Hacía calor en Madrid y la ciudad iba cambiando su apariencia convulsa, asumiendo el semblante de un escenario en el que la naturaleza se impone justo antes de dejar su frágil huella en la brisa otoñal. Hacía calor y era el 20 de agosto de 1977 en la capital del reino. Hacía calor cuando Rodrigo se enamoró de Manuel. Muestra de ese proceso es la escultura que Rodrigo expuso en la primera edición de la Feria Internacional de Arte Contemporáneo, Arco-83, y que después de haber viajado a lo largo y a lo ancho del mundo reposa ahora al lado de la cama del artista. A esa piedad posmoderna siguió el cómic de estampo realista, publicado por primera vez en el número 0 de la revista La Luna de Madrid (1984), bajo la dirección en aquel entonces de Borja Casani. La editorial Cielo Eléctrico (en cuyo consejo de redacción estaba Borja), con una nueva edición para coleccionistas de Manuel, retoma aquellos pasos que bajo la ley del deseo dieron un giro inesperado a la carrera artística de Rodrigo Muñoz Ballester. Acompañan la obra los diarios, las fotografías, las reseñas y entrevista que, junto con la colaboración de Arturo Arnalde, Mery Cuesta y Pepe Murciego, hacen de este libro una pieza imprescindible para entender no solamente una época, la de la transición y la llamada movida madrileña, sino sobre todo la forma en la que el deseo amoroso inspira al arte.
Desconozco su rostro actual. Sin embargo, escuchando a Rodrigo al otro lado del teléfono noto que su voz va tocando esas armonías femíneas que poco a poco seducen y envuelven en un torpor indolente y tentador. Enseguida me doy cuenta de haber olvidado todas las preguntas que tenía preparadas, y nada vale el papelito blanco a mi lado con las notas y el garabateo ordenado. Me rindo, amable y conscientemente, sin siquiera luchar demasiado contra el entorpecimiento que lenta e inexorablemente me invade. Y como el protagonista del cómic me pierdo en las curvas y los vórtices del laberinto amoroso: háblame de Manuel, Rodrigo, cuéntame de él.
“Eso ya lo he contado muchas veces. Era el agosto del 77, en ese entonces vivía en un chalecito muy humilde en la Plaza Castilla, con unos amigos, y como un día más saqué mi alforja y me fui a la piscina de la Casa de Campo. Siempre he nadado, desde muy joven. Hacía un larguito e iba de la zona donde hacía pie hasta donde no hacía pie y volvía. Cuando me paré fue entonces que volví la vista y ahí estaba él, como jugueteando con una farola, y dije: Caray, ¿y ese pedazo de hombre? Me pareció impresionante. Pero lo vi desde muy lejos. Estaría como a unos sesenta metro, algo así. Fui nadando hasta allí. Él seguía en el mismo sitio y ya lo vi de cerca, desde abajo, desde el agua. Me quedé estupefacto. Porque era la imagen de lo que para mí representaba el deseo, la masculinidad: una persona joven, pero a la vez con un desarrollo físico extraordinario, muy adulto, podría parecer que tenía 10 o 15 años más, pero Manuel tenía 24 años. Pues bueno, vi que tenía una toalla y se puso a tomar el sol. Me puse más cerca como a mirarle. Luego fue a unos comedores y vi que se sentaba, yo cogí también mi bandeja y me temblaba todo, tac tac tac tac. Había muy poquita gente y sonriendo le dije: ¿Me puedo sentar aquí? Me dijo sí y me senté. No recuerdo de lo que hablamos, yo creo que me lo estaba comiendo, su jovialidad, su cuerpo de juventud. Le reía la voz… No sé lo que urdí, pero ya después de comer seguimos hablando en la piscina. Iba cambiando la luz, iba quedando aún más vacío si cabe”.
