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AcordeónManuel Chaves Nogales

Manuel Chaves Nogales

El ilustre periodista Manuel Chaves Nogales narra su encuentro con el hístórico dirigente ruso Kerenski en «Lo que ha quedado del imperio de los zares» (1931)

 

 

Chaves Nogales/Archivo Pilar Chaves

 

 

 

Uno de los grandes momentos que regala el periodismo al reportero es encontrarse cara a cara con los protagonistas de la Historia. Ya sea en el momento de hacerla, subida a ella en el tren en marcha del presente, o muchos años después, de forma reposada, cuando esos actores heroicos y terribles miran hacia atrás y expresan su memoria con nostalgia, como el que contempla un paisaje en ruinas o un tren descarrilado que ya no se puede reparar y sobre el que, sin embargo, sobrevuelan los fantasmas del recuerdo animándolo todo con su ilusión de vida. Es la segunda existencia de los hechos. La respuesta a la clásica cuestión “qué fue de…” resulta tanto más apasionante cuanto mayor es la distancia y el contraste entre la persona que fue ayer y la que es hoy, mayor el abismo entre el poder que tuvo en el pasado y la impotencia que lo paraliza en el presente. Nos conmueve el drama de las estatuas caídas de su pedestal, porque ahora nos miran desde una estatura humana.

       A ese leit-motiv del “qué fue de…” recurre el gran periodista-escritor Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897-Londres, 1944) cuando en 1930, un año después de haber publicado en la editorial Mundo Latino el libro La vuelta a Europa en avión. Un pequeño burgués en la Rusia roja, que recoge el reportaje aparecido antes por entregas en el Heraldo de Madrid, se embarca en un nuevo proyecto europeo, animado por ese cosmopolitismo suyo que, con razón, nos hace verlo todavía tan moderno. El asunto vuelve a ser la Rusia revolucionaria. Pero si en La vuelta a Europa en avión recorría y describía en tiempo presente la Unión Soviética de Stalin de finales de los 20 (a la que llega tras patearse la Alemania de la República de Weimar, donde presiente la incubación de una nueva guerra, y antes de volar a la Italia fascista de Mussolini: vaya viaje), en Lo que ha quedado del imperio de los zares explora el lado de los perdedores, los exiliados de la Rusia blanca, trece años después de la Revolución roja y por tanto con el punto de vista centrado en el ayer.

       A menudo la grandeza de un reportaje o de un libro empieza por su idea central, su hilo conductor, y Chaves Nogales acierta de pleno al hallar el suyo aquí: contar, como un archipiélago de historias a la deriva, qué ha sido de los personajes de esa extinta Rusia y sus dos millones de expatriados. Para ello viaja a París en busca de los exiliados anónimos y los de renombre, como el gran Duque Cirilo; la amante del zar, Matilde Kchesinska, o el menchevique-socialista Aleksandr Fiódorovich Kérenski (Alejandro Feodorovich Kerenski para nuestro autor), que contribuyó en primera fila al derrocamiento del zar Nicolás II en la Revolución de Febrero de 1917 pocos meses antes de que, ya como impotente jefe del Gobierno (tenía 38 años), lo defenestraran a su vez los bolcheviques en la Revolución de Octubre y tuviera que huir del Palacio de Invierno.

       Encontrarse frente a Kerenski (que murió en 1970 en Nueva York, con 89 años) permite al periodista español desmontar las patrañas sobre él. Es lo bueno del trabajo de campo: no se habla de oídas. Aquel antiguo ministro de Justicia, de Guerra y de Marina, aquel hombre del que sus enemigos decían que gozaba de un exilio dorado gracias al oro robado en el Gobierno, vive en realidad, constata el entrevistador, pobremente como editor de un “periodiquito” ruso en París, entre las colillas y cáscaras de limón que cubren el suelo de la oficina. La resistente decadencia. En ese tiempo sin grabadoras de bolsillo, Chaves Nogales debe fiarse de sus notas, su memoria y, se intuye, de su plasticidad narrativa para recrear la voz de su interlocutor, alternando las intervenciones directas y completas de éste, sin interrupciones, con su propia descripción de reportero. El escritor sabe elegir los momentos cumbre del testimonio. Primero presenta el recuerdo de Kerenski del 11 de marzo de 1917, sumido en el torbellino de una Duma amenazada por la sublevación en Petrogrado y con Rusia “al borde del abismo”; luego, el de su encuentro con el zar y su familia, de los que era el “carcelero”.

