incluso crímenes terribles. Todos los creyentes del sustantivo Democracia olvidan que se trata de un adjetivo que sólo admite una problemática y variopinta aplicación real. Por lo pronto, después de décadas de miseria masiva, nadie pasa hambre en Cuba, ni hay niños abandonados buscando basura en la calle, ni la escandalosa desigualdad de otros países. Al margen de los sustantivos, Cuba tiene poco que ver con el régimen de Franco, con el de Corea del Norte o con el sectarismo superestructural de un Maduro en Venezuela. Juraríamos incluso que los jóvenes revolucionarios del Granma consiguieron una hermandad nacional que tampoco lograron los Kirchner en Argentina. Lo absoluto no es la democracia, ni ningún otro régimen político. Lo absoluto es la existencia, cómo vive la gente, ese laberinto de singularidades que siempre tiene que encontrar un modo de sobrevivir a la pesadilla que es la historia. Es en este plano de inmanencia popular donde el hombre barbudo que se duerme agotado bajo unas cañas, poniéndose el fusil en la garganta para que no le capturen vivo después del fracaso momentáneo del Granma, ha logrado una revolución popular con pocos precedentes.
VII
Fijémonos en esa celebrada seguridad, para algunos dudosa. Todavía hoy, una mujer sola puede hacer lo que nosotros llamábamos autostop en cualquier carretera secundaria. “Nunca ocurre nada”, dice un corpulento taxista. “Y si ocurre –insiste– es porque ella quiere y lo que ella quiere”. La tranquilidad pasmosa en la isla no tiene sólo que ver con el temor a la policía o con una cierta pureza revolucionaria. Algo de esto no deja de ser así: asqueados por los abusos de la soldadesca de Batista, Castro llegó a enjuiciar y fusilar en Sierra Maestra a unos pocos guerrilleros que se atrevieron a engañar a los campesinos. Pero la seguridad, que permite a un turista pasear de noche por cualquier calle cubana mal iluminada, brota también de un patriotismo que a veces parece la réplica –aunque invertida– de la que practica el poderoso vecino del norte. Es casi tan omnipresente la bandera cubana en La Habana, Varadero y Trinidad como el paño de barras y estrellas en Boston o Los Ángeles. Y este resistente orgullo nacional, libre de un complejo de culpa muy presente en el universo hispano, viene de lejos, ya desde una Cuba que era la pieza mimada de la corona española. Se dice que la oligarquía cubana del XIX, a la vez que miraba con ilusión a los estados esclavistas del sur estadounidense, pesaba tanto en Madrid que no necesitaba la independencia.
Más que ningún otro factor, es tal vez este nacionalismo, que la revolución refuerza, el que explica el respeto masivo por el estado y el orden social que éste ha instaurado. Parece que la vocación mundial de la isla es la que le ahorra ese auto–odio que en México o en España toma muchas formas, también en la proliferación monstruosa del nepotismo interno. Hoy por hoy, es inimaginable un policía o un soldado cubano realizando una extorsión a un extranjero o a un compatriota. El repetido antiimperialismo también significa que Cuba no puede reproducir hacia dentro lo que combate por fuera. De ahí las críticas constantes al centralismo.
Mucho antes de los discursos de Fidel en la ONU, de la escena del Ché dialogando con Sartre y Simone de Beauvoir, los guerrilleros de Sierra Maestra suscitan la atención mundial. Y saben que hoy en día, aunque a veces sea para mal, sigue quedando algo de esto. Sin ir más lejos, es evidente que el Vaticano no se ha tomado tantas molestias con cualquier otro estado. Pero la censura de medio mundo es actualmente la tónica. El mismo día que se rechaza a Rajoy en nombre de la democracia, se pronuncia en nuestro congreso el nombre de La Habana como si fuera solamente un exótico lugar y la paz de Colombia hubiera llegado a través de la Academia Sueca. Ignoramos una y otra vez la potencia política de la isla, que sigue y va a seguir por mucho tiempo. ¿Dejaremos otra vez los españoles –excepto Meliá, Iberia y alguna otra empresa– que todo el mundo nos tome la delantera a la hora de ocupar un lugar en esta época de transición, con todo lo que nosotros sabemos de cambios graduales? Somos capaces. A diferencia de Cuba, la marca España no se atreve a una independencia política, y esa falta de audacia externa es lo que presiona para desgarrarnos por dentro. El patriotismo español será un poco vacío, retórico y rancio, mientras no nos recuperemos de una timidez exterior que tiene en casi el entero universo suramericano una expresión preocupante. Se trataría de contribuir, como hace con prudencia el Vaticano –y esto no gusta a todos los opositores–, en la transición a un tipo de democracia social que no tiene por qué parecerse, ni de lejos, a la de los brutales vecinos que viven –armados hasta los dientes– entre Florida y Canadá.