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A menudo confundimos el amor con el deseo. Ya en el Fedro de Platón, Sócrates nos advierte acerca de las características del enamoramiento, sobre el origen del sentimiento amoroso y sus consecuencias nefastas, ahí donde las pulsiones humanas se desvían del correcto camino hacia la divinidad o el recuerdo que queda de ello, de esa unión entre el alma y la esencia divina que se ha ido rompiendo en el momento en el que el espíritu inmortal toma posesión del cuerpo terrestre. “Los mortales, por cierto, volátil al Amor llaman;/ los inmortales, alado, porque obliga a ahuecar el ala” (Fedro, 252b). El enamorado en ebullición por dentro es llevado por “el anhelo de entonces” (250d), la pasada inmortalidad, y es a través del amado y el encuentro con la belleza que los poros de las plumas, que se habían cerrado al alejarse de la divinidad y bajar en tierra, vuelven a abrirse. “Bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas; y si pone los ojos en la belleza del muchacho y recibe de allí partícula que viene fluyendo […], se empapa y calienta y se les acaban las penas y se llena de gozo” (251c).
Hay un momento en el que Sócrates, según lo que relata Platón, aproxima casi de forma simbiótica el concepto que hay detrás de los dos términos amor y deseo, considerando este último como el impulso hacia el goce de la belleza. El enamorado, llevado por esa pulsión, se ve por lo tanto “arrastrado hacia el esplendor de los cuerpos” (238c), mientras que el amor es definido como la fuerza gracias a la cual la persona consigue finalmente fusionarse con el objeto del deseo. Siglos más tarde, Freud volverá a reflexionar sobres ambas nociones, pero esta vez bajo una óptica diferente, ya a partir del estudio sobre la histeria se puede percibir como el deseo si no ocupa una posición radicalmente opuesta a la de amor, está por lo menos en un nivel diferente en la escala de satisfacción pulsional. La naturaleza de la mujer del siglo XIX es fundamentalmente de carácter histérico, porque la mujer privilegia el sistema del amor y no el del deseo, por razones que podemos considerar sobre todo de índole sociocultural. La psiquiatra y psicoanalista venezolana Ana Teresa Torres es muy clara al respecto: “¿qué ocurre con el deseo en la mujer? Freud responde: está prohibido. […] La mujer debe ocultar su deseo. Es Freud quien primero problematiza esta condición y plantea que no es lo normal que esto ocurra, que la mujer debe también tener placer y desear” (Torres, 1992:19).
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“¿Sabes qué pasa? Que me sigo emocionando todavía. Era un chaval de un trabajo diferente, con una preparación distinta, él era electrónico y vivía en una residencia de estudiantes ahí en Moratalaz. Y pensaba: pero yo qué hago con este chico, yo soy universitario, tengo dos carreras, soy del mundo del artisteo, qué puedo compartir con este hombre, adónde vamos. El comienzo fue ése. Ya no sé qué es lo que pensé en el metro junto a él, recuerdo lo que luego he contado tantas veces, lo que he rumiado, he dibujado. Me propusieron hacer Manuel dos, Manuel tres, Manuel coge el sida… A Luis Gasca, que entonces era el director del Festival de Cine de San Sebastián, le dije pero tú estás loco Luis, encima lo coge Manuel, ni se me ocurre, qué barbaridad. Y no lo pude cambiar, porque era lo que sentí en ese momento.
Habían pasado algunos años, no muchos, como seis. Había llevado el cómic a Barcelona, porque en ese momento a nivel de cómic se hacía todo en Barcelona, pero me trataron mal, me dijeron: chico, tú vales mucho, pero ponte las pilas porque esto no se puede publicar. Les había llevado unas siete primeras páginas con dibujos, creo que incluso algunas a lápiz.
Sin embargo, cuando se los enseñé a Borja [Casani] me dijo: Uy, perfecto. ¿te comprometes a unas cuatro páginas al mes? Borja siempre estuvo entusiasta conmigo. En ese momento era el director de La Luna de Madrid y tenía una galería de gente enrolladísima, en Ópera, muy cerca del Teatro Real, donde había charlas políticas y literarias, y donde estaban Savater, Almodóvar, todos los presentadores que hacían radio underground… Yo no les conocía, pero ellos sí sabían quién era porque en el 83 había expuesto la escultura de Manuel en Arco. No sé si a la inteligencia artística le había gustado, pero la gente salía con los pelos de punta. Era una cosa tan emocional, tan peculiar, tan singular en el 83. Una figura que tampoco era el realismo americano pelo a pelo, se acercaba más bien a la imaginería española, a pesar de que tuviera muy poco de sagrado, era más bien sacropagana. Una pieza extraña con un hombre vestido dentro de otro, desnudo y con un corazón, que encima se me estropeó en esos días de Arco. La gente todavía se acuerda, me dicen esa pieza… que además le latía el corazón. Pues es que se me estropeó el piloto de cuarto y el corazón latía, y yo me quería morir porque hombre, a tanto no quiero llegar. Tuve que ir de noche a la feria con un amigo a desmontar, arreglar todo y poner otra luz.
