El anatomista
Soy muy vago y hasta que no tengo la soga al cuello por la fecha de entrega no me siento a trabajar. A medida que empecé a escribir para diarios y revistas, fui legando mi voluntad literaria a esa adrenalina de tener que terminar un texto antes del cierre. Los medios no te esperan. Diagraman, editan y, si no entregaste a tiempo, rellenan tu espacio con el texto de otro, y no te pagan. No hay prórroga. Las rotativas tienen su hora de arranque y parten sin vos, como un tren. En ese vértigo, a casi todos los periodistas con los que hablé les sucede algo extraño: el terror de la última hora los hace trabajar, tipear, ordenar por fin esas ideas que estaban rumiando hace días. La nota sale; de pronto, existe. Las frases y los párrafos encuentran su lugar.
El problema llega cuando después el autor quiere retomar sus tiempos personales de trabajo, su novela y, como no hay nadie que le reclame esos capítulos, entonces le parece que tiene la vida por delante para escribir con tranquilidad. Puede tomar todas las notas que quiera, nadie le va a mandar un mail urgente. Y así pasan los años y sigue sin dar una forma definitiva a esas historias. No sé por qué hablo en tercera persona, si esto en realidad me pasa mí. Para empujarse a escribir, Yukio Mishima le pedía a sus editores que le pusieran fechas de entrega para sus novelas. Si no cumplía, se hacía reducir el adelanto. Se imponía castigos. Pero no es un buen ejemplo: terminó haciéndose el harakiri.
No sé si estaré recuperando la fe en mi ficción. Quizá no. Lo último de ficción que escribí lo hice bajo la forma de poesía, en sonetos. No me salía en prosa, no sabía qué recortar, qué dejar afuera, y terminé escribiendo la historia en sonetos, como estrofas por donde iba fluyendo la trama. Había escrito durante años sonetos y esa música estaba en mi cabeza. Entonces la forma me facilitó las cosas, dialogó conmigo, me fue llevando de la mano cuando se me hacía de noche. Y la economía verbal del verso, la condensación de sentido que tiene la poesía, me ayudó a recortar. Lo que no entraba ahí no iba. Así de simple.
Esa suele ser la decisión más difícil en la narrativa: ¿qué no va? ¿Qué queda fuera? El riesgo de la novela es que parece un gran contenedor donde entra todo, el autor escribe y lo tira ahí dentro y se acumula algo que termina siendo una gran pila de hojas. O quizá el autor se vuelve consciente de esa falta de límite y le parece que se le desfonda, se le desmadra la historia, se le va para todos lados y no puede seguir. No hay borde, ni cauce, cualquier situación, o escena, o personaje, puede dilatarse al infinito y ya no ve su libro. Hasta el Ulises de Joyce, que es un libro monstruoso y desbordado, tiene un borde: todo sucede en un día, en Dublín. Ése es su muro de contención.
Entonces, hice correr el agua de mi novela por esos 60 sonetos y así la pude escribir. También es cierto que se publicó por entregas en la revista Orsai, a lo largo de un año. Es decir que tenía la presión del cierre. Ahora que lo pienso, el resultado, llamado El gran surubí, fue la manera más rebuscada que encontré para no escribir. Digo, para no escribir ficción, prosa narrativa. Esa fe casi no está más en mí. Y no sé si volverá algún día.
Las restricciones del periodismo, los textos a pedido, los temas específicos y la extensión limitada, resultaron ser una liberación. Descubrí que las dificultades, los desafíos, me destraban y agilizan. Muchos mails de editores de medios empiezan diciendo: ¿Te animás a escribir algo sobre…? Cómo no me voy a animar. ¿Te animás a escribir sobre lo que te da vergüenza? Sí, ¿cuántos caracteres? ¿Te animás a ir a un convento de clausura para escribir una crónica? Dale, ¿cuánto pagan? Así, de a poco, fui llevando la escritura en direcciones nuevas. El periodismo te saca de tu zona cómoda y te lleva hacia temas sobre los que no sabés ni qué pensás. Te obliga a aprender, a exponerte. La libertad total, el famoso “tema libre”, la escritura automática ilimitada, pueden ser el infierno, una cárcel de máxima seguridad. Dame un punto de apoyo y moveré el mundo. Por más mínima que sea la excusa de trabajo, me sirve para sacarme de mi aislamiento mental. ¿Te animás a escribir un mini ensayo sobre las tetas? OK. ¿Te animás a escribir un texto sobre el culo femenino? Por supuesto. Así me hice nombre de autor que escribe sobre sexo. Las revistas latinoamericanas me pedían notas sobre el tema. Y pagaban en dólares. Era una especie de mercenario erótico, un sexólogo literario. Quizá lo sigo siendo. Pero paré un poco. Además se me agotó la anatomía femenina. No me quedó zona por teorizar.
En esa época, después de once años de dar cursos de redacción para abogados, quería intentar ganarme la vida de otra manera. Primero escribí algunos guiones de cine de los cuales solo se filmó el de La ventana, que escribí en colaboración con el director, Carlos Sorín. Otra productora (para variar) me pidió una historia erótica. Yo no estaba en un momento muy erótico de mi vida y me salió una historia muy oscura sobre la viuda de un escritor. Me fueron pagando a medida que avanzaba, hasta que se dieron cuenta de que no había mucho sexo en el guión. De hecho, en el único momento erótico, el personaje se moría de un ataque al corazón. Se acabaron los pagos, no me contestaban el teléfono. Alguna vez voy a rescatar a esa mujer medio almodovariana que le termina la novela inconclusa al marido muerto.
Un día, finalmente, me animé a largar el trabajo de profesor de redacción. Me entregué a lo que me fueran deparando las propuestas de artículos, notas y columnas. ¿Te animás a subirte a un camión de carga para ver cómo es esa vida en la ruta? Me animo, creo que me voy a morir pero me animo. Pedro, ¿te escribirías diez mil caracteres sobre por qué nos gustan las mujeres maduras? Sí, ¿cuándo cierra? No tenía ni idea a quién apelaba ese “nosotros”, nunca me había puesto a pensar tan específicamente en las mujeres adheridas a ese adjetivo de frutería y sin embargo escribía y me salían cosas inesperadas. De a poco entendí que esos textos no son menos importantes que un cuento o una novela. Demandan la misma energía verbal, las mismas chispas por párrafo. Los textos salían y la plata entraba. Llegaba por rachas, a destiempo, y había que correr transferencias, pero llegaba.
