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Mientras tantoMartha Marcy May Marlene

Martha Marcy May Marlene


 

En Los idus de marzo gozamos una película bien hecha, una trama creíble en la que hasta los segundos y terceros personajes están bien perfilados. Los actores españoles que no vocalizan destrozarían una historia así, la convertirían en plastilina. Sin embargo, a pesar de su ritmo sin tacha, esta película no aporta absolutamente nada, Peor aún, remueve un viejo juego, un clásico mecanismo de captura.

 

Estados Unidos nos vende la hamburguesa, el napalm, la tecnología a distancia y la invasión de Irak. Después, nos vende también la primera crítica, la gran versión del complejo de culpa. Es la empresa perfecta y su trampa luminosa es en parte la de Los idus de marzo: el intrincado laberinto del poder en unas elecciones norteamericanas, con algunas pasiones soterradas y grandes ambiciones entretejidas. ¿Moraleja? Los Estados Unidos son grandes, incluso en lo peor. Su poder fascinante e imbatible, pues incluye su propia crítica. Hasta la corrupción es estelar. El público se rendirá extasiado ante esta crítica de la inmoralidad del imperio, como antes se ha rendido ante su mayoría moral y las incesantes guerras justas que atiza. El emblema In God We Trust se encarna ante todo en la eficacia terrenal de la bandera luminosa de barras y estrellas.

 

Nada que ver con Martha Marcy May Marlene, donde el primer plano se enfoca, bajo la sociología al uso, en los otros Estados Unidos. El laberinto local, discretos y oscuros seres humanos que pululan al margen de los mecanismos públicos de poder y la omnipresencia de la bandera –por sorprendente que parezca, es posible que no se muestre ningun–. Hasta el título es significativo, pues tiene que ver con la multiplicidad femenina y el miedo sin nombre –es decir, con demasiados nombres– sobre el que gira la cinta de Sean Durkin.

 

Martha (Marcy May) es una joven más bien depresiva, dulce y sensible, que ingresa en una granja “familiar” donde todo se comparte, desde la ropa interior y la comida hasta los amantes. Una naturaleza poblada de sombras en los estados de Nueva York y Connecticut compone el decorado para unos seres humanos también cargados de sombras, con una tortuosa relación con su pasado. Con la relativa excepción de la hermana de Martha, Lucy, y su marido Ted, todos los humanos que cruzan la pantalla están imbuidos de un entrecortado misterio.

 

Los silencios, la incomunicación, ante todo de cada cual con su biografía, sueldan las frases aisladas. Enigma al que contribuye la tibieza de un verano norteño que no acaba de llegar. La inexpresión del rostro ovalado de Martha se confunde a veces con el claroscuro de la vegetación del fondo, como si la propia naturaleza participara en el impasse de lo que “se narra”, sin acción ni héroes. Tiene mérito rodar algo que es casi nada.

 

¿Qué hay sin embargo en común entre estas dos películas tan distintas? Una sociología desmoralizante, escéptica acerca del lenguaje común, el pensamiento y las fuerzas que puedan anidar en el hombre. No es que no haya héroes, es que casi todos son villanos que ni recuerdan cuando mienten y cuando no. La manida “corrosión del carácter” de estos tiempos obliga a los personajes de Durkin a una interdependencia tóxica; no sólo en la granja, sino también en la guerra civil exterior del desafecto, en el constante darwinismo del poder social.

 

Y este pesimismo vital lo contamina todo en Martha Marcy May Marlene. Es dudoso, por ejemplo, que las múltiples comunas que eclosionaron y perviven en Norteamérica tengan como norma esa atmósfera siniestra del grupo que dirige Patrick en el campo.