Entonces yo estaba en Arco con la galerista Fefa Seiquer, una mujer mayor enrolladísima, toda una locura, que fue quien me descubrió. Aunque con Borja nos saludábamos, a él y a su mujer, Lola, les conocía de vista, me acuerdo que una mañana le dije: oye, mira, me he enterado que estás urdiendo una revista, empecé una historia de cómic –llámalo como quieras– sobre una persona que conocí que me tumbó por completo. Cuarenta años después, cuando volví a hablar del proyecto con Borja, que en ese entonces estaba en el consejo de redacción de Cielo Eléctrico, la única cláusula que puse fue que no hubiera texto, porque el propio cómic es una historia sin palabras. Además, con la verborrea que tengo ni te digo, hubiera asfixiado los dibujos. Pero me dijeron: que no, hombre, es que es una editorial literaria, tiene que haber unas páginas, que te haga la entrevista Pepe [Murciego] y lo vamos a hacer literatura”.
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Si en la Viena de fin del XIX la gran mayoría de mujeres optaban por la seguridad del matrimonio, abrazando la frigidez sexual en pos de la satisfacción erótica, con consecuencias evidentemente nefastas para su psique, en la España de la transición puede que el sexo entre hombre y mujer en un vagón del metro fuese visto como algo normal, saludable incluso si comparado con el humo de tabaco, como bien lo representó Carlos Giménez en su historieta (figuras 9 y 10). Pero lo cierto es que todo lo que tenía que ver con el entorno homosexual tardaba en salir a flote. Fue así que tanto la escultura de Rodrigo en el 83 como el cómic publicado en las páginas de La Luna de Madrid a partir del 84 se convirtieron pronto en un impulso liberador hacia la experimentación plena de una sexualidad sin prejuicios ni remordimientos.
El cómic de Rodrigo se afirmó dentro de un contexto muy fértil y vibrante en aquel entonces, cuando ya renombrados autores como Carlos Giménez, Antonio Altarriba o dibujantes y refinados ilustradores como Ana Juan y Fernando Vicente convertirían el tebeo en un género de culto en la cultura española. Empezó así el llamado boom del cómic para adultos en España, en un momento en el que las diferentes exigencias y sensibilidades artísticas se mezclaban con una necesidad visceral de volver a contar la historia sin filtros ni medias verdades. Y si las primeras obras más autobiográficas de Carlos Giménez (Paracuellos, figuras 3 y 4) y de Antonio Altarriba y Kim (El arte de volar y El ala rota, figuras 5 y 6) trazaban las coordenadas de la Guerra Civil y en particular de la posguerra a través de las vicisitudes y la mirada del Giménez niño y de los padres de Altarriba, también es cierto que con el tiempo al trauma personal se añadieron los recuerdos y las anécdotas que fueron tejiendo el relato de la memoria colectiva.
De hecho, en las sucesivas ediciones de Paracuellos Giménez decidió escribir sobre anécdotas que había oído de los otros niños que como él habían sido víctimas de abuso en los hogares del Auxilio Social, niños que provenían de familias humildes, que no pudiendo criar a sus hijos en casa los dejaban sin alternativa posible en manos, algunas mezquinas, del personal que gestionaba los internados. Altarriba, por su parte, narra la historia del padre que, ya en las primerísimas páginas de El arte de volar, cumple con las expectativas del título: el suicidio desde la cuarta planta de la casa de reposo. Y, sin embargo, en la siguiente obra, El ala rota, pide perdón a la madre por la manera con la que había sido menospreciada su vida. Altarriba cierra así el ciclo y nos ofrece lo que la mayor parte de España había olvidado también: la realidad de aquellos individuos comunes y corrientes que, si bien no tuvieron espacio en la narrativa de la historia oficial, guardan en sus biografías el noble heroísmo de los anónimos. “La crónica de la España más mediocre, narrada por uno de sus protagonistas más comunes” (Altarriba, 2021:5).