Era raro estar publicado en revistas dispersas por el continente. El público era distinto, externo al circuito cultural. Y además los medios gráficos empezaron a crecer en sus ediciones on line. Mi texto El culo de una arquitecta se sigue multiplicando hoy día en distintos sitios de la web, a veces con mi nombre y a veces con el de mi padre, porque alguien puso “El hijo del prestigioso abogado, Héctor Mairal, escribió este texto sobre…”. Entonces otro alguien, que lo levantó en un portal online, entendió mal la aposición y directamente lo firmó con el nombre de él y una vez lo llamaron de la radio a las siete de la mañana: “Héctor Mairal, queríamos hacerle una breve entrevista sobre su texto El culo de una arquitecta”. Les cortó el teléfono de mala manera… Una carrera de académico en la Universidad de Buenos Aires, años de prestigio jurídico acumulado en su nombre, para que venga el hijo y embarre todo.
Ahí estaban mis cuentos en revistas de todo tipo, algunas literarias, otras sólo glamorosas, en papel ilustración, mis notas entre fotos de autos negros y brillantes, relojes caros, mujeres lacias y flacas, de tetas operadas, cuerpos de gimnasio, hombres lánguidos con abdominales contraídos. En un viaje a Bogotá, al subirme al avión, me puse a leer la revista de Copa Airlines y encontré un cuento mío. Estaba ilustrado y publicado a dos columnas, en castellano y en inglés. Me había olvidado por completo que había mandado ese cuento a la revista de Copa. Todavía no habíamos despegado. Miré alrededor las cabezas de los pasajeros. Toda esa gente quizá iba a leer mi cuento. Quizá la aerolínea había cruzado datos y el piloto sabía y me invitaban a la cabina. Despegamos. No paraba de mirar mi cuento, la traducción, los dibujos, y miraba por la ventanilla. Estaba en las nubes literalmente. Y en otra página veía esas imágenes institucionales que muestran las líneas divergentes de los distintos vuelos de esa compañía aérea y pensaba en toda esa gente leyendo mi cuento en distintos lugares del planeta, mis palabras atomizándose por toda la atmósfera, llegando hasta los países más lejanos… En eso noté que mi vecino de asiento agarró la revista. Muy de reojo vi que llegaba a la página de mi cuento. Ahí empieza y se engancha, pensé, quizá se emociona y yo le digo que soy el autor, o quizá no le digo nada y me guardo mi secreto. Pero el tipo antes de terminar el primer párrafo cerró la revista con el gesto más prosaico del mundo y la encajó aburrido en el bolsillo del asiento frente a sus rodillas. Eso fue todo. Me bajó de un hondazo del Boing 707 donde yo venía volando. Fue una lección de vida.
Inédito.
Ensayo sobre las tetas
Cuando llega el calor, y por toda la ciudad afloran las tetas con su vanguardia prometedora de un tiempo blando, vale quizá entregarse a esa curiosidad primaria que generan las tetas en la vida de los hombres. Primero están las tetas paradigmáticas, formativas. Las tetas alarmantes del cine o la TV. Depende la edad de cada uno. Para una generación fueron las tetas de la Loren en Bocaccio 70, o de Anita Ekberg en La Dolce Vita. Para otros habrán sido las tetas de la Cucinotta en Il postino, o las tetas ya más estilizadas y armónicas de Mónica Bellucci en Malena. El cine italiano siempre fue proveedor de grandes tetas mediterráneas.
Las tetas americanas, en cambio, siempre quedaron en un tercer plano, detrás de las explosiones y los autos chocadores. Estados Unidos no fue ni es un buen proveedor de tetas, a excepción de las tetas de Lynda Carter en La Mujer Maravilla, que eran bastante notables, tetas atléticas, altivas, heroicas, increíblemente controladas por ese corset con estrellitas. Wonder Woman provocó en muchos las primeras inquietudes masculinas, el primer desasosiego, esa terrible sensación de falta, de carencia que nos dejaba temblando ante la tele y el Nesquik, sin entender bien por qué. Pero en general, las tetas yankis suelen ser más silicónicas, como las de Pamela Anderson en Baywatch. O, si son naturales –como en el caso de la morena totémica Tyra Banks– ni tienen gracia ni son sexies. Tyra es tan poco sexy que en su programa invitó a un famoso cirujano plástico para probar, en vivo, que sus tetas eran naturales. El cirujano se las palpó y le hizo una mamografía en directo. A Tyra, emocionada, se le entrecortó la voz explicando que hacía eso porque estaba harta de que dijeran que sus tetas no eran suyas.
A nivel nacional, todavía la Coca Sarli no ha sido desbancada de su puesto de diva exclusiva del fetichismo mamario, con una filmografía entera dedicada a sus tetas panorámicas, sus tetas como auspiciadas por la oficina nacional de turismo, porque asomaban en todos los lagos, las montañas, las cataratas del país, dándole una categoría geográfica a esas tetas exhibidas a la par de la exuberancia del paisaje. Sus largas flotaciones en la hidrografía argentina no tienen, y quizá no vuelvan a tener, un parangón.
Después de las tetas virtuales y mediáticas, aparecen en la vida de uno las tetas reales, quizá todavía no palpables, pero sí visibles. Aquellas tetas que uno vio por primera vez desnudas, en persona, no se olvidan nunca más. Cuando estaba en segundo año del secundario, me llevé a marzo Lengua y literatura y tuve que tomar clases particulares de análisis sintáctico con una profesora que venía a casa. Se llamaba Teresa. Yo tenía quince años y ella no pasaba de los veinticinco. Era diciembre y hacía calor. Teresa venía a casa con unas musculosas sueltas, sin corpiño. Un día, sentados juntos, inclinados frente a las oraciones para analizar, le vi a través del escote las tetas, las puntas de las tetas, los pezones rosados. Sentí una alteración violenta, como si se me frenara toda la sangre de golpe y me empezara a fluir en la dirección opuesta. Ella se dio cuenta y se acomodó la musculosa sin preocuparse demasiado, dejando que volviera a pasar lo mismo varias veces. Tomé más clases, estudié mucho y di un muy buen examen. Nunca me olvidé de las estructuras sintácticas de Teresa. El relámpago clandestino de sus tetas veinteañeras le dio un erotismo a la materia que ningún profesor del colegio lograría infundirle jamás.
