Perros que ladran, roncos de ladrar. Perros que deambulan, revisan la basura, cagan en las puertas (cuidarse de los patinazos al salir apurados). Mar del Plata no es más la ciudad desvencijada que era hasta mediados de la «década ganada». Es peor. La cantidad de perros abandonados por los visitantes, para alguien que detesta a los perros, es un baremo para medir qué clase de personas veranea todavía en esta ciudad.
Una de mis abuelas -debo reconocer en ella cierta xenofobia- preguntó una vez: ¿A eso llaman gente?, cuando la playa Bristol, la playa más céntrica, era un hervidero de cuerpos, heladeros, pungas, el celular era gigantesco, internet existía para pocos. Eso, a mediados de los 80. Entonces, en la costa Atlántica, solo Villa Gesell representaba cierta competencia. Pinamar despuntaba, pero creció exponencialmente en los 90. Punta del Este era para poca gente, que se imaginaba sofisticada. Pero siempre fue para el cualunque que se enriqueció primero con Memem y después con los Kirchner.
Desde 1988, la última de las grandes temporadas, Mar del Plata se ha convertido en un inmenso geriátrico, repoblado por un arco de villas miseria, con universidad nacional y el porcentual más alto de desocupados de la Argentina, una infraestructura envidiable y una geografía que desafía en belleza y amplitud a cualquiera de las grandes ciudades-balneario del globo, llámense Biarritz, Coney Island, Trouville, Ostende, Atlantic City o Viña del Mar.
En la temporada 87-88 suceden, con escasos días de diferencia, dos catástrofes populares. El capocómico Alberto Olmedo muere, se cae del balcón a la madrugada, aferrado a lo que se cree era una bolsa con cocaína. Antes, el ex campeón mundial de boxeo Carlos Monzón, discute, también de madrugada, con Alicia Muñiz, quien entonces compartía su cobijo, y le zampa un cachetazo que la hace caer del balcón. La bella y la bestia -en versión hardcore- termina mal para la bestia (peor para la bella: muerta), el campeón, preso. El país cariacontecido. Eran días complicados. La economía, para variar, empezaba a hacer agua, el plan austral de Alfonsín era un recuerdo pero todavía la ciudad se sostenía, sus industrias-base (el turismo, la pesca y sus derivados, textiles, manufacturas) eran sinónimo de plusvalía de altura relativa para algunos propietarios que desde diciembre a fines de marzo tenían las marquesinas a todo dar. El invierno, en muchos casos, se pasaba en Europa. El verano, en la ciudad, al frente de las «cajitas felices». Pero si bien la coincidencia entre la caída de los balcones y la pauperización creciente era solo eso, una coincidencia, esa fecha impone -en el calendario marplatense- el comienzo de la agonía. Si hasta llegó a decirse que cuando se oyó caer el cuerpo de la joven Muñiz, por un costado de la casa que alquilaba Monzónsalía rapidito Adrián Martel, el Facha, sindicado como el dealer de la farándula. Seguro: rumores infundados. Mar del Plata, en esos años, era una inmensa cocina de la mejor cocaína.