La literatura es el arte de la omisión, dijo Stendhal. La cita la da Stephen Vizincey en sus diez mandamientos del escritor. Es un texto nada aconsejable con una primera norma demoledora: “No beberás, ni fumarás, ni te drogarás. Para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes”. Lo curioso es que el segundo es exactamente igual que el primero: “No tendrás costumbres caras”. Hace años leí una entrevista con alguien que daba el mismo titular: “Dejé las drogas y el alcohol porque necesitaba la memoria para trabajar”. Que no recuerde yo quién era el autor es lo de menos.
Los mandamientos de Vicinzey incluyen más curiosidades: ni serás vanidoso, ni serás modesto, y “no adorarás Londres-Nueva York-París”. “Váyase usted a Madrid y póngase a la cola”, decía Baroja cuando alguien le preguntaba qué había que hacer para ser escritor. Trapiello, viniendo a decir lo mismo, fue más claro: “El problema de la provincia es que acaba siendo autocomplaciente. La vida termina siendo benigna, y la gente se acaba conformando”, me contó hace tiempo. De los mandamientos prefiero el noveno, que es mi favorito también en la Iglesia, y por el mismo motivo: “Escribirás para tu propio placer”.
Suelo resistir con escepticismo a los consejos y con cierta algarabía a los mandamientos, y me aplico con cinismo. Tengo muy en cuenta lo que me soltó un veterano periodista de prestigio: “Cuando yo empecé en su oficio, hace ya unos cuantos años, y en el primer día de mi experiencia como plumilla, un redactor jefe, de aquellos que te acojonaban con su voz y te arrugaban de verdad cuando confundías la información con la opinión, me espetó:
-Oye chaval, ¿tú sabes cuál es la definición del periodista?
-No.
-Aquella persona que en los diez primeros años de su trabajo no tiene ni puta idea de lo que escribe, y al que en el resto de su vida profesional no le dejan escribir de lo que sabe”.
A este hombre le debo otro más valioso. Tras conocernos en una visita suya a Galicia, conversamos largamente en mi salón mientras trasegamos vino como si se fuera a pasar de moda, y al salir me disculpé por no haberle enseñado la casa. “Jabois”, me dijo muy serio ya en la puerta, “enseñar la casa es de paletos”.