La mirada de los hombres dobla. Cuando pasa una mujer con lindas tetas la mirada de los hombres se curva, busca, se inmiscuye a través de los pliegues, a través del escote o los botones mal cerrados, y adivina, sopesa, sentencia. Las mujeres modelan sus tetas como quieren. La ropa puede levantar las tetas, ocultarlas, ajustarlas, transparentarlas, sugerirlas, agrandarlas. Es bueno conocer todos esos trucos, no tanto para no dejarse engañar, sino más bien para participar y entregarse al juego. Las tetas de los años cincuenta, por ejemplo, eran cónicas, eran parte de un torso sólido y apuntaban amenazantes; después, en los sesenta, las tetas desaparecieron un poco de escena en el hippismo de las pacifistas anti corpiño; en los ochenta empezó la fiebre de las siliconas; y ahora las tetas son como globos apretados y empujados hacia arriba por el famoso wonder bra. Hay que tener en cuenta que el wonder bra da forma, pero también rigidez. Y es una lástima, porque no hay nada como ese temblor hipnótico que va a un ritmo diferente de los pasos de la mujer, como un contrarritmo, una síncopa propia de las tetas naturales en acción.
Las tetas tienen vida propia, eso es sabido; no son como el culo, por ejemplo, que se mueve dirigido por su dueño. Las tetas parecen difíciles de controlar. En ocasión de cabalgatas, escaleras y trotes para alcanzar el colectivo, pueden incluso ser graciosas, torpes y poco serias. Algunas mujeres sin embargo tienen la habilidad de dirigirlas. Nuestra deslumbrante Carla Conte, por ejemplo, cuando animaba un Call TV de media noche, sabía hacer un mínimo taconeo entusiasta, un rebote de afirmación, de plena simpatía, de aquí estoy, que le provocaba un temblor hacia arriba que terminaba en una especie de vibración de trampolín a la altura de sus tetas plenipotenciarias de chica de barrio. Un movimiento que le ganó televidentes y que detenía el zapping. Dentro de los cambios evolutivos, que van del homo sapiens al homo mediáticus, la función más importante de las tetas hoy en día ya no es la reproducción sino la capacidad para aumentar el rating.
Pero volviendo a las tetas reales de este lado de la pantalla, ¿cómo se accede a ellas, cómo se alcanzan y develan? Las mujeres tetonas tienen una habilidad, desarrollada durante años, para frenar las manos de los hombres-pulpo. El hombre-pulpo es el que no da abasto, el que ya tiene las dos manos agarrando cada cachete del culo y va por más, porque quiere además palpar simultáneamente la abundancia de las tetas y es como si le nacieran dos brazos suplementarios para alcanzar ese fin. Pero las mujeres tetonas tienen mucha destreza, saben interponer el codo y bloquear todo intento de avance. Hay que aprender que si una mujer detiene una mano no hay que insistir, sino intentar más adelante por otro lado, despacio, sin apurarse. Nunca jamás debe intentarse tocarle las tetas a una mujer antes de darle un beso, porque sería un fracaso (hay excepciones, hay abordajes muy acalorados por detrás que vienen con doble estrujamiento de tetas y beso en el cuello, pero no son muy frecuentes entre desconocidos). En general las tetas se exploran durante el beso, en lo más apasionado del beso. Una vez instalados en ese vértigo, se puede subir una mano por la espalda que explore debajo del elástico del broche del corpiño, pero sin desabrochar nada todavía, en una caricia que llegue a la nuca, que disimule un poco pero que a la vez diga ya estoy acá debajo de esta lycra tirante y no me voy a detener. Si la mujer accede tácitamente (porque nunca hay que preguntar ni pedir permiso) entonces ahí sí, se puede intentar desbrochar, desmantelar la delicada ingeniería del corpiño, desactivar esa tensión tan linda, lo elástico, lo tirante de las tetas sujetadas entre diseños de florcitas y moños. Y entonces llega la verdad, sin íntimos trucos textiles, la doble realidad pura y palpable. Aparecen, asoman en estéreo, se despliegan las tetas en todas sus variantes como ejemplos de la biodiversidad. Tetas duras, nuevas, tetas derramadas, pesadas, tetas blandas, inabarcables, tetas sin caída, sin pliegue como cúpulas altas de pezones rosados, tetas apenas sobresalientes pero halladas finalmente por las manos, tetas enormes y llenas, tetas asimétricas, tetas breves pero puntiagudas de pezones duros, tetas lisas de aureolas enormes apenas dibujadas, tetas chiquitas y felices, tetas tímidas, esquivas o desafiantes, orgullosas, guerreras. Todas lindas, dispuestas para el beso, la lengua, el mínimo mordisco, y provocando una sed desesperada cuanto más grandes, una actitud ridícula del hombre que de repente actúa como un cachorro ciego y hambriento y desbocado.
Y sin embargo esa sed no termina de saciarse. Hay algo misterioso en la atracción por las tetas. Porque, ¿qué se busca en las tetas? Las atracciones de la cintura para abajo tienen un objetivo siempre más claro y complementario, que termina consumándose sin demasiado equívoco. Pero en las tetas, ¿qué buscan los adultos? Que todo sea un simulacro de lactancia no cierra del todo. Demasiado edípico y cantado eso de buscar repetir ese vínculo nutricio con la madre. ¿Y, además, las mujeres qué ofrecen cuando ofrecen sus tetas? Dicen que la existencia de las tetas tiene un propósito de atractivo sexual (además de su fin alimentario). Dicen que al estar erguidas las hembras humanas tuvieron que desarrollar una especie de reduplicación del culo en la parte de adelante de su cuerpo para atraer a los machos. Ése es el fin que cumplirían esas dos esferas a la altura de las costillas superiores: ser un señuelo similar a un culo llamativo. La explicación parece bastante ridícula y quizá por eso mismo –porque el cuerpo humano es bastante ridículo- sea cierta.