Y entonces llegó la transición, y con ella lo que algunos llamaron el pacto del olvido. Y los dibujos de una fuerza icónica y desgarradora de Giménez en 36-39 Malos tiempos (figura 1 y 2) sobre la pobreza extrema, el hambre y la muerte en cada rincón de las calles, dejaban ahora el paso al frenesí excitado y ciego de la pulsión vital hacia el goce más extremo y radical, lo que en Madrid se convirtió en la movida.
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“A raíz de la revista [La Luna de Madrid] dejé la galería de Fefa [Seiquer] y decidí irme a la galería Moriarty que Borja tenía con su mujer y una amiga de su mujer, Marta [Moriarty]. Por allí pasaba todo el mundo, desde Mariscal a Ouka Leele, Ceesepe… Expuse dos veces en Moriarty, una vez en el 89 y otra en el 92. Quizá no me correspondía tanto por edad, porque a la gente de la movida le llevaba diez años, pero me encontraba muy bien con ellos. Conocí a El Hortelano, estuve en casa de Ceesepe, participé a las fiestas de Bernardo Bonezzi, Almodóvar me saludaba y un día me dio una tarta de pistacho.
Aunque es verdad que me sentía como en la famosa canción pero qué hace un chico como tú en un sitio como este, por mi trabajo, por mi manera de dibujar, en fin, por mi forma de ser… no pertenecía a ese mundo. Mi propia manera de dibujar no era moderna, ni sigue siéndolo, mi dibujo no es ni tan siquiera hiper de nada, es un dibujo aplicadito y ya está. Fíjate a quien admiraba yo, pues a Air Gear, al cómic belga, lo que se entiende por línea clara. Pero tampoco mucho. En el arranque inicial de Manuel sí hay ciertas influencias que vienen de ahí, pero luego ya voy montándome mi película. Otra cuestión es la manera de moverme por las páginas y de contar, eso sí fue algo más: no quería hacer viñetas ni bocadillos: ‘Hola Manuel, qué guapo estás, eres precioso, qué horror. Pensé que había que resolverlo con miradas, con circulaciones en cada página, y eso sí fue muy elaborado y en cierto modo sin saber muy bien lo que hacía. Por eso la gente del cómic decía ¿pero esto es un cómic? Pues, yo qué sé. A mí eso no me importaba, me daba igual.
Ahora con el tiempo voy notando con sorpresa que cada vez se me incorpora más no tanto a la movida sino a un tiempo, porque estábamos ahí quisieras o no, con ese afán que teníamos de libertad… Pero por ejemplo a mí me encantaba la música del Gabinete Caligari de Camino Soria, Los Secretos y Mecano, que entonces no eran ni modernos ni la movida. Eran como unos rancios y a mí me entusiasmaban. Fíjate que cuando los Mecano hicieron la canción Aire la hermana de la vocalista, Ana Torroja, trabajaba de secretaria en la redacción de la Luna, y un día le dije: Oye, pero el grupo ha hecho una canción que es sobrecogedora. Ay ¿te gusta el grupo de Mecano?, me dijo. Me entusiasma. Estaba mal visto que te gustara Mecano, ya no era movida, te tenía que gustar Alaska y los Pegamoides.
Ahora bien, todo el respeto para los derechos de los homosexuales. Lo entiendo porque hace doscientos años a mí me hubieran quemado en la plaza Mayor de Madrid, ésa tan bonita que hace esos juegos de luz. Pues bien, ahí te quemaban por ser tú, simplemente. A ellas por brujas y a ellos por maricones. Entonces comprendo que es como lo que siempre pasa cuando hay una presa que se rompe, y el agua que antes estaba ahí a cal y canto va ahora arrastrando todo lo que lleva a su paso.
Pero el universo no se para por tu elección de corazón o de entrepiernas, y en lo tocante a lo erótico y a lo amoroso no merece ni ser tema de nada. Lo que hice a Manuel se lo hice como pudiera haberlo hecho a mi hija, salvando las más que evidentes diferencias, claro; de hecho, estoy haciendo un dibujo muy bonito que se llama El amor de mi vida, que es con mi hija, que tienen la edad que tenía yo cuando conocí a Manuel, veintisiete años”.
