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Mientras tantoMatando el tiempo

Matando el tiempo

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Si es el tiempo el que nos mata, que nadie se haga la ilusión de vivir matando el tiempo. Al privar al tiempo de sustancia humana, al renegar de cualquier novedad o riqueza que pueda traernos, más bien certificamos haber muerto antes de plazo. Por eso, a sabiendas de que es nuestro verdadero enemigo, y por cierto un enemigo mortal, al hombre le toca forcejear con el tiempo, resistirse en lo posible a su imperio. Al fin y al cabo, la naturaleza de este adversario le convierte a la vez en nuestro indispensable aliado: todo lo hacemos contra el tiempo, pero también en el tiempo y gracias a él.

 

¿Se nos permitirá revolver un poco más en el lenguaje coloquial?. Aunque nuestra vida cronológica coincida con el paso de los ratos o porciones de tiempo, la fórmula óptima del vivir humano no es pasar el rato. Cuando no pasa nada, cuando no nos pasa nada, lo que ha pasado  -lo comprobamos después sin remedio-  es el tiempo. Sólo quien ya ha depuesto las posibilidades contenidas en su existencia, quien ha arrojado por la borda lo mejor de sus deseos, puede decir que su vida es un ir tirando. ¿No valdría más decir, entonces, que es el tiempo el que tira de él como de un animal ensogado? Mero existir como un dejarse existir, el simple durar como todo propósito…, tal sería el estado animal por el que muchos humanos suspiran.

 

A grandes trazos, si alguna época del año parece revelar este mal uso del tiempo por parte de tantos, ésa son las vacaciones veraniegas. Aquí el «no hacer nada» se canta como el ideal del hacer, lo que se exalta es la voluntad del tiempo vacío como puro transcurrir del tiempo. El disfrute de este vacío viene a coincidir sin más con el goce que nos depara la no-obligación… Todo ello resulta, en verdad, bien instructivo. Pues así se reconoce que el tiempo para cada uno realmente interesante, el que de veras cuenta, es el tiempo de trabajo, es decir, el tiempo para el otro, el tiempo sometido y forzado; que ése es  -tremenda paradoja-  el único período de tiempo lleno. De tanto traficar con su propio tiempo, cada cual ha terminado haciendo suya la primera ley social: el valor de personas y cosas, medido ante todo por el tiempo que incorporan, se expresa en su compraventa.

 

Tan es así que, en cuanto nuestros dueños nos conceden la gracia de una breve porción de tiempo para nosotros, un residuo de tiempo al fin liberado, no sabemos cómo emplearlo. Por lo visto, no hay estímulos suficientes aplazados durante el período laboral, no hay deseos incumplidos a lo largo del año que ahora requieran su desquite. La necesidad de trabajar, como plasmación universal del afán de subsistir, ha acabado con todos los demás deseos. El deber del trabajo dependiente ha agotado cualesquiera otros deberes. De suerte que lo único que cabe hacer en este tiempo de holganza es lo que el patrón nos prohibe: vegetar. Y como nada tengo que hacer a las órdenes de otro, no sé qué hacer espontáneamente para mí o los míos. Junto a la conciencia de que la mayor parte del tiempo nos es robado (y sin contrapartida que valga), la más terrible revelación de las vacaciones -y nada digamos de las vacaciones definitivas, de la jubilación- sería el anonadamiento incluso de este escaso tiempo libre que nos dejan.