Las tetas son insoslayables. Imanes de los ojos. Invitan a la zambullida para pasarse un verano entre sus dos hemisferios. Son más fuertes que uno. Hay una fuerza hormonal y animal que supera todo intento represivo y civilizatorio por no mirar, por no quedar como un primate bizco de deseo. Mirar todo el tiempo a los ojos a una mujer con un buen escote es un difícil ejercicio de autocontrol, es casi imposible que los ojos no se nos resbalen a esas curvas, que no caiga la mirada a la gravitación de la redondez de la tierra. Porque hay tetas que son insostenibles, y provocan incredulidad. Uno mira una vez y vuelve a mirar pensando: “¿Vi bien?”. Y sí, uno vio bien, y esa visión genera una inquietud, una insatisfacción total de la vida, uno quiere entrar en ese mundo blando y suave, uno se siente lejos de esas tetas, desamparado como un soldado en la trinchera.
El anoréxico gusto de la época propone un ideal de mujer flaca pero con tetas, algo raro que se da sólo en casos prodigiosos. Por eso la superabundancia de tetas falsas en los medios, tetas que quedan estrábicas, desorientadas, y a veces un poco ortopédicas. Se exigen mujeres escuálidas que terminan poniéndose siliconas porque sin prótesis presentarían unas tetas apenas protuberantes, tetas de bailarina de ballet; una belleza sutil y sugerida que la tele parece no poder aceptar.
Una regla extraña pero frecuente hace que las tetonas sean chatas de culo, y las culonas sean chatas de arriba. Como si en la repartija hubiera que optar por una u otra opción. La mujer latinoamericana suele ser más dotada de grupas que de globos. La mujer promedio brasilera, por ejemplo, con su mezcla afro-tupí, suele tener unas poderosas pompas brunas y ser bastante chata de tetas. En cambio las mujeres europeas, nórdicas, suelen presentar –como escuché decir una vez en un canal de cable– un volumen mamario importante. Las alemanas teutonas, las suecas, las valquirias escandinavas, son mujeres con toda la vida por delante. Avanzan heroicas con grandes tetas redondas, doradas, divergentes. En Francia se hace más un culto a las tetas que al culo, y sin embargo las francesas –con excepciones normandas que cortan el aliento como la impresionante Laetitia Casta– suelen ser magras, escasas y finas.
Quizá las tetas no sean indispensables, pero dan alegría. Por suerte, las argentinas, gracias al encuentro de las sangres nativas y la inmigración mediterránea, suelen tener medidas armónicas, lo que quiere decir que están bien de todos lados. Y si nos llegara a tocar enamorarnos de una mujer sin tetas, habrá que apechugar, quererla, y echar de vez en cuando unas pispeadas a otras tetas, disimulando. Hay que tener cuidado. Un amigo tuvo un lapsus que precipitó su separación. Su novia, que era muy chata y celosa, se cansó de pescarlo mirando escotes por la calle y le vaticinó: Vos un día me vas a dejar por una tetona. Y él, queriendo arreglarla, le contestó: Sin vos estaría perdido, amor, sos mi tabla de salvación.
Publicado en la revista Brando, Buenos Aires, 2006.
Bajofondo bogotano
Después de almorzar en el barrio de La Candelaria, animado por las tres cervezas Club Colombia, a mi amigo Carlos se le ocurrió mostrarme los bajos fondos de Bogotá. Bajamos, literalmente, desde las laderas de las montañas por las calles coloniales, atravesamos la plaza Bolívar, donde está instalada la carpa de “el profe” que pedía al gobierno que negociara la liberación de su hijo secuestrado hace años por las FARC, y ahí, a dos cuadras del Palacio de Justicia, a media cuadra del Palacio de Nariño, llegamos a la zona que antes se llamaba El Cartucho, y ahora llaman Parque Tercer Milenio.
No sé bien cómo describir esto. Es como si juntaras a dos mil fumadores de paco irrecuperables, al borde de la muerte, y los aglomeraras en un espacio de dos o tres cuadras. Me habían dicho que en El Cartucho sumergían cadáveres en tachos de ácido para hacerlos desaparecer, y que había velorios al aire libre de los que iban muriendo ahí mismo. Lo seguí a Carlos bastante inquieto. “Tú, fresco, Pedro”, me dijo, “no nos va a pasar nada”.
Pasamos frente a unos militares con ametralladora, con cara de “hasta aquí te protejo”, y en una esquina entramos al tumulto. Traté de no hacer contacto visual, incluso traté de no mirar, pero no se podía. Aunque cerraras los ojos el lugar te entraba por la nariz, por el olor a mierda, a roña, a basura ácida. Y el ruido era como una superposición de súplicas roncas, de ofertas de venta de todas las pastas posibles, y ladridos y gemidos. Era un revuelto de perros y hombres y mujeres. Un revuelto gris porque la ropa y las caras y las manos y la basura y los charcos tenían todos un mismo color asfalto.
Íbamos abriéndonos paso entre los cirujas que nos querían vender o pedir o hablar, por una especie de pasillo que quedaba entre la gente tirada, fumando o dormida, unos arriba de los otros. Las melenas piojosas, primitivas. Un tipo apartó la lona de una carpa improvisada con maderas y frazadas y adentro había dos cogiendo (digo “dos” porque no sé bien qué vi). En medio de la gente tirada o sentada sobre basura, había un tipo parado, bien vestido, totalmente consumido, el portafolio entre las piernas y fumando una pipa, la cara congelada en una mueca de carcajada muda.
Cerré el paso sin levantar demasiado la vista, siguiendo de cerca la camisa roja que tenía puesta Carlos. Así llegamos a la esquina. Había más espacio. Un edificio que parecía bombardeado. Un tipo cagando. Otro golpeando un tacho. Empezamos a salir de la zona y respiré aliviado. Cuando estábamos por cruzar la calle, dos tipos de pelo corto, ahí cerca, nos empezaron a mirar. Carlos me dijo “Espera que pasen estos”. Los dejamos pasar. Cruzaron y se nos quedaron mirando. Como veían que no cruzábamos, se fueron. Carlos dijo, “Vamos”, y después: “Espero que no den la vuelta y se nos aparezcan allá más adelante”. Yo ya estaba muy arrepentido del paco tour. No pasó nada pero no sé si era realmente necesario meter el cuerpo ahí.
