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Mientras tantoMarcianos próximos

Marcianos próximos


 

El arte es el único gran remedio del sufrimiento, según Nietzsche, la única forma de ser fiel a la profundidad. El abismo siente, sufre, pero lo más profundo es la piel. Tal abismo no tiene más remedio, para seguir siendo profundo, que advenir a la superficie, adquirir un rostro. Mejor aún, una máscara que facilite el juego del día.

 

Lo abisal, por carecer de un fondo que limite los ecos, tiene que hablar, tomar cuerpo. Encarnarse, advenir a la forma. En este punto, el pesimismo –Schopenhauer frente a Nietzsche– es aún una perspectiva parcial, pues parte de la base de que existe un punto de apoyo externo, a salvo de la universalidad viva del silencio, que nos permita valorar el interrogante que es el mundo como algo negativo, que puede permanecer fuera de la luz del mundo.

 

Es así que el enigma –en muy distintas culturas, leyendas y religiones- adquiere un cuerpo. De igual manera, por cierto, que todo desierto tiene agua, caminos y vegetación, aunque estén escondidos. El silencio está vivo, sufre, sueña, espera. Tiene un cuerpo, calor, frío, sangre en las venas. La noche nos mira, más profunda de lo que el día ha pensado. La bestia del fondo limoso necesita una bella diurna.

 

De ahí algunos terrores, no sólo nocturnos, de la especie. De ahí también el lugar capital de las religiones en el inicio de cualquier cultura. Un inicio que siempre vuelve en esa culminación del culto que llamamos poesía o arte. El abismo está vivo, se encarna. Por así decirlo, necesita pasara la vida en un ser de sangre caliente. O una bestia o un dios. Si a veces es una madre o un padre, una figura antropomorfa –con sirvientes animales-, es para tender un puente con la silueta de las cosas terrenales.

 

¿El animal –el Anomal, dice Deleuze– es un intercesor entonces entre el hombre y las cosas? Entre el hombre y el dios de las piedras, entre el hombre y el señor de las moscas, ¿hay un pasadizo? Todas las civilizaciones de la Antigüedad deliran con la posibilidad de que en lo real aliente algo que no es de este mundo.

 

En el pasado y en el presente. Las elucubraciones modernas sobre una inteligencia extra-terrestre no dejan de ser una visión ingenua de esta vieja intuición de una inteligencia sensitiva en el universo, en un cosmos de polvo, plantas y estrellas donde “todo conspira”.

 

Si el hombre atiende al ser espectral de las cosas –esa tensión oracular de las apariencias, decía Berger–, ya hay vida “sobrenatural” o extra-terrestre, pues es la tierra misma la que está recorrida por una profundidad que no es de este mundo. De ahí que algunos míticos del pasado considerasen una aberración la idea misma de milagro, puesto que la naturaleza –muy lejos de la moderna mecánica naturalista– ya era en sí misma milagrosa. Una Tierra más profunda que todas sus leyes, se dijo después, a contrapelo de la modernidad.

 

“No estamos solos”, es cierto. Pero es necesario llevar hasta el final la desolación, y oír voces en desierto, para poder pronunciar esta frase. No es bueno que el hombre esté solo, pero es preciso que cualquier compañía conserve algo del silencio del cosmos. Es necesario tener un desierto dentro para vencer el desierto, decía María Zambrano.

 

¿No estamos solos? De todas formas, este repetido emblema de esperanza remarca tanto la unidad de la humanidad como lo sola que se siente la especie en mitad de estas metrópolis radiantes. Por un lado, y esto se corresponde con una vieja sabiduría, todas las mentes son una sola mente. Por otro, el hombre occidental está solo (Sokurov) porque ha abandonado el ser-así de las cosas, la comunidad silenciosa a la que nos invitan. La simple necesidad de masificación expresa esta soledad que hemos escogido como profilaxis, para defendernos de la comunidad que se precipita en cada lugar del tiempo. Multitudes solitarias.

 

La carrera espacial con toques sinfónicos ha terminado. Pero se ha sustituido por una circulación orbital en las redes, personalizada y de tarifa más o menos plana. Cada ciudadano, incluso la mayoría de los alternativos que participan en movimientos sociales, vive encriptado en su propia escafandra; como máximo, en un narcisismo compartido.

 

En este aspecto, la mitología en torno una vida sideral puede fácilmente seguir siendo parte de nuestra ilustrada huida hacia delante. Los marcianos ya están aquí, ya estaban, pues nadie sabe lo que es el hombre –nos asustará durante mucho tiempo- ni tampoco qué son las cosas terrenales.

 

Si el hombre no escucha, que a veces parece que es la norma, las especulaciones sobre una vida extraterrestre sólo son una disculpa espectacular para justificar nuestra velocidad de escape, nuestra huida del absoluto local. Así pues, tanto en un caso como en el otro, de aparecer “vida extraterrestre” habría que decir que no cambiaría nada. El hombre ha de aprender a estar solo antes de merecer compañía y entender lo que le rodea, que con frecuencia habla una lengua menor.

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