España tiene grandes problemas con su memoria y con su pasado y por eso no contamos con demasiados grandes museos que repasen nuestra historia, al menos la más reciente, como sí ocurre en otros países. En alguna ocasión hemos mencionado con envidia cómo la Escuela de Mecánica de la Armada en Buenos Aires, la ex ESMA, se ha convertido en un lugar de recuerdo de la brutalidad de la última dictadura argentina entre 1976 y 1983, ejemplo que podría tomarse como modelo para nuestro país. En Budapest, un gran museo da cuenta de la vida de Hungría bajo dominio fascista, primero, y bajo gobiernos comunistas, después, y a las afueras de la ciudad, Memento Park recoge las estatuas comunistas retiradas y un pequeño museo en que se habla de su historia más reciente. En Praga también existe un museo para recordar sus años comunistas. En Atenas es muy interesante el recorrido desde el dominio turco, pasando por su independencia hasta llegar a los años más recientes; o en Roma, el Museo del Risorgimento. En Belgrado o en Sarajevo el recuerdo llega a la guerra de Yugoslavia de los años noventa, sobre todo en la capital bosnia, de una manera estremecedora.
En muchos de estos casos el relato se realiza desde una perspectiva muy militante. Por tanto, según quién sea el visitante, pensará que se hace de manera completamente justificada, o de forma absolutamente irritante.
Pero hay otro modo de contar las cosas. En el antiguo capitolio de Baton Rouge, capital de Luisiana, se recuerda la figura de Huey Pierce Long, que fue gobernador de ese estado sureño de EE.UU. entre 1928 y 1932. Fue un político controvertido y la exposición de su vida se centra, precisamente, en esa controversia: muestra los argumentos de sus defensores (los avances en educación y las inversiones en infraestructuras, las mayores hasta la fecha en su región) y de sus detractores (el fuerte aumento de la deuda pública que conllevarían sus planes, su autoritarismo y sus dejes populistas e incluso mafiosos que llevaron a que fuera objeto de ‘impeachment‘ al año de ser nombrado gobernador), para al final dejar en manos del visitante el veredicto final sobre el personaje, en plan «estos son los hechos y suyas son las conclusiones» de El Objetivo de Ana Pastor.
Aunque lo que en realidad deja son ganas de saber más. Sobre todo sobre su «Share Our Wealth» (Compartir Nuestra Riqueza), un programa que desveló por radio el 23 de febrero de 1934, ya no como gobernador de Luisiana, sino como senador por ese estado, y que, por ejemplo, incluía límites a las fortunas personales (primero hasta los 50 millones y, después, hasta los 5-8 millones de dólares -equivalentes a entre 60 y 96 millones actuales-) a través de un impuesto federal progresivo que después revirtiera o se redistribuyera en la sociedad en forma prestaciones o inversiones públicas. En su opinión, el colapso económico de finales de los años veinte, la Gran Depresión, fue el resultado de la gran disparidad entre los más ricos y todos los demás. Era partidario de la educación gratuita, de las pensiones públicas y de una renta garantizada para las familias con ingresos por debajo de un tercio de la renta media del país. En el mercado laboral, apostaba por la reducción del trabajo semanal hasta las 30 horas, de un mes de vacaciones y mayor regulación sobre la actividad económica y la producción. Y también propuso una moratoria en el pago de las deudas familiares para evitar desahucios. Además, fue muy combativo con la entonces incipiente industria del petróleo. Pese a lo que se pueda sospechar a partir de este bosquejo de ideas, no fue muy amigo de socialistas o sindicalistas, porque pensaba que violaban los principios individualistas impresos en el ADN estadounidense.
Fue objeto de ‘impeachment’ al año de ser elegido y murió asesinado sin que se sepa claramente quién accionó el gatillo que tuvo como resultado su muerte, si el yerno de un juez al que quería destituir por dificultar que salieran adelante sus políticas o si uno de sus guardaespaldas. También se apela al visitante de la exposición sobre su opinión sobre lo que pudo ocurrir.
Los años de Huey P. Long coinciden con los de Franklin Delano Roosevelt (FDR), que fue presidente de Estados Unidos entre 1933 y 1945. A FDR no le gustaba nada Long y, de hecho, afirmó sobre él que era un verdadero peligro. Asimismo, si bien Long al principio apoyó al presidente, después le retiró su confianza, y quienes a día de hoy defienden al ex gobernador opinan que FDR terminó por copiar en gran medida su programa durante sus años como presidente.