Seguimos caminando por cuadras de talleres mecánicos; “desguazaderos”, dijo Carlos. Después una zona de travestis que asomaban de las puertas de hotelitos y almacenes. Unos con sombra de barba daban un poco de miedo, otros tenían mejor “lejos”, pero a la luz del sol los esfuerzos de la transformación perdían la eficacia. “Yo me iría yendo al hotel”, le dije a Carlos, pero no me dejó, me dijo que faltaba lo mejor.
Después del barrio travesti, empezaba una zona donde había un puticlub al lado del otro y hoteles donde estaban paradas las mujeres negras y morochas más inquietantes del planeta. “A ver si está Yolanda”, dijo Carlos, “quiero que la conozcas”. Algunas lo saludaban, simpáticas. Él me presentaba: “Este es Pedro, mi amigo argentino”. Las chicas me sonreían. Seguíamos caminando. “Yolanda está todavía más buena. No sé dónde está”, decía Carlos. Entramos a un puticlub medio cerrado, Carlos preguntó algo. No estaba. Había una pasarela vacía, la música fuerte. Entramos a varios lugares, cada vez más concurridos. En la puerta, los tipos de la entrada nos palpaban de armas. Al final nos quedamos en uno. Sonaba una especie de porno salsa, llena de frases con fluidos y devórame y lléname de no sé qué. Muchas mujeres. Remiseros y taxistas sentados solos en mesas atornilladas al suelo. Tipos embotados, sentados de a dos o tres, veinteañeros. “Esos son sicarios”, dijo Carlos siguiendo con el “miedo tour”. Podían ser, no sé.
Fui a mear. No encontraba el baño. Después descubrí que era una especie de macetero vacío, contra una pared de atrás, pero sin división con el resto del lugar. Se meaba ahí, contra unos azulejos por donde caía una catarata de agua, al lado de una escalera por donde bajaban mujeres. Carlos pidió un anisado o algo así. Después tomamos una ginebra que venía en vasos de vidrio grueso. Me relajé contra el sillón. Bailaban chicas, en el caño. Hay como un modelo global de movimientos para bailarina de cabaret, un estilo cinematográfico o más bien televisivo que ya se instaló en el mundo entero. Habría que ver dónde empezó. Debe ser gringo, seguro.
Carlos le hizo señas a unas chicas que se acercaron. Les preguntó por Yolanda. No escuché qué dijeron. Una me miraba, me bailaba apenas, se reía supongo de mi cara de extraviado, de extrañado, de extra. Era una negra imposible, con una de esas minifaldas strech, que son como una banda horizontal y corpiño de bikini. Carlos les dijo que se sentaran. Como eran tres, dos se sentaron conmigo. Sus dos culos pesadísimos cayeron a la vez sobre el sillón y el aire acumulado del asiento me hizo dar un saltito. Me rodearon, me hablaban al oído a la vez. Querían una copa. Pedimos más ginebra. “Ahora viene Yolanda”, gritaba Carlos por encima de la música.
En qué iba a derivar esto. Estoy con mi pasaporte encima, pensé, me tengo que ir hoy a la noche a Cartagena. Carlos le hablaba a la chica que estaba con él. Le hablaba al oído, la miraba a los ojos. Ella asentía, después le decía a él algo al oído. Se volvían a mirar. Sonreían. Me van a matar, pensé. El mozo que traía las copas me decía cosas que yo no entendía. Había que pagar. Fuimos a medias con Carlos, y él pidió más y tomamos más. Las dos chicas me hablaban al oído, “Te vienes conmigo a las piezas”, o “¿Tienes novia en Argentina?”, una y una, de un lado y del otro, como le hacen con dos capotes los ayudantes del matador al toro que no termina de morirse. En un momento, Carlos me miró y me gritó: “Para llegar al paraíso hay que atravesar el infierno, Pedro”. Lo miré riéndose a carcajadas, con su barba y su camisa roja. Es el diablo, pensé, estoy con el diablo mismo. Y recién eran las cuatro de la tarde.
Publicado en el blog El señor de abajo.
Mofongo con churrasco
Empiezo por el final. El momento de deshacer la valija, cuando desmantelo el viaje y lo repaso en pantallazos. Todo es un souvenir involuntario. La línea temporal quedó hecha una maraña, estrujada. Y ahora trato de estirarla de nuevo pero no se puede. La ropa sucia arrugada, los días felices hechos un bollo indiferenciable. La ropa que usé, la que no usé y llevé de paseo. El saco de escritor que quedó como en la foto forense de las prendas de la víctima: retorcido, con manchas de vino de honor, hilachas nuevas, pliegues eternos por permanecer siete horas prensado en el portaequipajes del avión, aureolas del trópico, un hombro con lápiz de labios de una efusiva saludadora (nada que explicar), una manga con tierra de la ventana de la combi, la otra con un botón faltante estallado en un manotazo de carcajada contra la mesa…
Sigo sacando cosas, recuerdos de Puerto Rico. Los libros dedicados, que quién sabe cuándo podré leer. La simpatía con la que los recibí, la pila en la que van quedando. Uno es el gran traidor cuando deshace la valija. Cae la máscara del tipo abierto, el amigo de todos, expansivo, vitalista, y aparece el antipático silencioso, el que no va a escribirle a nadie, el que no va a leer nada. Monedas extranjeras, algún billete que no llegaste a cambiar, papeles con programas, itinerarios y agendas, tarjetas de embarque, tarjetas personales, la almohadita inflable para intentar dormir sentado en el avión, un diploma de bienvenida a una universidad, arena… Si quedó arena en la valija, fue un gran festival. Tres veces me metí en el mar. Nietzsche decía que la antigüedad clásica era un invento de los profesores para ir a Grecia a tomar sol. Nunca más encontré esa cita. No sé si es exacta.
