La arquitectura es la piel de nuestra intimidad, el don más preciado que poseemos, tanto que cuando lo perdemos, sale de nuestra vida la dignidad. Entre los juguetes infantiles, las arquitecturas de madera eran cosa de niños, como los coches y los trenes; para las niñas las únicas casas que habían eran las de sus muñecas, con su salón y su cocinita, con sus cacharritos, sus camitas por hacer a diario… Los niños éramos educados para crear edificios y las niñas para decorarlos y limpiarlos por dentro. En el mundo de los recortables de papel coloreado también había sexismo, si las niñas tenían sus “mariquitinas” (muñecas-niñas de papel a las que podían ponerles y cambiarles sus trajes, también recortables), los chicos contábamos con las impresionantes arquitecturas de papel para ser construidas: preciosas y armónicas cabañas suizas, suntuosos palacetes palladianos, o chalets aerodinámicos con piscina de riñón en el jardín privado.
Yo adoraba las arquitecturas recortables, me encantaba el proceso de trasladar la hoja plana a lo tridimensional, construir sus fachadas y tejados, y aunque fueran casitas de fina cartulina, no dejaban de resultar un gratificante simulacro de arquitectura puesta en pie. Aunque también disfrutara ayudando a mi hermana a recortar sus muñecas de papel y sus respectivos trajes. Ella siempre se quejaba de que las que yo recortaba quedaban mejor que las suyas. Pero eso sólo se debía a que era cinco años menor, y no había tenido tiempo de practicar tanto como yo.
Pasados muchos años, un gran amigo mío -médico granadino- que sabía de mi afición y pasión por la arquitectura, una mañana, dando un paseo por nuestra amada Granada, me regaló -de improviso- una espléndida carpeta de 80 X 50 (editada por el Colegio de Arquitectos de Granada) encuadernada con papel de aguas violeta y tela negra en los cantos y esquineras, que contenía una colección de arquitecturas recortables de cuatro edificios arquetípicos de la capital granadina: la iglesia de Santa Ana, la Casa de los Vargas, la tristemente derruida Casa de la Lona, y un hotelito del paseo de la Bomba. ¡Menudo tesoro me había regalado mi amigo! Gracias a él, iba a tener la oportunidad de construir yo mismo algunos de los edificios más primorosos de Granada la bella, como la llamaba Ángel Ganivet. Viví mis años de universitario en ella, y nunca me he desligado de la ciudad por motivos familiares, aunque resido y trabajo felizmente en la capital del reino, desde hace casi una mano de décadas.
Sin embargo, nunca llegué a construir las preciosas arquitecturas de papel que me regaló mi querido amigo Bauto Egea (hermano del tristemente “autodesaparecido” poeta granadino, Francisco Javier Egea). En aquellos años yo andaba tan absorto por el teatro, el periodismo y la edición de revistas artísticas, que nunca encontré la ocasión de “sacar” tiempo para convertirme en el arquitecto fingido de aquellos ilustres edificios granadinos. Y aunque tuve la intención de ponerme por fin a ello, cuando me dio un infarto -hace ya más de quince años- y disfruté de una prorrogada baja laboral que me lo hubiera permitido, preferí construirme un jardín de piedras en mi terraza, para meterme dentro y contemplar los amaneceres, crepúsculos y noches de luna llena, derramándose sobre el suculento perfil arquitectónico del Madrid de los Austrias.
La enfermedad, a pesar de todo, parece tener su parte constructiva, y a los resultados me remito. Gracias a que a mi hermana pequeña -mi única hermana, la joya de la corona de la familia- le fue diagnosticado un cáncer de mama el pasado mes de mayo (¿quién puede recibir la noticia de ser portador de una enfermedad letal en mayo?, cuando todo renace) pudieron construirse al fin estas arquitecturas de papel. En estas coordenadas vitales podría decirse que no hay mal que por bien no venga, aunque tampoco hubiese molestado nada que el cáncer hubiese pasado de largo, para qué vamos a engañarnos.
La buena noticia es que, gracias a esta enfermedad, este templo y este palacio de la mejor estirpe arquitectónica granadina, han vuelto a elevarse en el espacio con todo su arte y desparpajo. Es necesario señalar que el Colegio de Arquitectos de Granada no sólo acertó con la edición de esta carpeta de recortables (a partir de una propuesta de Luis López Silgo), sino que tuvo además el buen criterio de encargarles el diseño, decoración y ambientación de los edificios a cuatro artistas plásticos granadinos, en activo en aquellos años de principios de la década de los ochenta. De los edificios con los que ilustramos este texto, la iglesia de Santa Ana corresponde a Claudio Sánchez Muros (hermano del también poeta local Carmelo S. M.), y a Julio Juste la Casa de los Vargas.
Como puede verse, la hermana pequeña que se lamentaba de no recortar tan bien como su hermano mayor, ha perfeccionado su técnica, su paciencia, y se ha hecho en cierto modo arquitecto, para poder comprender estos edificios desde la hoja plana y elevarlos en el espacio, como una auténtica constructora de catedrales y rascacielos, como ya demostró serlo hace unos años, con la construcción de la maqueta del Chrysler Building, ratificando su habilidad y su gran afición por este tipo de construcciones de papel.
Y aunque puedo anunciar que el palacete “Art Decó” del paseo de la Bomba ya está construido, aún le queda a mi hermana por armar y, en cierto modo, resucitar la imagen y el perfil de la Casa de la Lona, donde se dice que se cosieron y confeccionaron las velas para las naves de la Armada Invencible. Cuando yo llegué a vivir a Granada en el otoño de 1974, aún podía verse en la cresta del Albaicín que da hacia el Campo del Triunfo, la esbelta torre casi campanario de una casa palacio construida por encima de la Puerta Monayta, junto a la vecina Casa de la Lona, que también sería demolida, antes de que fuese catalogada y protegida por la Ley del Patrimonio Histórico. A la ciudad de Granada siempre se le ha dado y se le sigue dando muy bien automutilarse, como sus poetas terminan quitándose/o quitándoles la vida.
¿No sería hora de que las autoridades, las instituciones públicas o privadas granadinas, comenzaran a afrontar la reconstrucción y restauración de tantos edificios históricos que están en plena ruina y abandono -como la Casa de los Vargas- a pesar de que ante su fachada se muestre un impecable rótulo turístico, que informa del nombre del palacio, de su fecha de construcción y de que la UNESCO lo tiene catalogado por su interés artístico.
Parece que pueden hacer más por la memoria arquitectónica de una ciudad, unas manos enfermas que sanan mientras construyen, que unas instituciones que no cuidan y conservan el valioso patrimonio recibido de las generaciones anteriores, mientras permiten que se arruinen definitivamente.