Pero a partir de aquí queríamos hablar de cómo la Administración Pública puede contribuir a la memoria o el conocimiento de la historia y cómo, en particular, lo hizo Roosevelt. Bajo su Gobierno, se puso en marcha el New Deal, un programa de inversión pública para que Estados Unidos se recuperara de la Gran Depresión. No sólo incluía gasto para infraestructuras, sino que perseguía poner a trabajar a todos los americanos pertenecientes a cualquier sector de la economía nacional, incluídas las artes. Así, por ejemplo, en San Francisco, en la Coit Tower, se pueden visitar los murales que se pintaron gracias a los programas de empleo para artistas (Public Works of Art Project). En la antigua plantación Whitney, situada entre Baton Rouge y Nueva Orleans, convertida en un museo sobre la esclavitud en ese área de Estados Unidos, se da cuenta de otro programa interesantísimo auspiciado por la Administración Roosevelt: el Federal Writers’ Project. Con él no sólo se lograba dar empleo a escritores estadounidenses en la peor crisis económica hasta la fecha del país, sino financiar una investigación imprescindible sobre el esclavismo en Estados Unidos: Born in Slavery: Slave Narratives from the Federal Writers’ Project, 1936-1938 contiene más de 2.300 historias de vida contadas en primera persona y 500 fotografías de ex esclavos en 17 estados de la Unión.
Y no se puede hablar de Roosevelt sin hacer mención a la Segunda Guerra Mundial, sobre todo si hablamos de Nueva Orleans, que cuenta con un impresionante museo sobre la contienda. El museo comienza analizando el contexto que llevó a la guerra e inmediatamente expone la posición de los políticos y la opinión pública sobre la eventual entrada de Estados Unidos en la guerra. Y aquí vamos a destacar dos cuestiones: en primer lugar, dos discursos de Roosevelt, aquél en el que se refirió a EE.UU. como arsenal de la democracia, en diciembre de 1940, y el de las cuatro libertades, pronunciado el 6 de enero de 1941, ambos antes del ataque japonés a Pearl Harbor (diciembre de 1941); en segundo lugar, el creciente apoyo popular entre los estadounidenses a que su país entrara en la guerra, desde algo más del 30% a mediados de 1940 hasta el 70% en noviembre de 1941, antes de Pearl Harbor.
¿Fue Roosevelt poco a poco convenciendo al pueblo americano de la necesidad de entrar en la Segunda Guerra Mundial? El modo épico en que está contada la historia de la contienda en los inmensos pabellones dedicados al efecto da a entender que la decisión final de entrar en combate después del ataque japonés fue un acierto y, además, decisivo para que fuera posible la victoria de los aliados. Pero no se ahorran contar cosas que sorprenden un poco (quizás algo más de protagonismo de la Unión Soviética, obviamente también fundamental para entender el desenlace de la guerra): por ejemplo, transmitir la opinión de Winston Churchill de que EE.UU. en 1941 estaba infradotado para afrontar batallas de gran calibre en territorio europeo, lo que condenó a los militares estadounidenses a estrenarse en el Norte de África, ni a explicar cómo se llegó a la bomba nuclear bajo designio de FDR y a lanzar dos sobre un Japón derrotado en la práctica, aunque se resistiera a rendirse, algo decidido ya por el presidente Truman.
Si en Nueva Orleans, un gran escenario para los amantes de la historia, no se resisten a explicar los vericuetos de la bomba atómica, los recelos de Churchill por la debilidad militar estadounidense en el inicio de su intervención en la Segunda Guerra Mundial o el esclavismo, tampoco tienen por qué ocultar su guerra civil de mediados del siglo XIX y la cuentan incluso en un Memorial Confederado (el «bando» secesionista y pro-esclavista, el Sur de la serie Norte y Sur), visión que luego se puede completar en el antiguo Cabildo, que habla de las consecuencias de la victoria de los estados de la Unión (o los del Norte), entre las que se encuentra el nacimiento del Ku Klux Klan.
Precisamente, alrededor de el antiguo Cabildo se encuentra en French Quarter, el barrio turístico y de los grandes excesos, pero también el que preserva la doble huella colonial, la francesa y la española.
Como acontecimiento más reciente, el Katrina: a las autoridades de Nueva Orleans no les duelen prendas a la hora de manifestar a locales y turistas que la gestión pública fue un auténtico desastre. Y que las heridas que aún quedan en la ciudad tienen que ver con un mal endémico de la ciudad, del estado y del país: la desigualdad marcada por el color de la piel y por la clase social.
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