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MANOLO JIMÉNEZ Y LA BANDA ANCHA

Era uno de esos tipos bragados cuando jugaba al fútbol. De esos laterales de antes que inventaran el carril-bici que siempre mordía los tobillos, sacaba de banda, soplaba en el cogote de quién le pisara la parcela y, muy de vez en cuando, sacaba un centro para que el palomero lo rematara a la red. Manolo Jiménez, entrenador del Sevilla, pertenece a esa infausta generación de futbolistas españoles de primeros de los ochenta que nunca tuvieron premio ni nada parecido, cuando el fútbol español era una cenicienta en el mundo, pero que llegaron al banquillo con ganas de reivindicar aquellos años de hambre atrasada y anacronismos perennes. Le he visto estos días en tres confrontaciones contra el Barça dirigiendo a un equipo bravucón y que, pese a las bajas, mantuvo el tipo, pero sobre todo me he quedado con su derroche de energías ahí en la banda, dirigiendo cada movimiento como si fuera un entrenador de balonmano, marcando los tiempos muertos y metiendo a la tropa en cintura como muy pocos. Un deleite para cualquier hincha y una pesadilla para el rival.

 

En esto del fútbol hay varias maneras de sentarse en el banquillo: la de Jiménez es precisamente no sentarse sino sacar el rottweiler que lleva dentro y mandar en toda la banda. Recuerdo a Rijkaard, por ejemplo, que daba la impresión de haberse fumado cuatro porros y ver la hierba como un océano de placidez; pertenecía a la escuela estoica del balompié, los que creen que la suerte está ya echada antes de pisar el terreno de juego. Jiménez se desgañita como su maestro Caparrós, ahora un hombre feliz en Bilbao, dónde la parroquia entiende que sin ánimos y sin lluvia no se pueden ganar los clásicos como este último al Madrid. Un golito en el minuto dos y a remar hasta que el árbitro pite el final de la contienda. A veces suena la heroica y los Ronaldo de turno conocen en sus carnes el esplendor inexplicable de la Catedral, una fe rancia que sigue pregonando su fe.

 

Jiménez ha ganado una eliminatoria copera al Barca pero tiene el equipo diezmado por las ausencias y las lesiones, sin embargo se adivina desde el sombrero Borsalino de su presidente que este Sevilla da guerra a todo Cristo, incluso jugando con los chavales. Un señor equipo, que además tiene algo que había sido desterrado por muchos del fútbol moderno pero que se me antoja imprescindible: un juego de bandas eléctrico, un puñal con Navas y Capel, aunque este último a veces confunde el tocino con la velocidad y se le ve que es uno de esos especímenes ibéricos que no levanta demasiado la cabeza.  

 

Me complace de vez en cuando ver ese componente estajanovista del fútbol en casos como el de este Sevilla de Jiménez. Una defensa de tacos afilados, un centro del campo de chacales, dos bandas extremistas y arriba esas dos luminarias que son Luis Fabiano y Kanouté. Me recuerda mucho al primer Chelsea de Mourinho cuando un balón perdido provocaba una transición vertiginosa que era medio gol. Recuperar y morder, recuperar y morder. Hay otros modelos más vistosos como el Guardiola, arquetipo actual de las bellas artes, pero para ejercerlo hace falta una orquesta de virtuosos como la que ha reunido, sin ella es imposible la aventura. El Sevilla, en cambio, es de esas escuadras que saca petróleo de la presión y aunque lleva una temporada incierta (y en la Copa del Rey todavía queda mucho por hacer) hay que situarle  entre esos equipos que dará guerra en la Champions y que forma parte de esos escasos placeres de la Liga española cuando se juega en lo más alto de la tabla.

 

 

 

 

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