Y quedan las fotos. En las mías rige la melancolía: atardeceres verticales, niños remontando barriletes contra el cielo dorado del morro, las luces de la bahía cuando cae la noche… Incluso es melancólico mi impulso por documentar. Fotos como intentos de agarrarse del aire en plena caída: el color del mar, una gran hoja de almendro, un balcón con la Santa Rita estallada en fucsia, los autores riéndose en la combi, los alumnos entrando al auditorio con su diversidad de peinados afro. Y las fotos que me mandan: el escritor dando la charla, sosteniendo el micrófono como un cantante de boleros, el escritor todavía con su saco impecable disertando en una mesa redonda, el escritor con cara de depravado en la foto grupal entre las estudiantes… Y tengo un video que salió bien: una lagartija inmóvil sobre la piedra de pronto huye, el plano sube y atrás se ve el cementerio marino donde está enterrado el poeta Pedro Salinas, y atrás el mar, una lancha que pasa lenta contra la corriente, las olas que se adivinan rodando desde la profundidad y revientan contra la escollera.
Me pregunto si hay fotógrafos que no den la sensación de estar intentando detener el tiempo con sus fotos, si hay imágenes que hablen de un presente continuo y no de un pasado perdido. ¿Hay tiempos verbales en la fotografía? ¿Alguien habrá podido sacar fotos que parezcan del futuro inmediato? Yo puedo crear un presente continuo con palabras. Mostrar que las cosas suceden mientras las cuento. La palabra es para mí una manera de mantener a raya la melancolía. Puedo hacerlo, por ejemplo, con la primera escapada a la playa, el día en que me invitaron a dar la charla en la Universidad de Puerto Rico en Carolina. En un auditorio enorme me presentaron, habló la decana, tocó el piano un profesor a modo de “obsequio musical”, leí textos, contesté preguntas de los estudiantes, almorcé con rectores y profesores, di una entrevista en la radio y pedí disculpas porque me tenía que ir al hotel a escribir. Eran las cuatro de la tarde. Lo de escribir era una mentira temporal, que se volvería verdad tarde o temprano. Si iba a la playa, iba a tener algo que contar.
* * *
Ahí estoy, en mi presente: un porteño blanquito parado frente al mar. Es la playa de Ocean Park, una línea de edificios bajos, costeros, palmeras, arena blanca y olas. No hay nadie, es un martes nublado. No traje nada. Remera, zapatillas y la plata justa para el taxi en el bolsillo del traje de baño. Hace como tres años que no me meto al mar. El horizonte turquesa llega hasta la orilla en una rompiente arenosa, revuelta. Hubo amenaza de huracán hasta ayer y el agua quedó como malhumorada, sin poder liberar la energía del temporal, trayendo cosas desde las profundidades, arena, caracoles, algas, ramalazos de agua turbia. Una vez, la escritora boricua Mayra Santos-Febres me dijo que a mí me rige y me protege la diosa Iemanyá, la diosa del mar. A ella me entrego entonces, primero con cierta dureza, peleando contra las olas, tratando de evitar el mazazo del agua. Estoy rígido y por lo tanto frágil, cayéndome y levantándome a cada rato. Después me dejo zamarrear por Iemanyá, no lucho más, juego como un chico, total nadie me ve, las olas me empujan, me revuelcan y no me duele, me sacan a la orilla, me llevan hacia adentro donde no hago pie, me vuelven a sacar, y me relajo, me ablando, me hago espuma. Soy hijo del mar, soy el mar. Soy esto que estoy contando, sin una gota de melancolía, todo presente en la playa, mientras pasan sobre mi cabeza unos pelícanos, casi rozando las olas con la punta del ala.
La punta de la lengua, donde brilla el presente eterno. La luz del día. Traigo los cielos, las nubes. Las detengo. Las dejo seguir volando al sur. Como Próspero, con plenos poderes, desvío el huracán de mi relato.
Hay experiencias que permiten sentir el pulso del planeta: meterte al mar, dejarte llevar por un río calmo (nadando o en un bote), pescar, remontar un barrilete. Se siente una fuerza que no se parece a nada; no es animal, ni artificial, ni humana. Es una fuerza viva que no está viva. Eso es lo extraño. El hilo del barrilete o la línea de pescar se tensan, transmiten una vibración a la mano, un latido, los últimos coletazos de la gran tormenta cósmica que formó los planetas. El aire y el agua se siguen moviendo. Uno se entrega, mínimo y flotante, a esa energía. Algo así es meterse al mar. Te limpia, te serena, te cansa, te sincroniza con todo lo que se mueve a la velocidad exacta de la Tierra.
Por eso tenía que escaparme. Y de paso, para agradecerle a Iemanjá, renuncié al taxi y me tomé una cerveza que pagué con mi billete mojado. El tipo que atendía el puesto lo colgó de un broche junto a los banderines de baseball. Se ve que es algo que pasa seguido. Me tomé mi cerveza con los pies en la arena y después esperé la guagua que tardó media hora en venir pero me depositó cerca del hotel por un dólar fifty. Así hablan los boricuas. Nolmal.
* * *
Puerto Rico es como Cuba, pero acá perdió Fidel. Ganaron los Kennedy y los Bush. La gente es latina pero el sistema es norteamericano. Es Cuba con autopistas y Starbucks, Visa, Domino’s Pizza, Wallgreens. Good morning how can I help you. Los boricuas bailan salsa dentro de todos esos franchisings, mueven el culo y cogen arriba-abajo-alrededor del McDonald’s. Estado libre y asociado, lo llaman. Cuando intenté pagar el protector solar en las cajas automáticas del CVS, elegí la opción español y una voz grabada de mujer, que pretendía ser amable pero era temible, me repetía “haga lo que le indica el sistema”. Al final, me puse nervioso y preferí no comprar nada. Así descubrí que la resolana también quema, rostiza pero sin fuego, desde adentro, como un horno a microondas.
Llegué temprano a San Juan, antes que los demás escritores invitados. Al principio estaba solo en el hotel, entre gringos en bermudas, rosados y gigantes, que desayunaban huevos revueltos con panceta y chorizo. A la mañana siguiente en el lobby vi a un tipo vestido con jeans, camisa, saco de lino y mochila. El uniforme de escritor para países cálidos. Nos reconocimos de lejos, como gemelos separados al nacer. Estás por el Festival de la Palabra. Sí, tú también (no fueron preguntas, fueron frases afirmativas). Ricardo Gómez, narrador español, me cuenta que vive en las afueras de Madrid y viaja a la ciudad cada tanto para hacer trámites y reunirse con amigos a media hora de tren. Parece un tipo feliz, al menos puesto en el hotel del viejo San Juan, parece bien dispuesto. Después llegarán más españoles, y colombianos y mexicanos y compatriotas con los que conformaremos la hermandad del Barrilito, el mejor ron de la isla.
