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Manhattan

Si no fuese tan puta   el blog de Manuel Jabois

 

He desconfiado siempre de los patrones de nada, y he amado como nadie la vulgaridad insípida de las bellezas marchitas que languidecen en las colas de los supermercados, absortas en aquello que el futuro les prometió: me descubro a veces como el íntimo poeta de su decadencia, dulce testigo de su implacable estertor y de los oropeles perdidos en algún momento de la gran fiesta. Por lo demás, me entusiasman ciertos rostros de geometría exacta, normalmente de labios circulares, de mejillas anchas y cejas largas y oscuras. Los encuentro a ratos en muchachas de diecinueve años, y cuando doy con alguno se desata una pequeña euforia en mi interior que lamento no compartir con nadie, recogiéndome entre el dolor y la nostalgia. Manhattan acoge uno de esos ejemplares violentados por el amor y a los que la vida ni siquiera les da la oportunidad de ser cínicas y despiadadas: esa romántica desdicha teñida de egoísmo. Si tuve algún ideal, probablemente haya sido la adolescente que interpreta Mariel Hemingway. También su rostro había de ser tiernamente descuidado por los años, y en su sangre viajan los fastos a los que dedican su vejez los Hemingway, pero allí estaba el encanto de lo efímero retratado en blanco y negro bajo la angustia de aquella ciudad que Woody Allen describió, mirándose adentro con generosidad, como “dura y romántica”. Suelo recordar la voz de esa chica, las maletas a los pies de un portal, despidiéndose de su primer amor: “Tienes que tener más fe en la gente” o algo parecido, antes del estallido final de planos de Manhattan que devoran la resignación del rostro de Allen, perplejo por la madurez de tan desgarbada y triste belleza.

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