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El cómic de Rodrigo tiene muy poco que ver con las historietas eróticas de Nazario y Tom de Finlandia. Porque si bien estos autores fueron sin duda alguna los principales impulsores de lo que se conocería como el género del cómic gay underground –sobre todo el personaje de la detective travesti de Nazario (Anarcoma, figuras 13 y 14), creado en 1978, y que sigue siendo un icono de la cultura LGTB–, el vello de las piernas de Manuel, que podría parecerse a la portada de Anarcoma, como también la desnudez de ambos protagonistas y la carga erótica que puede habitar en determinadas escenas de la historia, son todos elementos que no consienten que la obra deje de ser un producto de refinada factura artística.
Nunca pasa el límite del amor platónico para convertirse finalmente en algo exquisitamente erótico, y eso se debe por varias razones: la ausencia de los diálogos predispone el lector a una implicación que privilegia lo visual y lo gráfico, pero es además una ausencia cuyo vacío es hábilmente llenado por un dinamismo de las líneas y de las proporciones que se interpone e impide que el observador fantasee en otra cosa que no sea la historia de Rodrigo. La representación de la ciudad en particular, con sus fachadas hiperrealistas de la Gran Vía, se amalgama con visiones oníricas del protagonista que, incluso en este caso, siguen siendo bastante fieles a la realidad en su estructura.
En otra obra de Carlos Giménez Sexo y chapuza también se hace referencia a la libertad sexual de los años de la transición, pero la mirada de Giménez es siempre una mirada cargada del sentimiento amargo de denuncia y reivindicación. Tanto respecto a la campaña publicitaria Póntelo, pónselo, que el Ministerio de Sanidad emitió para la prevención del sida, como respecto al prejuicio según el cual solamente los homosexuales se enfermaban de sida, con aquel trágico titular que recorrió las páginas de numerosos periódicos el cáncer de los homosexuales. Pero lo que aquí nos interesa es la manera en la que Carlos Giménez decide revertir la balanza: no es solamente el hombre que se acuesta con la mujer (amante o esposa, da igual) el que se enferma de sida, sino que es el rostro cubierto de pústulas infectas protagonista casi absoluto de las viñetas. Un cambio radical de paradigma (figuras 11 y 12).
Los personajes de Giménez sufren, cualesquiera que sean las circunstancias y la época. Los protagonistas de Nazario se dejan llevar por la perversión y el goce. Todo eso está lejos años luz del arte de Rodrigo. El Manuel que nosotros vemos en las fotos de la exposición de Arco o en los dibujos del cómic es una piedad posmoderna, cuando todavía el término posmodernidad tenía un sentido. La escultura fue revolucionaria y chocante sin ambición de serlo: “Te diría que incluso era una cosa rara, una cosa kitsch, absurda. Pero después de aquella tercera cita yo me lo quería comer por dentro a Manuel. Quería sentir su saliva, y lo hice, sin él. Poniéndome frente a un espejo para ver la forma de un hombre. Nunca había modelado en mi vida”.
El deseo según Freud nada tiene que ver con el amor. El deseo sería más bien lo que queda del recuerdo de algo que se perdió. El “residuo de la realidad de la experiencia, pero es mucho más una fantasía, es decir, una creación retrospectiva que remite siempre el sujeto a la búsqueda de un objeto perdido” (Torres, 2011:19). Lo que para Platón y Sócrates era el recuerdo de la unión con lo divino, y por lo tanto el proceso del enamoramiento se debía a la voluntad de volver a gozar de esa perfecta unión, para Freud es el producto del complejo de castración, es decir la imposibilidad para el ser humano de ser a la vez hombre y mujer. El deseo anhela a ello, y es por eso que nunca se satisface, según lo que se ha convertido en un lema lacaniano.