En Cuba subsiste un viejo coraje que hoy apenas tiene representación en esta terciaria nación española que se ha disuelto en Europa. Viejos valores hispanos, incluida la hibridación barroca y la audacia internacional, se conservan más en esta isla antillana que entre nosotros. Por todas partes, en El Vedado, en Trinidad o Cienfuegos, preciosas baldosas castellanas o andaluzas permiten descansar a animales indolentes. Vemos fortalezas ciclópeas, moles de piedra por todas partes para defender la perla del Caribe. Con todos sus crímenes, lo que hizo España, lo que sudó y los hombres que perdió en aventuras incalculables, evoca una voluntad terrenal que todavía se observa en Cuba. Es como si los cubanos representasen, hoy un poco solos y al modo “marxista”, el empuje y la ambición universal que un día tuvo la madre patria al modo “cristiano”. Muy lejos de aquel 98 tan duro para España y para Cuba –que pasó de un amo a otro, no menos cruel–, tendríamos que restablecer puentes de confianza con nuestros hermanos antillanos.
Cuba tiene que encontrar su propio camino para un socialismo de mercado, para un capitalismo de estado, como aquí o allá intentó la socialdemocracia americana y europea en condiciones muy distintas. Y los cubanos, tampoco en esta ocasión, encontrarán en Estados Unidos demasiadas caricias para recorrer esa senda. Tiendan puentes, insiste sin embargo –hablando para la juventud cristiana de la isla– el cuidadoso mensaje del Papa Francisco. Sin duda, puentes en el laberinto de múltiples obstáculos, pues el presente cubano, heredero de una proliferación barroca de cruces, es intrincado. Ellos sabrán salir de este reto actual, como antes han salido de desfiladeros peores. A algunos nos gustaría que no lo hicieran completamente solos.
Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Entre sus libros últimos cabe destacar Votos de riqueza (Madrid, 2007), Roxe de Sebes (Los libros de fronterad, 2016) y La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011). Sobre el freno al pensamiento en Occidente y otras cuestiones afines, el autor ya ha dicho casi todo lo que tenía que decir en su último libro Sociedad y barbarie (Melusina, 2012). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, De Oaxaca a DF. Impresiones de un pasajero inmóvil, Marx en red. (El origen de la religión verdadera), Cuarteto neoyorquino y El cuerpo de la desintegración, y mantiene el blog Crítica y barbarie.
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El tiempo que destruye la isla. Última poesía cubana, por Branca Novoneyra
Cómo Estados Unidos desbloquea la economía cubana, por Iara Mantiñán Bua
Todos son disidentes. (Cuba. Estampas de una isla en compás de espera) y Recordando a Adela en Madrid y La Habana, por Anne Serrano
La guerra particular de W. R. Hearst con España, Cuba y la verdad, por Carlos García Santa Cecilia
La Habana de Pedro Juan Gutiérrez: hedonismo contra miseria y Enrique Meneses: Un madrileño en la Revolución Cubana, por Javier Molina
Fragmentos de Cuba (anteriores al día de hoy), por Bruno H. Piché
Y la fiesta de los gallos cubanos no paró, por Diego Cobo
La reina de Caibarién. ¿Cómo llega un transexual a ser elegido para un cargo político en Cuba?, por Isaac Risco
Los tres exilios de Ciro Bustos, por Lino González Veiguela
Miami, 30 años después del Mariel, por Diego E. Barros
Más allá de Miradas, de Humberto Mayol
Silvio en el Carnegie Hall, por Gonzalo Sánchez-Terán