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Martín Casariego: “En el caso de un joven de trece años, ayuda recordar cómo éramos nosotros a esa edad”

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

El brutal asalto, el pasado lunes, de un niño de trece años al instituto Joan Fuster de Barcelona en el que estudiaba, que causó la muerte de un profesor y heridas a otras cuatro personas, ha dejado sin respuestas a una sociedad empeñada en trazar fronteras a toda costa. Ni sus circunstancias personales ni una disfunción de origen psicótico ni su integración en el grupo –por lo que sabemos– explican su espeluznante recorrido por los pasillos del instituto, pertrechado de armas que parecen de videojuegos y sembrando el terror hasta que se abrazó llorando a un profesor. El debate sobre la edad penal es tan estéril como la crítica genérica a los juegos de ordenador, o las apelaciones al aislamiento o a la disciplina.

 

El caso requiere un enfoque más amplio y profundo, y una vez más hay que recurrir a la literatura. Martín Casariego (Madrid, 1962) es un autor con una sólida trayectoria a sus espaldas: una docena de novelas –recuerdo especialmente La jauría y la niebla, 2009–, guiones de cine, relatos y artículos. Su última novela, recién publicada y galardonada con el Premio Café Gijón, nos sumerge en el universo de un joven de trece años atrapado entre en sus anhelos y sus temores que busca respuestas en otro chico mayor. Es su héroe para caminar por el filo de la navaja de la primera adolescencia –no todos tienen esa suerte– y le dice: “Es preferible no acercarse al abismo, pues incluso siendo horrible y pavoroso puede resultar atractivo, o consolador, o disfrazarse de Última Opción” (pp. 49-50).

 

El protagonista de su última novela, El juego sigue sin mí (Siruela), es un joven de trece años que relata unos años después un encuentro decisivo con un chico un poco mayor. ¿Qué le llevó a plantear esta trama y este personaje?

 

Quería escribir una novela para adultos pero con personajes jóvenes, en la línea de El guardián entre el centeno (adoptada también por un público juvenil, como ojalá acabe pasando con El juego sigue sin mí). Tenía dos puntos de partida, que acabaron confluyendo: la historia de un chico que escribe a su ex novia citándola, con la amenaza de que, si no aparece, él se suicidará; y el encuentro entre un chaval y un chico mayor al que admira, que supuestamente ha de darle clases de una asignatura y que acaba hablándole de otras cosas. Una de esas historias hablaba de la muerte, del suicidio, y la otra, de la vida; quizá desde un principio intuyera que se complementaban. En cuanto a que el relato se haga desde el futuro, lo hice para que la voz del narrador, Ismael, fuese más madura, y permitiera una mayor profundidad. Que fuese ya consciente de las sombras de ese personaje al que admiraba, y que era para él como un héroe.

 

¿Cómo abordó la inmersión en un personaje a una edad que puede parecer impenetrable? Lenguaje, zombis, apodos a partir de monstruos de plástico…

 

Para escribir, un escritor mira siempre hacia dentro y hacia fuera. Hacia dentro, buscando, en este caso, ese niño que fui, ese explorador  –esos son los adolescentes– que quiere llegar a un territorio nuevo, en el que tiene depositadas muchas esperanzas, pero en el que habitan muchos miedos e incertidumbres. Y hacia fuera, mirando a los chicos que nos rodean, que vemos en la calle o que conocemos, y leyendo artículos que hablan sobre ellos, escuchando a padres, a profesores… Con esos monstruos de plástico, los Gormitis, he convivido durante algunos años, y en la novela representan para Ismael y sus amigos la infancia, el territorio que quieren dejar atrás… Aunque al final Ismael pone uno en una urna en su cuarto, tal vez como símbolo de que no va a olvidar no solo a su amigo, sino tampoco su pasado, sus raíces. En cuanto al lenguaje, en los diálogos hay que ser cuidadoso, pues el lenguaje escrito nunca debe ser como el oral, sino que tiene que fingirlo… Un adolescente no puede hablar como una persona de mi edad, pero tampoco sirve ponerle un magnetófono, el resultado sería ilegible.

 

A los trece años, un niño ¿es inocente, culpable, vive en un limbo? ¿Hay responsabilidad a esa edad?

 

¿Quién puede contestar a eso con autoridad? Yo no, desde luego. Es un tema muy espinoso, y supongo que viene a cuento por el reciente caso de ese niño de la edad de Ismael que, armado con un machete y una ballesta, hirió a varias personas y mató a un profesor… La ley tiene que trazar líneas, fronteras tajantes… y la realidad, la vida, no las establece tan claramente. Por eso es inevitable que realidad y leyes choquen cuando se acercan a los espacios fronterizos, en disputa… No todos los niños de trece años son iguales, pero la ley no puede individualizar, no se lo puede permitir. Así que se establecen unos criterios que, en ocasiones, nos parecen inadecuados, insuficientes o erróneos. A los cinco, a los seis años, hay muchas cosas que no están claras. Con trece ya sabemos –o deberíamos saber– qué está bien y qué está mal, qué hace daño a los demás, y cuándo un daño es desproporcionado e irreparable… Pero tampoco se le puede castigar como si fuera un mayor de edad. Es un caso muy doloroso, a mí me dan mucha pena todos; las víctimas, por supuesto, pero también el niño y sus padres.

 

Su personaje dice (p. 37): “Esta tarde yo me encontraba sin fuerzas, terriblemente apático y cansado. Con trece años me sentía así a menudo”. Los padres y los adultos en general ¿entendemos lo que pasa por la cabeza de un joven de trece años?

 

Entender, intentarlo, supone un esfuerzo, y no siempre estamos dispuestos a esforzarnos. Hay que ponerse en el lugar del otro, y en el caso de un joven de trece años, ayuda recordar cómo éramos nosotros a esa edad, qué pensábamos, qué sentíamos, qué esperábamos, qué nos ilusionaba y qué nos atemorizaba. A mí me sorprende la vitalidad de los niños, su fuerza, sus ganas de vivir, de aprovechar al máximo el día (por eso hay que mandarles ir a la cama, ellos se quedarían en el salón hasta que se les cerraran los ojos). Hace poco jugué un partido de fútbol con niños y profesores jóvenes de gimnasia: los profesores pasaban a tu lado como aviones, mostraban una fuerza increíble, yo tenía la sensación de ser una tortuga con artrosis… Cuando tenía dieciocho años estaba bien físicamente, pero nunca fui consciente de mi fuerza… Sólo ahora la aprecio, retrospectivamente. Pero también los adolescentes pasan por épocas de apatía, de cansancio, físico y moral. Digamos que también tienen derecho a estar sin energías, a ser vagos, a tener ganas de meterse en la cama. Nada (o casi nada) es blanco o negro. Yo recuerdo haber pasado por esas fases de agotamiento, de apatía, que luego he observado en otros adolescentes, y que imagino que tienen que ver con el crecimiento. Recuerdo que tenía también pesadillas, en las que corría y me dolían mucho los músculos, sobre esto sí he indagado, y parece ser que la causa es esa, el crecimiento. Creo que no hay que ser blandos con los adolescentes, pero sí comprensivos. Para entendernos a nosotros, ellos cuentan sobre todo con la imaginación; para entenderles, nosotros contamos además con la experiencia. Contamos precisamente con las dos armas con las que se escribe: la imaginación y la experiencia.

 

 [En fronterad: Aprender a vivir en la última novela de Martín Casariego, de Pedro García Cueto]

 

 

Familiares del IES Joan Fuster, a las puertas del centro

FOTO: EL PERIÓDICO DE CATALUNYA

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