Si la figura de Manuel sigue fascinando y cautivando la atención es porque, en mi opinión, no representa al Amor sino al Deseo y la imposibilidad de alcanzarlo, porque a diferencia de la relación amorosa el deseo erótico y pasional tiene su razón de ser, de existir y de nutrirse, en el onírico mundo de la fantasía, lugar predilecto del arte. Enea Balmas hablaba en 1986 de algo parecido a propósito de un poeta francés del siglo XVI: “[el poeta] no fue seducido por la astucia o la maldad de una mujer. Ni siquiera fue arrollado por un raptus sentimental o sensual […]. El poeta ha sido engañado por sus propios versos, por su facultad de poeta que es capaz de transfigurar la realidad, creando una realidad segunda, que se superpone a lo real, ocultándolo. Ésta, el poeta ama, y por ésta es seducido: ama un fantasma que él mismo creó, o, mejor dicho, que sus versos engendraron” [“non è stato sedotto dall’astuzia o dalla malvagità di una donna. Non è stato neppure travolto da un ‘raptus’ sentimentale o sensuale […]. Il poeta è stato tratto in inganno dai suoi stessi versi, dalla sua facoltà di poetare che è in grado di trasfigurare la realtà, creando una realtà seconda, che si sovrappone al reale, nascondendolo. Questa, il poeta ama, e a questa è sedotto: ama un fantasma che si è egli stesso creato, o meglio, che i suoi versi hanno generato”] (Balmas, 1986:847).
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“Ya no queda nada de ese Rodrigo… para el Rodrigo de veintisiete años amar era extasiarse ante la brisa en el flequillo de Manuel, pero ya no me ocurre. Ahora no sé lo que es amar. Amar quizá a mi hija, y aún así… Yo dije ese te quiero con veintisiete años y me quedé ahí. Pero creo que amo a mi hija, y a mis dos hijos medio adoptados les quiero mucho. Tengo una relación muy bonita con ellos, mi hija y yo somos tan parecidos, es tan inteligente. El amor ahora lo encuentro ahí. A ver, si apareciera un castañito claro con cuatro pelos en el cogote, qué quieres te diga, pues me hago Pepsi-cola. Me gusta el hombre rústico de cara ancha, yo digo con cara como de torta o de galleta. No sé de dónde me viene, pero haciendo psicología barata recuerdo que cuando era muy pequeño, tendría cinco años algo así, en Marruecos había un vecino que era peludo y me cogía con el pantalón de pijama en brazos. Hace cuatro años estuve en la casa donde vivía cuando era pequeño en Tetuán, recordando esa entrada, la puerta del vecino, todo muy emocionante y en esa cocina fue cuando empecé a dibujar con cinco años en el suelo. La señora marroquí que ahora vive ahí estaba espantada, veía a un loco que recorría casa pegando gritos. Menos mal que los chavales le explicaron: señora, tranquilícese, que es la casa donde vivía de muy pequeño y donde empezó a dibujar, estaba como para llamar a la policía”.
“La vida se hace tan insoportable con tanta ausencia, tú vas poblando el aire de ausencias, pueden ser perritos, pueden ser amigos, amantes, o puede ser el rostro de tu madre. Y dices Dios mío ¿puedo con tanto? Si eres un trozo de carne con patas te da igual, y estás esperando a que te inviten al siguiente funeral para hablar de lo que le ha pasado a fulano, pero eso es basura. Es mucho más serio existir y dejar de, y uno nunca lo acaba de entender. Yo religioso no he sido nunca, desde muy joven me han parecido cuentos de hada. No necesito que nadie me consuele, ni tan siquiera las nuevas corrientes espirituales con las que simpatizo algo más, que dicen que somos parte de algo grandísimo y universal, de luz y energía. Y a mí qué me importa ser un protón, el día que no me pellizque la pierna como Rodrigo me da igual. La verdadera pregunta es: ¿Esa es una historia fascinante y maravillosa? Pues no sé, fascinante y maravilloso es que el hombre con todo eso ha seguido creando, ha seguido intentando no ser un hijo de puta, esto es valiosísimo. Si existe un Dios es el ser humano, es un prodigio de empeño por ser algo más, y eso lo admiro”.
“Epicuro hablaba sobre la inutilidad de existir a propósito del mito de Sísifo. Tú subes la piedra hasta la cumbre de la montaña, se te cae, tienes que volverla a recoger abajo, pero a lo mejor hay ese ratito en la cima en el que respiras y disfrutas un poco. Y dices bueno, no entiendo nada, pero aquí estoy viviendo esto que es tan bonito y respiro. Mañana no podré ni subir la piedra porque no existiré. Y la impotencia de un dibujo más, de una novela más, de una canción más, de un descubrimiento más te envuelve”.
“Lo último que haga tiene que ser único e intransferible y deslumbrante, si no, no vale pena. Una imagen, un puñetazo. Deslúmbrate Rodrigo porque si no, no vale la pena”.
Bibliografía
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