Chaves Nogales y Francisco de los Ríos en la portada de Ahora, 1931/ Intrahistoria

 

       El recién nacido periódico Ahora publicó por entregas diarias la obra de Chaves Nogales en 1931, que la editorial Estampa editaría en libro ese mismo año. La profesora María Isabel Cintas, la mayor estudiosa de la obra del escritor, y la Fundación Luis Cernuda de la Diputación de Sevilla rescataron más de 60 años después Lo que ha quedado del imperio de los zares al publicar las Obra narrativa completa del autor en dos volúmenes, reeditados en 2008 con gran éxito y que constituyen una inspiración para cualquier periodista, aprendiz o experto. La Obra narrativa completa incluye sólo los libros de Chaves Nogales, como su biografía Belmonte, A sangre y fuego (sus relatos sobre la guerra civil española) o la novela El maestro Juan Martínez, que estuvo allí, que aprovecha los recuerdos de un bailaor que vivió en la Rusia revolucionaria y al que conoció precisamente, recuerda la profesora Cintas en la introducción, en París mientras reunía material para el reportaje de Lo que ha quedado… Para reunir sus obras completas falta todavía por añadir su enorme producción de textos periodísticos sueltos. Tanto los de España como los que escribió en Londres bajo los bombardeos nazis de la II Guerra Mundial, después de que, amenazado por extremistas de ambos bandos en la guerra civil, emprendiera, también él, el camino sin retorno del exilio.

He aquí un fragmento de ese encuentro con Kerenski. París, 1930. De fondo, el eco de la Revolución rusa de 1917. Casi podemos verlos a los dos, cara a cara, mientras sus palabras reviven el pasado.

 

 

KERENSKI, EL ABOGADO OMNIPOTENTE

 

       «La noche anterior estuve trabajando en mis asuntos de abogado hasta muy tarde. Sin embargo, a las ocho de la mañana de aquel día ‒el lunes 11 de marzo de 1917‒ mi mujer entró a despertarme, y me dijo: ‘Levántate; ¡el zar ha disuelto la Duma y el regimiento se ha sublevado.’

       »Mientras me vestía y desayunaba me puse en comunicación telefónica con varios amigos políticos, a los que pedí que se dirigiesen a los cuarteles y procurasen arrastrar a los soldados sublevados hacia el palacio de la Duma. Abracé a mi mujer, y salí. En la calle me .sentí transfigurado, sacudido por una vibración extraordinaria; al avanzar me parecía que caminaba hacia una nueva vida.

       »Apenas entré en el salón de biblioteca de la Duma me vi envuelto en un torbellino de gente que discutía y gritaba. Entré en la Sala de Catalina II, donde estaban reunidos en asamblea algunos diputados, me despojé del abrigo y ya no hubo día ni noche para mí. No percibíamos más que el flujo y reflujo de la marea humana; multitudes caóticas que llegaban hasta nosotros y a las que procurábamos auscultar para deducir de sus gritos de júbilo y sus imprecaciones el curso de los acontecimientos. Fueron cuatro días terribles. Cuatro días sin dormir ni comer; cuatro días en los que permanecimos ajenos a todo lo que [no] fuese el peligro que corría nuestra Patria, debatiéndose en el caos y la sangre. Era el momento de la temeridad y de las grandes inspiraciones.

       »El levantamiento espontáneo de la guarnición de Petrogrado mostraba a los ojos de todos que Rusia se había colocado al borde del abismo. En la Duma, los diputados veían pasar las horas y precipitarse los acontecimientos sin acertar a intervenir. Yo expresé reiteradamente mi confianza en que las tropas sublevadas acabarían por venir a la Duma y acatarían su autoridad. Pero pasaba el tiempo y las tropas no llegaban.

       Cuando por fin empezaron a formarse grupos de sublevados ante el palacio de Tauride, los diputados corrieron a avisarme: ‘Sus tropas! ¡Ya llegan sus tropas!’ Yo me quedé un poco perplejo. ¿Mis tropas?

»Aquel mismo día los periodistas me pidieron permiso para publicar una hoja con las últimas noticias de la revolución. Al firmarlo no pude menos de sonreírme.

 

       »Por qué sonríe usted, Alejandro Feodorovich? ‒me dijo un repórter‒. ¿No sabe que a estas horas es usted omnipotente en Rusia?

 

»En aquel momento creí que aquellas palabras eran una adulación sin importancia.»

