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Mientras tantoMaría Moliner y la España que puede ser

María Moliner y la España que puede ser


 

 

A las tres de la mañana hay que elegir. Hace frío aunque no estés en una estación con la cantina cerrada y sople el viento y nadie acierte a decirte a qué hora pasa el próximo tren porque eres el único viajero.

 

A las tres de la mañana pensé en lo más fácil: escribir acerca de María Moliner como si fueran entradas de un diccionario. Tengo el suyo aquí, a la izquierda, al alcance de la mano, mucho más al alance de la mano que el de la Real Academia: tendría que levantarme para cogerlo. Pero no voy a hacerlo. ¿Es una pequeña venganza porque no entró María Moliner en la docta casa? No, pero no voy a cogerlo. No lo necesito esta noche. Sí voy a coger el segundo tomo del Diccionario de uso del español, de María Moliner, y abrirlo al azar, que es uno de los usos poéticos más excelsos que se pueden hacer de un diccionario, y mucho más útil que pedir a un amigo o a una desconocida que te eche las cartas:

 

octópodo (del gr. “octó” [ni las comillas son estas ni lo que va sobre la segunda o de octó es un acento al uso, sino un rayita con un acento a modo de representación estilizada de un cepillo de carpintero], ocho, y “-podo”) adj. y n. m. ZOOL [la primera versalita es más alta que las segundas]. Se aplica a los moluscos *cefalópodos [esta clase de cefalópodos lleva un asterisco en la boca] con ocho tentáculos provistos de ventosas, como el pulpo. [Tendría que buscar el signo que viene a continuación en el archivo de símbolos del ordenador, pero no voy a hacerlo. Sé que es fácil, pero no sé cómo se hace. Es un punto dentro de un círculo, como una diana pobre. Es fácil de imaginar] m. pl. ZOOL. Orden que forman.

 

Me gusta tanto el teatro que no tengo la menor intención de ser objetivo. Cuando una obra me gusta siento el deseo de contarlo a los cuatro vientos y de persuadir a mis amigos, sobre todo a los que nunca van al teatro (eso lo hago también con los conocidos), para que no se la pierdan.

 

El diccionario es una de esas obras que hacen que un país sea mejor, aunque sea mucho decir eso. Me recordó a mi amiga Carmen de Zulueta, la autora de La España que pudo ser. Memorias de una institucionista republicana. Tal vez porque Carmen y María Moliner eran de esa estirpe de españoles a los que la guerra civil y la dictadura consiguiente aplastó, o intentó aplastar. Ambas fueron fruto de la Institución Libre de Enseñanza. María Moliner, austera, trabajadora, inteligente, tenaz, no se fue al exilio como Carmen: desde dentro de un país amordazado se empeñó en construir un diccionario y devolverle el sentido a las palabras que en muchos casos le había arrebatado la morrena ideológica. Porque la docta casa no siempre ha cumplido con su consigna de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua española. Todo el mundo tiene derecho a ser cobarde, a tener miedo, a cuidarse, incluso los señores académicos que ningunearon a una mujer que hizo algo mucho más difícil y desde luego menos vistoso que cualquiera de los trabajos de Hércules: escribir un diccionario. Una empresa digna del Quijote. A la altura del Quijote. Utilísima para adentrarse en la selva verbal y significativa del Quijote.

 

María Moliner siguió las enseñanzas de Javier Gomá antes de que el autor de Ejemplaridad pública naciera. Ella, como Carmen de Zulueta, era de las que pensaban que había que predicar con el ejemplo y de que la mejor manera de construir un país era desde la educación. Pero para ello había que devolverle a las palabras su verdadero ser, huir del cedazo político miope, de la tautología, del hermetismo gratuito, del circunloquio, de los conjuntos vacíos. Trabajar por la transparencia y la lógica. Por eso un diccionario es, también, un manual de filosofía y un caja de herramientas para fontaneros de la prosa y electricistas de la poesía.

 

Yo ya había comprobado de qué era capaz Vicky Peña cuando la vi representar sobre las tablas del teatro Español de Madrid el monólogo de la primera parte de Homebody/Kabul. Es más, creo que hay más de una concomitancia entre los personajes que Vicky Peña encarna en Homebody/Kabul (una ama de casa británica obsesionada con el Hindu Kush que acaba desapareciendo en el Afganistán de los talibanes) y El diccionario de la sórdida España de Franco. En la obra de Tony Kushner aparece una bibliotecaria condenada por las nuevas autoridades afganas que lo único que desea es abandonar una ciudad en la que se desprecia a la mujer, se la condena a la ignorancia y la sumisión al hombre. María Moliner fue una bibliotecaria que trató de reformar la enseñanza en la España de la República, y por ello fue represaliada, y encontró en su Diccionario de uso del español una tarea a la altura de sus sueños y de su deber moral.

 

Nos llenamos la boca con la meritocracia y la excelencia, y cuando la tenemos delante no la vemos. Por eso hay que quitarse el sombrero ante el trabajo de Vicky Peña (y de sus dos compañeros de reparto: Helio Pedregal, el neurólogo que trata a la filóloga de un mal que parece una maldición bíblica: va perdiendo la memoria a causa de una arterioesclerosis cerebral; y Lander Iglesias, que interpreta con humanidad y solvencia a Fernando, profesor de Física, también represaliado, compañero de viaje de una mujer que además de criar a sus hijos llenó la casa de fichas hasta la bañera). Como hay que descubrirse ante la maestría de un José Carlos Plaza, el director, que tiene la virtud de no hacerse notar. Pero sobre todo ante Manuel Calzada Pérez. Porque El diccionario es la primera de las obras de este arquitecto, escenógrafo y ayudante de dirección que ve la luz: es decir, que sube al escenario. Mi amigo Juan Ignacio García Garzón lo expresó de forma muy hermosa en su crítica, que tituló El latido de las palabras.

 

Recuerdo las apasionadas discusiones que sostenía con mi amigo Rafael Conte acerca del teatro. Para el ilustre crítico el teatro era por encima de todo literatura dramática. Para mí, sin público, sin representación, sin acción en el tiempo, el teatro no existe.

 

Cuando uno tiene la suerte de asistir a una representación como El diccionario es como si muriese un poco. Por la intensidad del placer físico e intelectual. Es como un aperitivo del paraíso. La experiencia se resiente. Deja una huella imborrable. Por eso me empeño en compartir esa emoción con amigos y desconocidos. Porque con obras como esta, con obras como la de María Moliner, se construye de verdad un país. La España que pudo ser, que todavía puede llegar a ser. Quiero pensar.

 

Son las tres y media de la madrugada. Hora de entregar el original. Hora de apagar todas las luces. De subirse al tren del sueño. Antes, abro al azar la Poesía completa del poeta polaco Zbigniew Herbert y leo

 

GUARDABARRERA

 

“Se llama 176 y vive en un ladrillo enorme de una sola ventana. Sale, pequeño monaguillo del tráfico, y con sus brazos pesados como hechos de una masa saluda militarmente a los trenes que pasan volando.

       Por muchas millas todo alrededor… desierto. Una llanura con una loma y un grupo de solitarios árboles en el medio. No hace falta vivir aquí treinta años para contarlos: son siete”.

 

Buenas noches. Buenos días.

 

 

Foto: Ros Ribas (Vicky Peña como María Moliner, en el Teatro de la Abadía de Madrid)

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