 

Grupo primario que comparte las alegrías de las labores agrícolas, fuerza la promiscuidad sexual de sus miembros, establece ceremonias de iniciación más o menos humillantes para las nuevas mujeres, y excursiones a investigar y robar en las casas ricas de la comarca. Cuando una de esas excursiones acaba mal, la “familia” decide matar a cuchilladas al hombre pacífico que les sorprende en su propia casa, igual que si fuera un cerdo. Ante el posterior complejo de culpa de la silenciosa Martha, Patrick se encoleriza y acaba dando rienda suelta a su saber iluminado: “La muerte es dura, pero es parte del juego. El miedo y la muerte nos permiten estar plenamente presentes en el ahora. La muerte es bella. Cuando alguien muere por fin se hace perfecto, pasa a un universo paralelo”. O algo así.

 

Pero este fanatismo que gobierna la comunidad agrícola, mezclado canciones y cosechas, no está tan alejado del millonario nihilismo en el que viven Lucy y Ted a tres horas de distancia. De hecho, cuando se fuga a casa de su hermana, en el ánimo deprimido de Martha se repiten los ecos, los recuerdos, los temores. Y también las paranoias nocturnas de unos ruidos que tanto pueden ser piñas como piedras arrojadas por la secta, que no la querría dejar marchar.

 

“Entiendes la vida por lo que posees” –le reprocha Martha al rico marido de su hermana–, cuando en realidad “sólo se trata de existir”. Martha, “maestra y líder” de cierta espiritualidad, la “favorita” de Patrick, la eterna hermana pequeña que tiene visiones, el único personaje que podría sobreponerse al desierto anímico de adentro y afuera de la granja, es precisamente quien está más deprimida. Mezcla en su cabeza lo que sueña con lo que recuerda, sus temores con sus deseos, la realidad con las paranoias.

 

La ingenuidad “comunista” de querer compartirlo todo es lo peor y lo mejor de ella. Martha no sólo cree que puede bañarse desnuda en el lago de la lujosa urbanización de Lucy y Ted. Se atreve también a lesionar la sagrada intimidad estadounidense tumbándose al lado, como un animal asustado por la noche y necesitado de compañía, mientras la educada pareja burguesa hace el amor. Lo que le hace enloquecer es el mundo afelpado de Lucy, después de un origen familiar común donde Martha ha sufrido el abandono. Esto es también lo que le hace temer –en el fondo, desear– el retorno de sus rudos camaradas de la “familia” campesina.

 

No es tan extraño que Martha no acabe de adaptarse al mundo confortable que se le ofrece tras la fuga, no sólo por ser mortalmente hipócrita y aburrido. En realidad, la secta de Patrick, y esta labor humanista y a la vez criminal que él dirige con cierta clase, vive de la inhumanidad perfectamente legal de la mayoría exterior. Lo grave es que poder siniestro de Patrick, que apenas necesita emplear la violencia, se basa en la palabra, una palabra que consigue polarizar en una comunidad el desamor general.

 

De alguna manera, tanto el luminoso mundo de la casa en el lago –sol, vida social, copas y lanchas rápidas– como el arcaico interior de la comuna agrícola, son dos epítomes de la alternancia occidental entre el fanatismo mayoritario y el fanatismo minoritario. Tanto dentro como fuera, con su corazón en la dulzura de los ojos, la tristeza de Martha no tiene salida, pues en todo lo que le rodea falta el hilo que convertiría el drama de vivir en lenguaje.

 

Por eso, porque todo se debate entre dos infiernos, poco importa al final si Martha, camino de una residencia psiquiátrica que va a reproducir el pequeño universo coactivo de la granja, se imagina que la siguen sus antiguos compañeros, o si eso no es verdad y ellos no vienen por fin a rescatarla para una “familia” que al menos funciona con un simulacro de amor. La depresión de Martha se vuelve incurable en un mundo convertido en una secta gigantesca, que sólo suma el aislamiento, un universo donde cualquier referente común que no sean el lucro, el sexo y el poder ha desaparecido.

 

 

Ignacio Castro. Madrid, 2 de junio de 2012

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