Hay un viejo sketch de los Monty Python donde se parodia el drama de “clase social” allí, kitchen sink drama, y se reinvierte el choque entre el padre minero y el hijo escritor. Así, el hijo minero “protesta” contra el esnob de su padre, literato de éxito, “que no deja de llevar a mamá a estrenos e inauguraciones”.
Algo de esa pieza son estos diarios de Juan Marsé; un personaje propio de Fresas Salvajes de Bergman que vive en el tedio de tener la vida resuelta. Con una trayectoria un tanto descendiente como novelista, fuera de tiempo y con la desgracia político-social de escribir castellano en Cataluña, estos esbozos son la obra de un hombre amargado, mucho, que odia los reconocimientos ajenos tanto como los propios. Casi exactamente igual como lo parodió Jaime Bayly en el primer episodio de su muy divertida Morirás mañana y que hace pensar que el escritor peruano debió conocer anécdotas de primera mano de su irascible trato.
Marsé, recién salido de trabajar en SEAT. Creo.
Marsé fue, en resumen, un señor bajito –¡personajes temibles!– que vivió toda la vida de su memoria de niño de posguerra con picorcillos al ver un turgente póster de Rita Hayworth… poco antes ser acollejado sin piedad por cualquier cura preconciliar y posterior diputado de ERC por Gerona. Amigos, explicad esta memoria de los años 40 a 50 al amante bilingüe, ¡jajaja!, llamado Epsilon, posgénero, poliamoroso, y que tiene de chulo a un pigmeo bígamo transmaricabollo en un loft barcelonés: dos tiempos, dos mundos.
En ocasiones, el mejor Marsé, este de la infancia en Barcelona, emerge en descripciones maravillosas de apenas cuatro líneas –¡esas naranjas donde su madre ensayaba cómo pinchar para su preparación en enfermería!– pero el resto es un despotricar aburrido contra tirios y troyanos. Siempre he apoyado, más de lo que debería, los ad hominem finos –a lo Capote–, porque me recuerdan al viejo cinismo inglés de toda la escuela de P. G. Wodehouse. Esto requiere descripciones delicadas, cierto ojo con los personajes, y un control muy notable de los esfínteres. Su odiado Umbral, que siempre fue mejor escritor en corto que Marsé, lo dominaba incluso en sus textos más apagados.
Marsé, en fin, acabó como personaje bronco, profundamente infeliz y sin el encanto goyesco criptofalangista de Rafael Sánchez Ferlosio (secundario chungo, MUY CHUNGO, de cualquier filme de Terry Gilliam). El catalán tuvo un apacible ocaso y con ello perdió su mundo, ese drama de clase obrera ambiciosa que hacía válida su ficción, y quizá su único tema. Puede ser que, mientras preparaba ese personaje bronco frente a algún becario infeliz de algún diario de derechas, fuera consciente de que ese era el único cuento que le quedaba por imaginar: el de monstruo en una cueva asaltada por personajes de mofletes rojos y que recordarían a los niños aventureros de Los Goonies.
A ese escritor de nariz de patata, gran cinéfilo, le habría encantado la comparación.