Entre las 12.00 y las 13.00 horas del 18 de julio de 1891 se declaró un pequeño incendio en la sala contemporánea del Museo del Prado. El fuego, que afectó a la planta baja, fue extinguido rápidamente. Tres días después, el 21 de julio, se declaró un nuevo conato de incendio en el Prado. Ezequiel Viana, celador de la Sala de la Reina Isabel, fue quien dio la voz de alarma. El 25 de noviembre, Mariano de Cavia publicaba en ‘El Liberal’ un artículo titulado ‘La catástrofe de anoche: España está de luto. Incendio en el Museo de Pinturas’.
“A las dos de la madrugada, cuando ya nos faltaban para cerrar la presente edición más que las noticias de última hora que suelen recogerse en las oficinas del Gobierno civil, nos telefoneaban desde este centro oficial, las siguientes palabras, siniestras y aterradoras:
—El Museo del Prado está ardiendo.
¡Ardiendo el Museo del Prado!…”
Mariano de Cavia escribe que se echaron a la calle. Y esto fue lo que se encontraron:
“En las Cuatro Calles era ya imponente la masa que se dirigía Carrera abajo… De los cafés, de los círculos, del Casino, del Veloz, de la Peña, salían en revuelto tropel los trasnochadores, y el vocerío era tal, que apenas había ventana ni balcón donde no se asomaran los pacíficos vecinos, turbado el sueño por el estruendo de la calle.
—¡Qué desdicha! ¡Qué catástrofe! ¡Pobre España!… ¡Perdemos lo único que aquí tenemos presentable!…”
¿Sería la mala suerte? ¿La mala sombra de Cánovas? ¿La Providencia?
“—¡Es la «mala sombra» de Cánovas!— decían muchos. —Habían pasado dos semanas sin catástrofe nacional; y, es claro, esto no podía seguir así… No; lo que es Providencia no se olvida de nosotros. ¡Y apenas es flojo el recuerdito!”
No. El Gobierno tenía la culpa:
“Sí; la maldita y sempiterna imprevisión de nuestros gobiernos ha sido el origen de esta tristísima catástrofe.
Parece ser que el fuego se inició en uno de los desvanes del edificio, ocupados, como es sabido, a ciencia y paciencia de quien debía evitarlo, por un enjambre de empleados y dependientes de la casa.
Allí se guisaba, allí se encendía fuego para toda clase de menesteres caseros, allí se olvidaba, en fin, que una chispa podía bastar para la destrucción de riquezas incalculables…”
La responsabilidad, en 1891, también era una palabra hueca.
“Inmensa debiera ser la responsabilidad para los que no han querido cortar abusos a tiempo, y conjurar peligros oportunamente: pero ¿qué es en España la responsabilidad? Una palabra hueca.”
El ministro de Fomento, al menos, reaccionó con rapidez. Y actuó:
“El Sr. Linares Rivas, al ver la escasa atención que se prestaba a sus elocuentes apóstrofes, comprendió que el tiempo no estaba para discursos, sino para hechos.
Dejó, pues, la palabra, y se lanzó con resolución digna de todo encomio, hacia el mismo lugar del peligro… Confundido entre varios soldados de artillería, algunos obreros y tres o cuatro compañeros nuestros en la prensa, lo vimos penetrar en el Museo por la puerta principal.
Momentos después, le veíamos salir en brazos de varias personas que acababan de arrebatarle a una muerte segura. Al querer entrar en la sala de ingreso a la galería principal, se hundió el techo un tablón incendiado alcanzó al Sr. Linares Rivas en un hombro.”
La crónica de Mariano de Cavia finaliza con una última hora:
“El incendio está en todo su horrible apogeo, y el Museo del Prado, gloria de España y envidia de Europa, puede darse por perdido.”
El escritor cierra “apresuradamente” y con “lágrimas en los ojos” la edición:
“Amigo y Director: creo que, para ser esta la primera vez que ejercí de reporter, no lo hago del todo mal.”
El día siguiente, el 26 de noviembre, ‘El liberal’ lleva a su primera página un nuevo artículo de Mariano de Cavia: ‘Por qué he incendiado el Museo del Prado’.
Tras enumerar una serie de catástrofes, el periodista escribe:
“¡Declamaciones más estériles!…
Estamos hartos de llenar con ellas columnas y más columnas, sin lograr que los gobiernos salgan de su inercia, que los abusos se corrijan, y que la “imprevisión oficial” se cure.
