Creéis que cuando menos la carta aclaraba algo.
¿Y si os dijera que no había ninguna carta?
Éramos tantos amigos y todos cupimos
en un sobre vacío apoyado en un vaso.
Wislawa Szymborska, La habitación del suicida
Los patios de luces encierran
las cáscaras de la casa
lo que cubre el sueño de un bebé
y el roce de la mano de ella
sobre el cuello de él
el beso en la nuca
que él le da cuando ella ya está más allá que acá,
un grito que no se sabe si es de un gato
el agua que gotea en una palangana de zinc
ahora que han sido incautadas por la historia.
En el patio de luces
las horas bajan en zigzag
como si menudearan en una feria portuguesa
de la que no hemos oído hablar nunca
con tendales entre los plátanos
y pértigas como antorchas mudas para coger limones altísimos.
El patio de luces calla a esta hora
en que se han desplomado todos los pájaros
y la ciudad parece a merced
de un fabricante de bustos que se ha quedado sin inspiración.
La viuda del segundo
ha vuelto a lavar las almohadas
de su difunto, de su gato, de su pena
con almidón, con añil, con un par de raquetas de ping pong
que le dejó su sobrino
antes de marchar a hacer un máster en gestión de insumos.
Ella sacude el polvo
pasa la bayeta por la foto en blanco y negro
y se columpia
mientras riega un tiesto de albahaca
y se come una rodaja de sandía.
Cuando cae la noche
en el patio de luces se enciende una ventana
que es azul madreperla
una trampilla al submarino nuclear
que se mueve como una anguila
entre el sueño y el deseo
entre el primero y el quinto
entre la revolución industrial y el resplandor de los televisores
que parpadean
hablan en susurros
como si todos nos hubiéramos convertido
en espías de un imperio en bancarrota.
En el patio de luces
si escuchas con atención
Wislawa Szymborska escribe cada noche
con dos dedos
una carta datada en Cracovia
y que está llegando
como un tren de mercancías que se demora
entre los abedules
los campos de patatas
y el mar:
«Nada sucede dos veces
ni va a suceder, por eso
sin experiencia nacemos,
sin rutina moriremos».