Hace dos semanas, Brasil sorprendió al mundo con multitudinarias protestas que en España sonaban muy familiares, porque nacían del legítimo sentimiento de indignación de una gran mayoría de la población. Diez días después, habían conseguido lo que los indignados de la Puerta del Sol nunca consiguieron: que el Gobierno de Sao Paulo echara marcha atrás con la impopular medida que sacó a los paulistanos a las calles –el aumento de 20 céntimos de real en la tarifa del autobús urbano- y que, poco después, la presidenta Dilma Rousseff anunciase un plebiscito para dar respuesta a una expresión del descontento que pide no sólo mejoras en el transporte público de las grandes ciudades, sino, de un modo mucho más amplio, servicios públicos de calidad –sobre todo, sanidad y educación-, más mecanismos de participación democrática y menos corrupción.
En las redes sociales repicó pronto, dentro y fuera de Brasil, un chiste fácil, pero con mucha verdad: algo está cambiando en serio cuando los brasileños salen masivamente a las calles para pedir más educación y menos fútbol. Ayer, durante la final de la Copa Confederaciones, en los alrededores del estadio Maracaná, en Rio de Janeiro, cientos de manifestantes recordaban que, para miles de brasileños, el fútbol se ha convertido en un negocio corrupto, y eso se hace muy perceptible en el Brasil que prepara, a las carreras, bajo las incisivas presiones de la FIFA, el Mundial de 2014. No es casualidad que todas las ciudades que serán sede del Mundial hayan participado en masivos actos de protesta.
Cada vez más ciudadanos son conscientes de que corren el riesgo de no ser invitados a su propia fiesta: ese Mundial en el que se invertirán alrededor de 15.000 millones de dólares (unos 11.000 millones de euros) en infraestructuras. Lo que inquieta desde hace tiempo es si esa enorme cantidad de dinero se invertirá en las necesidades reales de los ciudadanos o a las de la especulación inmobiliaria y los patrocinadores de la FIFA. Esa misma FIFA que ha dado la batalla para imponer sus condiciones: consiguió, por ejemplo, que se suspenda durante el Mundial la ley brasileña que prohíbe beber alcohol en los estadios, para beneficio de la Budweisser, que monopolizará las ventas en los campos de juego. Las urgencias de la fiesta del fútbol han conseguido también que las inversiones del Mundial sean una excepción a la ley que prohíbe el endeudamiento excesivo de los municipios; o sea, que un ayuntamiento podrá endeudarse para construir un estadio de fútbol, pero no para mejorar las cloacas de un barrio. Y eso es grave en un país donde el 40% de los hogares tiene deficiencias en la red de saneamiento.
Fue precisamente un ex futbolista que conocemos bien en España, el hoy diputado Romario, quien puso el dedo en la llaga, al recordar que con los 590 millones de dólares que costará el estadio de Brasilia se podrían construir 150.000 viviendas populares. La reforma del mítico Maracaná carioca se estima en un coste de 600 millones. Demasiados ceros para edificaciones que, en un país con tantas carencias en infraestructuras –el déficit habitacional se estima en cinco millones de viviendas-, están llamadas a convertirse en ‘elefantes blancos’: los estándares de la FIFA exigen estadios de 70.000 plazas, cuando la media de entradas que se venden en un partido de los torneos brasileños ronda las mil.
Y todo eso, por no hablar de la cuestión más sangrante e indigna de todas: el tratamiento indigno -y totalmente ilegal- que están sufriendo los vecinos de centenas de favelas obligados a desplazarse por las inversiones que directa o indirectamente se enlazan con el Mundial. Porque Brasil 2014 no será sólo la fiesta del fútbol, sino de los especuladores inmobiliarios, sobre todo en ciudades que, como Sao Paulo o Rio de Janeiro, experimentan desde hace unos años un proceso de burbuja inmobiliaria que también resulta muy familiar en España. Por eso les repito a mis amigos brasileños que no se dejen encantar por la burbuja, que aprendan de lo que pasó en España. Por eso recibo con alegría y expectación la indignación de un pueblo que parece despertar, o que, tal vez, nunca durmió. Porque, aunque se haya tratado de invisibilizar, con notable éxito, el pueblo tiene a sus espaldas una larga historia de resistencia y lucha por la emancipación. El mensaje, para América y para el mundo, es claro: no estamos dispuestos a que nos sigan robando. Queremos participar de las decisiones. En España lo supieron resumir en tres palabras clave cuyo contenido circula desde entonces en las calles y plazas de Nueva York, Tel Aviv, Sao Paulo. Tres palabras que no deberíamos olvidar: Democracia Real Ya.