Una isla de piratas. Y ahora piratas protestantes. Piratas metodistas. Qué mezcla más rara. El Caribe siempre es así. La cruza. La mezcla bizarra y poderosa. Las mujeres lo llevan en la sangre: taínas + españolas + africanas. Díos mío. ¿A qué inspirado barman del ADN se le ocurrió semejante cóctel molotov? Atrévete, decía Calle 13 en su buena época, aquí to’a las boricuas saben karate, ellas cocinan con salsa de tomate, mojan el arroz con un poco de aguacate, pa’ cosechar nalgas de 14 quilates. Digamos que europeos y sudacas funcionan habitualmente a 110 volts, y cuando llegan a Puerto Rico los enchufan a 480. Beben, bailan, cuentan todo, se ríen a carcajadas, se pierden en la noche, de golpe quedan hechizados, la mirada perdida, tratando de entender. Pero no se descifra. Nunca lo entenderemos. Ni escribiendo crónicas de viaje con el signo de pregunta como un halo iluminando la cabeza.
Yo di charlas, hablé en mesas redondas, dialogué con estudiantes, con escritores locales, leí poesía frente a muchas personas, almorcé con escritores cubanos, dominicanos, franceses, alemanes, coordiné un taller de narrativa, bailé salsa para sumar otro momento heroico a mi antología del papelón… Alguien debe tener esa foto del escritor sudado en la euforia del ron (recuerdo el flashazo). Pero cortemos ahí. Tengo que decir algo: mis viajes se pusieron más prudentes desde que me inclino a la monogamia. Una vez en una fiesta, mientras mirábamos bailar a las mujeres más hermosas, un amigo casado me dijo al oído: Peter, me siento como un león atado con piolín de fiambrería. En eso, su mujer lo agarró de la mano y se lo llevó al centro de la pista. Ella bailaba mal, mordiéndose el labio, poniendo caritas, haciendo mohínes de monja pícara. Primerísimo primer plano de la sonrisa helada de mi amigo.
¿Qué querés decir con eso? Quiero decir que no se puede vivir la monogamia como un estado de frustración constante. Al casado que se queja porque no coje, lo agarrabas antes de soltero y se quejaba exactamente por lo mismo. No le eches la culpa al casamiento, amigo, no lo uses de escudo para proteger tu orgullo. ¿A quién le estás hablando? No tengo ni idea. Me estoy enredando solito en esto. A lo que voy es que hay una parte de uno que sigue intentando seducir, aunque esté en pareja, y cada quien decide hasta dónde llegar. Algo así. Por ejemplo, para salir del plano teórico, voy a hablar de la anestesióloga.
* * *
Rebobino hasta el vuelo de Panamá a Puerto Rico, o un poco antes, cuando estaba yendo a la puerta de embarque y, delante mío, la vi. Iba haciendo perfecto equilibrio sobre unos tacos agudos (ella, no yo) y tenía piernas larguísimas. Se había deslizado dentro de unas calzas negras que brillaban tirantes en la luz del aeropuerto. Usaba una blusa de leopardo. La coleta de su peinado alto subrayaba con un latigazo vivaz cada uno de sus pasos. Coincidimos en la misma puerta de embarque. La miré acomodar sus cosas. Tenía una cara y una edad indefinidas. Quizás más de cuarenta. Estaba en el punto más alto de la auto exigencia femenina (cirugía, maquillaje, peluquería, manicura, ropa muy cara…). Más producción que la película Titanic. Y todo eso, trepado en la altura de un superyó con zancos, sus Ferragamo asesinos de cabritilla italiana. Un empleado de Copa Airlines se nos acercó. Tendríamos una leve demora hasta que confirmaran que salía el avión, porque había alerta de huracán. El huracán lleva tu nombre, se llama una novela de Jaime Bayly. No la leí, pero es un buen título.
Todas las mujeres son hermosas, aunque a esta le daba más trabajo. Pensé que podía ser amante de un político, o prostituta vip, cosa que después se reveló como mi puro imaginario machista. Me dio curiosidad y, cuando ya estaba sentado en el avión contra la ventana y vi que se acercaba, pensé zas, y la senté a mi lado con una telekinesis infalible. ¿Veintitrés B?, preguntó. Sí, es acá, le dije. Las mujeres que vibran tan alto me alarman un poco. Quedé mudo. Todavía tengo en mi libreta las notas que simulé que tomaba. Se parecen a las cosas que anotaba cuando, en el programa de televisión que hice hace unos años, tenía que simular ante la cámara que tomaba apuntes en mi cuaderno rojo de viaje.
Una regla indica que en esas situaciones de proximidad azarosa hay que hablar enseguida. Decir cualquier cosa. El asunto es evitar el silencio que se va a ir interponiendo como un vidrio a medida que pase el tiempo. A mí no me sale eso. Pero igual me lancé:
—¿Sabés algo del huracán?
—No, no me han dicho nada.
Eso fue todo. Y quedamos los dos mirando hacia adelante, callados.
Estaba fuerte el aire acondicionado en el avión. Empezó a hacer mucho frío. Me pegaba en la nuca un chiflete del polo. De reojo, vi que ella leía unas fotocopias de un libro con imágenes médicas. Tiene que estudiar, no la interrumpas. Se sacó los estiletos. En un momento se estremeció por el frío. Le pedí a un comisario de abordo dos mantas. No dije nada más. Cuando las trajeron, le ofrecí una a ella.
—Qué amable, muchas gracias –me dijo.
El avión despegó. Yo ya me había terminado mi libro en el vuelo Buenos Aires–Panamá. Anoté cosas, lecturas posibles en la charla del día siguiente. También anoté con caligrafía ilegible: “Medio cansado de las intelectuales con barba de tres días. Esta mujer está fuera de mi radar, fuera de mi liga. Todo en ella es demasiado”.
—¿Usted viaja por turismo o por trabajo? –me preguntó de pronto.
Me trató de usted, a la manera colombiana.
—¿Sos colombiana?
—Sí, de Medellín.