Estamos hartos de predicar en el desierto, y de ver que las catástrofes se suceden en “racha” interminable, hasta el punto de que con ocasión de las inundaciones de Consuegra y Almería, haya osado un importantísimo diario inglés atribuir a nuestro tradicional descuido la culpa principal de tamaños duelos, y aun calificarnos de raza inferior por nuestra poca cautela, nuestro atraso y nuestro abandono.”
El Museo del Prado no se había incendiado. Todo era una invención.
“Mi artículo de ayer, inspirado en lo que aquí está pasando todos los días y en lo que aquí puede pasar a todas horas, no es una “broma”, ni es un camelo, ni es una ‘originalidad’.»
Pero podría ocurrir cualquier día, argumentaba Mariano de Cavia. Evitarlo era tarea del ministro de Fomento.
“No pretendo haber salvado al Museo de Pinturas (convirtiéndome en una especie de Eróstrato al revés, harto más laudable que el que quemó de eras el templo de Diana), pero sí puede salvar aquel tesoro sin igual… el ministro de Fomento.
El efecto extraordinario que ayer produjo en Madrid esta fantástica relación —a pesar de sus humorísticos toques, de las advertencias al discreto xxxxxxxxxx del jarro de agua que se echaba al final— sirve para demostrar cuán vivo arde en nuestro paciente y sufrido pueblo el amor a sus glorias y a lo bello, cuán verosímiles y seguras pueden creer las más tristes catástrofes, y cuán propenso se halla a no esperar de eso que en el lenguaje contemporáneo se llama las “circunstancias” más que daños, asolamientos, fieros males, como dijo el lírico.”
Y aquí va la justificación:
“No pretendo ejercer de Isaías, ni de Jeremías, ni siquiera de Habacue; pero creo que si estos respetables anavim del pueblo de Israel resucitaran entre nosotros, apelaría a este género de recursos para conseguir una mínima porción de lo que no se consigue con lamentaciones y profecías de otra clase.”
Y el resultado:
“Por de pronto, me consta que el ministro de Fomento no ha ocultado su satisfacción ante el aviso.
Sábese también que el sábado girará una minuciosa visita al Museo, no haciéndolo hoy por tener que asistir al Consejo de ministros, ni mañana, por haber de presidir el Consejo de Instrucción Pública;
Que tan pronto como vea lo que allí ocurre y confirme la existencia de los abusos señalados por los amantes del Arte, hará desalojar las habitaciones hoy ocupadas;
Que al enterarse de que en la puerta del Museo apareció ayer un cartel, con el sello de la secretaría, en el cual se calificaba en términos poco prudentes el aviso de EL LIBERAL, condenó con dureza la actitud de los funcionarios del Museo, aplicándoles el dictado de “ligeros” como el más suave;
Que a pesar de estar haciéndose otras obras en el Museo del Prado, y de hallarse muy avanzada la estación, emprenderá inmediatamente la estación, emprenderá inmediatamente la reforma de la calefacción tubular, cueste lo que costare;
Y, en fin, que está resucito a poner nuestra preciadísima Pinacoteca en condiciones análogas a las que disfrutan las mejores del mundo, libertando al Museo de cuanto pueda ocasionar en él una catástrofe sin remedio.
A todo ello solo tenemos que decir con fervorosa unción:
Amén.”
Y es que llorar tiene fácil remedio.
“Ayer hubo gentes que lloraron… por lo que tiene facilísimo remedio.
¿No es esto mejor, y más sano para la patricia que llorar por lo irremediable? Hemos inventado una catástrofe… para evitarla.”
Según explica el Museo del Prado en su página web, el ministro Aureliano Linares Rivas realizó una visita de inspección de tres horas el 28 de noviembre, tres días después de la publicación del artículo. El arquitecto inspector, Ávalos; Samsó y Arbós, de la Junta Inspectora; y el jefe del negociado de Bellas Artes, Castro, acompañaron al ministro.Tras la visita, Linares Rivas dispuso que se vaciaran los depósitos de leña de los sótanos y que sustituyera el uso de velas por linternas. Otra medida preventiva ordenada por el ministro fue desalojar los desvanes donde los empleados calentaban la comida en hornillos.
Mariano de Cavia da nombre hoy a un prestigioso premio de periodismo que concede el diario ABC. Wenceslao Fernández Florez, Manuel Chaves Nogales, César González-Ruano, José María Pemán, Jacinto Miquelarena, Carlos Sentís, Julio Camba, Dionisio Ridruejo, Francisco Umbral y Camilo José Cela son algunas de las firmas que aparecen en la lista de premiados.