Se trata de una muchacha y un muchacho que se conocen en Silaca.
Silaca es una playa con casas que parecen sacadas de Asterix: de piedras montadas una sobre otra, piso de tierra que la tía Chabuca afirmaba lanzándole agua en la mañana y pasando la escoba por encima. Techo de paja que pocas veces daba problemas pero algunas veces–como cuando el Fenómeno del Niño del verano de 1983– se inundaba, goteaba todo, y entonces los tíos nos sacaban enmedio de la noche porque nos estábamos mojando. Arreglaban lo del techo, apurados, colocando plásticos encima de la paja.
Ahí. En esa playa que quedaba caminando media hora de trocha en el desierto, entre las piedras, cuesta abajo, desde la carretera Panamericana Sur, kilómetro 590.
La playa está cerca de la antena de radio que cuidaban dos soldados a los que, de vez en cuando, se les veía acercarse al mar, tal vez meterse a nadar. Sospecho que pasaban la mayor parte del tiempo metidos en esa ridícula caseta debajo del armatoste de fierro, la antena. Cuidando que a ningún terrorista se le ocurriera acercarse a meterle bomba.
Ahí en Silaca, una muchacha y un muchacho se conocen. Él estaba apoyado en una piedra leyendo Rayuela, la edición de Seix Barral, la de la tapa crema con la firma de Cortázar. Ella pasaba caminando, mirándolo, burlándose de él. Por qué no la he visto antes, pensaba el muchacho: el que cuenta la historia, que soy yo. Ella se llamaba Bea, mi primera enamorada, la primera chica que me dijo que yo no sabía besar, y que me enseñó. No sé qué pensaría Bea cuando pasaba caminando y me veía leyendo. No sé de qué se reía. Nunca se lo pregunté.
Su padre manejaba un camión. Su madre se quedaba en la casa, dedicada a las niñas. Eran cuatro. La mayor se llamaba Pía, la segunda era Bea, que tenía 16, la tercera debía de tener 12, y había una enana, de 3 ó 4, que las seguía a todas partes. Recuerdo haberlas visto a todas bajando hacia el Bañadero, por la trocha de tierra rojiza, antes de que a Rucho, tal vez a Felipe, o alguno de los Dongo o los Segura, se les ocurriera eso de hacer escaleras, de tirarle cemento a la tierra (lo que no duraría mucho: al verano siguiente ya había muchas piedritas que sobresalían. Si uno bajaba a los pozos descalzo, como yo, siempre era mejor evitar la escalera.)
Sospecho que el negocio del camión sería el transporte de aceitunas. Porque todos en Silaca tenían algo que ver el oro negro que le llamaban. Algunos, como mi madre, habían sido educadas con el dinero de las cosechas anuales. Otros, como la madre de Bea o el padre, tendrían olivos y se asociarían con otros llevando los barriles a Lima, en el camión. Eran años difíciles, esos de los que hablo, pero las aceitunas todavía daban buena plata y era seguro invertir en los árboles.
En ese tiempo no había carretera hacia Jaquí. El asfalto se acababa en la curva de Yauca.
La Panamericana tenía muchos huecos y no sé cómo mis tíos se animaban a viajar desde Lima hasta el pueblo, manejando de noche. A veces yo me despertaba y veía las luces de la Toyota alumbrando los forados en la carretera, entre Ica y Nazca. A veces me despertaba cuando el tío Pancho se bajaba a tomar café, antes del túnel de Palpa, frente a un kiosko con carteles pintados de Kola Inglesa. La señora salía detrás de una cortina del kiosko para atenderlo, venderle café y un par de velas. Mi tió se tomaba el café y se iba hacia la capilla. Yo lo seguía, para prenderle dos velas al Cristo negro crucificado.
A veces mi tío paraba para tomar una sopa de pollo hirviendo, agachado en un puesto, a la salida de Chincha. Una vez me invitó. La sopa más rica que probé en mi vida.
A fines de los 80s afirmaron la trocha de la pampa de Yauca y después encontraron oro e hicieron la carretera a Jaquí. También ensancharon el cerro en la zona de Malpaso y arreglaron el puente sobre el río: los tablones siempre estaban agujereados, había que bajarse para acomodarlos antes de cruzarlo.
Todo cambió cuando encontraron oro. También el negocio de las aceitunas, que se fue al diablo. Aunque la culpa tal vez haya sido de los negociantes avaros, dicen algunos. Tal vez también de la nueva carretera, esa Panamericana que pintaron con tantas líneas amarillas y blancas que ya parecía que no estábamos en Perú sino en Chile.
Lo malo es que movieron los números de los kilómetros y ya no fue tan fácil decirle al chofer del autobús donde uno se bajaba.
Yo me paraba del asiento pasando Tanaka. Le decía al chofer del Ormeño que me iba a bajar en la antena, en el kilómetro 590. Cuando empezaba a caminar trocha abajo, los pasajeros me miraban detrás de los vidrios, legañosos. Se preguntaban qué mierda hacía yo en medio de la nada.
Bea y yo nos besamos después de sacar machas. Mi viejo me dejó manejar la Chevrolet hasta Tanaka. En esos años, si metías los pies en la arena y escarbabas, siempre sacabas machas. Después ya no. No sé si El Niño las mató, aunque sospecho que fue la sobrepesca. Alguna gente a la que no le interesa más que el dinero para las cervezas de la noche, para el trago de la fiesta. Esa tarde habíamos sacado un par de costales al menos y yo manejaba. Bea había estado dando vueltas por la orilla con una tanga de piel de leopardo que apenas le cubría el poto que se zarandeaba cuando ella escarbaba la arena, y que casi no podía con las tetas.
Qué tetas. Ella fue a Tanaka en la parte de atrás, creo que con sus hermanas, pero en el regreso se acomodó al lado mío. Al costado de los cambios. Yo tengo que haber estado al palo. En esa época era un pajero superdotado y las tetas de Bea me habían estado llamando toda la tarde.
En la siguiente memoria que tengo, yo la estaba besando, al lado de la trocha, camino a la poza. Sus hermanas y mis primos nos molestaban por quedarnos atrás. Ahí fue que Bea me dijo que yo no sabía besar. Esa tarde me sumergí con ella en el agua helada del Pozo de los Hombres y le besé las tetas.
Algunos días después, yo dormí sobre el poyo de piedra, afuera de la casa. Mi tía Chabuca había tirado un colchón y una frazada con la que nunca pasaba frío. En la mañana, Bea había venido a despertarme con un beso. Sospecho que ya besaba mucho mejor esa mañana, porque Bea metió la mano debajo de mis shorts, me jaló la pinga y me dijo, con una sonrisa: Buenos días.