 

Que sean otros, pues, quienes nos administren también este tiempo, pauten sus ritmos y marquen sus contenidos. El caso es huir del tedio o  -tal vez mejor- evitar a toda costa ocuparnos con  nosotros mismos y de  nosotros mismos. La indolencia infinita de los cuerpos tumbados en piscinas y playas, la fascinación familiar ante el concurso televisivo, el aturdimiento juvenil en la discoteca, el rito festivo de copas y vacas bravas…, ¿pregonan otra cosa que la dimisión de nuestro tiempo como nuestro y la obligación de dilapidarlo según está mandado? Los hay, más selectos, firmes creyentes en que lo propio del verano es entregarse a la literatura de evasión…,  como si el resto del año lo pasaran enfrascados en la literatura de inmersión  profunda y venga a meditar sobre el destino y las postrimerías. Por si no estuviéramos ya bastante evadidos de nuestra tarea humana, el capital del ocio  -que es lo menos ocioso que cabe-, nos inventa sin parar todo género de tentaciones para divertirnos; o sea, para desviarnos de lo nuestro. Así que, hasta cuando nos da por descansar, les rendimos a los amos un excelente servicio. Que nadie se aburra y desconecte el aparato, no sea que ellos se queden sin negocio y nosotros nos sirvamos del ocio peligrosamente.

 

Pero las cosas no son tan claras, replicarán algunos, y ahorrémonos el sermón. Dígase lo que se quiera, ¿quién nos reprochará disponernos a perder el tiempo, cuando es el tiempo el que en definitiva nos pierde?. Ya sea administrado con avaricia o derrochado sin tino, al final, ¿acaso se nos arrebata algo que no sea nuestro tiempo? ¿No es para el hombre todo tiempo, por definición, tiempo perdido? ¿Por qué empeñarse en aprovecharlo, si sabemos que el tiempo vuela y la muerte nos lo quitará del todo?.

 

Pues justamente por eso, porque lo sabemos, porque somos los únicos seres vivos en saberlo y porque, a la postre, pocas cosas sabemos tan ciertas como ésa. Es más: en realidad, sólo desde esa conciencia segura del final podemos concebir la riqueza de la vida y dar su valor a cada instante.  Entonces comprendemos que el tiempo, aunque provisional (o, mejor dicho, precisamente por serlo), es nuestra principal propiedad  a partir de la cual pueden crearse todas las demás.  «La muerte hace preciosos y patéticos a los hombres», escribió Borges. Patéticos, sin duda, en tanto que sabedores de su finitud y merecedores por ello de compasión; pero también preciosos, pues es su consciente precariedad temporal la que, al hacer de cada individuo humano un ser irrepetible , les otorga a él y a su tiempo su auténtico precio y los vuelve dignos de ser apreciados.

 

Si esto ya lo descubrió la poesía (que canta el Carpe diem ) y la filosofía (cuya primera tarea es la meditatio mortis), su máxima perversión se halla en nuestra religión cotidiana de la economía mercantil. A los ojos de esta última, los hombres no somos más que encarnaciones determinadas de tiempo -y por eso intercambiables en cierta proporción-, pero tan sólo de ese tiempo amorfo gastado en producir mercancías y en consumirlas. Y como fuera de esos quehaceres no hay para ella otros dignos de estima, tampoco debe haber fracciones de tiempo al margen de ese tiempo económico, que es el primordial. El mercachifle de nuestros días sólo nos vocea una consigna: «su tiempo es mi dinero».

 

La economía humana sería en esencia economía de tiempo,  un ahorro del tiempo empleado en nuestra reproducción natural a fin de alargar el destinado a los goces propiamente humanos. Al contrario, la economía regulada no por los hombres, sino por el mercado, aspira a apoderarse sin fisuras de todo nuestro tiempo. Cada minuto que escape a su contabilidad será un tiempo, por no rentable, superfluo y despreciable; esos raros momentos que aún pugnamos  por rescatar para nosotros han de parecerle un derroche, cuando no un robo de lo que se le debe. Si nos consiente unas vacaciones, es en la seguridad de que -perdiéndolo- le devolvemos ese tiempo con creces. Cuando nos exhorta a invertirlo como es debido, simplemente nos induce a la más completa inversión de nuestras relaciones con el tiempo.

 

 Uno diría, pues, que esta sociedad  nos vuelve cada vez más patéticos porque nos hace cada vez menos preciosos. Y el clásico podría concluir de nuevo, con inmensa melancolía, que la mayoría de los hombres mueren sin apenas haber vivido.

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