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Manolo


 

Presagié que iba a ser una madrugada mala y triste y así fue. Sabía de su grave enfermedad e imaginaba que tarde o temprano llegaría. Qué cruel paradoja, morir de cáncer de pulmón una persona que se descomponía con el humo y ordenaba abrir ventanas para airear los olores de tabaco. A lo mejor en su juventud fue fumador empedernido y como tantos conversos se hizo beligerante y se alistó en la brigada contra la nicotina.


Me fijé que sobre su mesa había un ejemplar de un libro sobre inteligencia emocional, cuyo autor, un norteamericano, logró un gran éxito mundial. Nunca lo comentamos. A mí me faltaba esa cualidad, y me falta, y a él a lo mejor también. Creo que sí, pero no estoy completamente seguro. De ahí que algunos de esos que hacen juicios expeditivos le consideraban arrogante y hasta despectivo. Nada más lejos de la realidad. No lo conocían ni tuvieron paciencia por conocerlo.

 

Había que hacer un esfuerzo y un poco de habilidad para entrar en su mundo, derribar esos muros tan altos como su figura. Pero una vez que lo lograbas, disfrutabas y aprendías de sus conocimientos, de sus anécdotas ricas, serias o humorísticas. Te confesaba que a él lo que le gustaba era el mar, su barquito, y su afición por arreglar muebles en el garaje de su casa de Bruselas.

 

Sí, porque allí lo conocí un buen día y con él trabajé durante un año. Yo era un anónimo para él, pero me necesitaba como periodista, consciente sobre todo de que pertenecía al club selecto del grupo Prisa y a su buque insignia, El País. Decía que se había expuesto demasiado defendiendo ante sus colegas los intereses de Polanco y Cebrián en su batalla por tener un canal de televisión de pago. Nunca se lo agradecieron suficientemente. No me sorprende habiendo trabajado más de veinte años en esa casa.

 

Me entrevistó en Madrid. Apenas me dejó hablar. Yo era del club y con eso le bastaba. Me contó que estaba un poco cansado de estar fuera de España, que quería regresar pero antes de ello viajar por los países latinoamericanos defendiendo el concepto de Europa y el fortalecimiento de las relaciones con el subcontinente americano.

 

Muy orgulloso y no poco satisfecho, una vez me reveló que Chirac se le acercó en un receso de una cumbre para reprocharle sus denodados esfuerzos para que un día se alcanzara un acuerdo con los países del Mercosur sin importar el daño que causaría a los agricultores franceses.

 

Siempre lo mismo, se lamentaba. La miopía de defender los intereses nacionales por encima de los europeos. Pienso que era un federalista, pero por encima de todo  y desde luego un europeo convencido. En Bruselas me convertí al europeísmo gracias a él.

 

Hablaba con nostalgia de la época de Delors y de las cumbres con Kohl o Felipe González. Admiraba a éste. No estoy hoy tan convencido de que éste admirase a aquél. “Ya se sabe, Manolo, es la persona ideal para los funerales”, afirmaba con ironía el dirigente socialista. Consideraba que los líderes europeos de finales de los noventa no estaban a la altura de los de los ochenta. Pobre. ¡No sabía que los del nuevo siglo iban a ser aún peores y que la mediocridad abundaría!

 

Parecíamos don Quijote y Sancho Panza cuando íbamos por los pasillos de la Comisión o entrábamos en el Parlamento Europeo, institución que menospreciaba, lo que le costó bastantes quebraderos de cabeza. Él, alto, delgado y barbudo; yo, pequeñito y con tendencia a la redondez, tratando de aligerar el paso para no perder distancia.

 

Bromeábamos cuando hablábamos de sus compañeros en la Comisión y se reía mucho cuando bauticé al entonces presidente, Jacques Santer, como el Gran Timonel. Este conservador luxemburgués fue uno de los políticos más grises y nefastos que se recuerdan en Bruselas. Pasó a la historia por ser el primer presidente del Ejecutivo comunitario obligado a dimitir. Él y todo el equipo de comisarios.

 

Fue una noche de cuchillos largos, si bien era una muerte anunciada. La corrupción había salpicado de lleno. En algunos casos de manera muy injusta. Eran tiempos en que los calvinistas del Norte gritaban “corrupción, corrupción” ante cualquier irregularidad por mínima que fuera. Claro que abusos los hubo, por supuesto.

 

Días, semanas enteras, dejándome la piel por defender el buen nombre del jefe y de su honradez, algo que estaba fuera de duda. En ese periodo odié a no pocos periodistas y me decepcionó su tendencia a hacer juicios sumarísimos sobre la conducta de los comisarios. Desconocían todo pero hablaban de todo. Algunos ignoraban incluso la cartera que tu jefe desempeñaba o te preguntaba sin punto de ironía si viajaría el siguiente fin de semana a su castillo en La Mancha.

 

La prensa británica acertó cuando lo describió como un hidalgo atormentado. A veces exageraba viendo molinos pero no se equivocaba al final. Presagiaba que la ampliación a los países del Este no aportaría grandes frutos y que el peligro siempre existía con la amenaza de los británicos de marcharse un buen día de la Unión Europea.  

 

Quienes hemos sido educados en la religión católica tenemos el pudor de ensalzar a las personas que han muerto y esconder sus fallos. No olvido algunos incidentes serios que tuve con él a causa de su rigidez, inseguridad y displicencia con el subordinado. En general, la gente de poder adolece de ello.

 

Sin embargo, Manolo era un tío cabal, honrado y concienzudo en el trabajo. Eso a veces le hacía tener pocos amigos. Odiaba el compadreo, la falsa sonrisa o el elogio exagerado. Era tímido y en cierto modo un solitario, por eso me resultó sencillo empatizar con él. Jamás olvidaré su último día de trabajo. Era presidente temporal de la Comisión. Nadie le despidió a la salida. Ni siquiera los miembros de su gabinete. Me llamó a mí y nos fuimos a comer una pizza con su galesa, competente y fiel secretaria.

 

 

Siento que parte de mi vida se me escapa con la desaparición de Manuel Marín. La parca se lo ha llevado demasiado pronto.

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