 

 

QUIÉN ES AHORA KERENSKI

 

       Alejandro Feodorovich Kerenski me ha recibido y me habla en su despachito de redactor-jefe del periódico D –“El Día”‒, que publica en París. Es un saloncito incómodo, descuidado y con muebles viejos, que revela ostensiblemente ese desdén por el confort, característico de los rusos intelectuales. En la pieza inmediata, su secretaria ‒una mujer fea y con lentes‒ teclea en una máquina de escribir monstruosa, y un hombre ‒secretario de redacción‒ pega las fajas a los ejemplares del periodiquito que acaban de traer de la imprenta. En los rincones de la pieza hay esas colillas de emboquillados y esas cortezas de limón que señalan la presencia de rusos en un lugar. Todo tiene un aire viejo y sórdido. Esta pobreza me ha traído a las mientes aquellas letrillas calumniosas para Kerenski, que los bolcheviques difundieron y que yo mismo he oído cantar en Rusia diez años más tarde:

 

Toda la noche estuvo Kerenski

llevándose en barcas el oro robado a Rusia,

y cargó tanto la última barca

que se hundió por el mucho peso y lo perdió todo.

 

El abogado Kerenski se ha ido a América,

donde va a poner molinos

para moler el oro que se llevó de Rusia.

 

       Alejandro Kerenski vive pobremente; como un humilde y obscuro periodista; peor seguramente que cualquier redactor-jefe de un periódico de provincias. He aquí en lo que ha parado aquel hombre que fue un momento omnipotente, dictador de Rusia, generalísimo de sus ejércitos de mar y tierra; el hombre que tuvo prisionero al zar…

Kerenski mismo lo cuenta.

 

 

“EL ZAR TUVO FE EN MÍ”

 

       ‒Yo, que me negué a ser el Marat de la revolución rusa, tuve, como ministro de Justicia del Gobierno provisional, que convertirme en su carcelero. Dispuse la prisión del zar y de su familia, y desde el primer momento me encargué de los ex ministros y altos dignatarios de la Corte capturados por el pueblo sublevado. Hice personalmente la detención del impotente Scheglovitov, a quien nadie se atrevía a poner la mano encima; de Makarov, el ministro que había fusilado a centenares de obreros, y del que hasta el día anterior había sido jefe del Gobierno, el terrible Protopopov, que vino en persona a ponerse bajo mi protección. Atravesaba yo uno de los corredores de la Duma, cuando se me acercó un hombre de aspecto derrotado, que me dijo: “Excelencia, vengo hacia usted espontáneamente para que me detenga”. Era el propio Protopopov, que llevaba muchas horas escondido en los alrededores de Petrogrado por miedo al populacho. También detuve al ex ministro Sujomlinov, que hubiese sido linchado sin mi intervención; tal era el horror provocado por su conducta, que ni los demás ministros querían tenerlo como compañero de prisión. Recuerdo también al viejo Goremykin, que al ser arrestado cuando se hallaba en el lecho se había puesto sobre la camiseta el collar de la Orden de San Andrés, creyendo que aquella imponente condecoración podía servirle de algo. Días después le encontré en su celda sin condecoración. “¿Qué ha sido de ella? ¿Se la han robado?” ‒le pregunté‒. No; la conservaba; pero había creído prudente esconderla debajo de la camiseta, convencido de que ya no le serviría para nada.

Nogales y Kerenski en 1931/Intrahistoria

 

       En cuanto al zar… Yo había detestado siempre del zar; alguna vez dije que la única sentencia de muerte que me atrevería a firmar sería la de Nicolás II. Pero ahora… Le encontraba impotente, desgraciado, abandonado por aquellos a quienes había colmado de favores… Quise verle. Cuando entré en las habitaciones del palacio de Alejandro que le servían de prisión, toda la familia real estaba en pie agrupada desordenadamente en torno a una mesita colocada junto a una ventana. Un hombre vestido de uniforme se destacó y avanzó hacia mí un poco vacilante, ensayando una sonrisa. Seguramente no sabía qué hacer. ¿Me tendería la mano? Me acerqué y se la tendí yo, sonriendo, al tiempo que me nombraba: “Kerenski”. Me estrechó la mano con fuerza y me llevó al lado de su familia. Sus hijas y el zarevitch me miraban sencillamente con curiosidad. La emperatriz, altiva y fría, me tendió la mano contra su voluntad. Así fue mi primera entrevista con “Nicolás el Sanguinario”. Este apelativo ‒agrega Kerenski‒ parece irónico, después de los horrores de los bolcheviques.

Nicolás II me dijo, estrechándome la mano: “Yo y los míos tenemos fe en usted.” (…)

 


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