Hablamos de la mejoría de Medellín, del Metro Cable, de mi viaje ahí como jurado en 2013. La figura del escritor invitado a festivales no la impresionó. Se mostró muy dudosa, desconfiada de mi supuesta fama. Quizás, si había aflojado un poco, fue sólo por mi rol de hombre protector, proveedor de abrigo en medio de los cielos inhóspitos. Ahí estábamos, en esa especie de intimidad de cama matrimonial de los dos asientos juntos un poco recostados. Ella tapada con la manta hasta el cuello. Yo con la manta a la cintura, a lo macho. Envolverme como en un poncho, por más que fuera lo que realmente necesitaba hacer para sacarme el frío, me pareció poco viril. De haber estado solo, me hubiera tapado hasta las orejas.
Hablamos, cenamos. ¿Chicken or pasta? Temas que tocamos: las dificultades del destierro, las diferencias socio culturales entre Puerto Rico y su país, la violencia jurídico-sicológica que implica el divorcio, la religión y la literatura respectivamente como refugio en los momentos difíciles, la existencia de Dios, la salud pública… Era muy seria. Mis desvíos de la conversación hacia subtemas más jodones duraban un solo volantazo; ella en seguida volvía a su tono de cordialidad informativa.
Tenía una cara indescifrable. En la gente operada a veces trato de adivinar la cara anterior, la real. A veces quedan vestigios, pero en ella no. Se le notaba un falso tabique plástico bajo la piel. Y sus reacciones faciales no eran del todo humanas. El lenguaje gestual fallaba en varios puntos de su cara. En esas situaciones de charla entre extranjeros, se supone que el terreno común de lo gestual repone gran parte del sentido de la comunicación. Con ella no pasaba. Por momentos no entendía lo que me decía. Su acento paisa me dejaba zonas borrosas y su cara mandaba mensajes marcianos. Yo decía: Sí, claro, claro.
De pronto se mostró muy interesada en el festival literario, y preguntó si era abierto al público y si podía ir. Me dio su mail para que le avisara, así venía el fin de semana a escucharme. Ahí quedó su correo electrónico, al pie de mis divagues caligráficos. Se llamaba Gloria y me reservo el apellido. Parecía una mujer muy sufrida. Anestesióloga profesional (muy distinto de anestesista, según me dijo). Gloria no había venido al mundo para divertirse. Después de un rato, algo en ella daba un poco de miedo. Muy religosa, muy remilgada, muy severa. En un momento me dijo que ayudaba a la gente a morir dignamente. Eso no me lo esperaba. Me tapé hasta el cuello con la manta, hasta me dieron ganas de pedir otra.
Cuando salimos del avión, retrasó un poco sus pasos para esperarme y recorrimos juntos el laberinto del aeropuerto hasta migraciones. Las agujas de su oficio, las agujas de sus tacos. La gente es mucho más rara de lo que uno se imagina.
Puerto Rico, al llegar, nos mostró su cara gringa. ¿Puedo ver su visa?, ¿qué viene a hacer?, ¿quién lo invita?, ¿usted es escritor?, ¿va a trabajar?, ¿dónde se hospeda?, ¿cuándo se regresa? A Gloria la llevaron a una oficina. Al pasar la vi ahí sentada, esperando. Cuando me vio, me devolvió la sonrisa más triste del mundo. Le tiré un beso con la mano, un beso de Judas cool, que atravesó el vidrio blindado: no pensaba involucrarme en su demora migratoria, me fui, histérico, triunfal, Don Juan del Aire, algo en mí se creía que la dejaba muerta, esperando mi mail que nunca llegaría, porque una vez que me subí a la combi me entregué al Festival, me olvidé de ella y nunca le escribí para invitarla.
* * *
O no me olvidé tanto, porque en un bar, tomando unas cervezas, le cuento a Mayra Santos y me dice: Chico, si faltaba que te aventara los pantys en la cara (así habla Mayra). Era la Muerte, le digo, le saqué el mail a la Muerte. No le sacaste nada, me dice Mayra, te lo dio. Qué miedo, mejor pidamos comida.
Es la cuarta vez que voy a Puerto Rico. Y algo en la isla siempre me deja transubstanciado en la luz caribe. Me siento medio boricua ya. Tú tienes un demonio Changó trepado en el corazón. Mayra es mi médium afro, mi babalau, mi poetisa vidente. Cuando me traen el plato que elegí, ella me dice: Ahí estás tú, mofongo con churrasco, Pedrito. Se ríe. Mi parte argentina, mi parte afro-boricua. El mofongo está hecho con plátano verde frito machacado y queda muy bien con la carne. Puedo hablar de cualquier cosa con Mayra. Juntos deshojamos margaritas, divorcios, cuentos de los hijos, proyectos mafiosos, libros sin terminar. Entonces le cuento lo que hice antes de salir de viaje (y así termino por el principio): el domingo, un día antes de tomarme el avión a Puerto Rico, me levanté temprano y me puse a cocinar. Ya había comprado todos los ingredientes. Trabajé concentrado como chef de restorán. Primero hice un wok de verduras y en simultáneo un tuco para unos fideos. Lavé todo. Puse una carne al horno y, mientras se cocía, hice un pollo al curry que perfumó toda la casa. Volví a lavar ollas, cucharas y cuchillos. Los dos últimos platos fueron por un lado un guiso con arroz y por otro un guiso de lentejas con panceta y chorizo colorado. Estuve toda la mañana cocinando. Quedaron seis tuppers con los seis platos y sus respectivas etiquetas en el freezer, para mi mujer, para cada uno de los días que yo no iba a estar. Le muestro a Mayra la foto y le digo: Eso es amor, ¿o qué? Y me dice: Eso es culpa, hijueputa.
Inédito.
Estos cuatro textos pertenecen al libro Maniobras de evasión que, seleccionados y editados por Leila Guerriero, acaba de publicar la Universidad Diego Portales.
Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) es autor de novelas como Una noche con Sabrina Love (premio Clarín en 1998, llevada al cine dos años después), El año del desierto y Salvatierra; el libro de cuentos Hoy temprano, y poemarios como Consumidor final y Pornosonetos. En 2011 condujo el programa de televisión sobre libros Impreso en Argentina. En 2013 publicó El equilibrio, recopilación de las columnas es escribió durante cinco años para el diario argentino Perfil, editado en 2014 en Chile con el título El subrayador. En Twitter: @MairalPedro