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Mathilde Pomès y la tropa del 27

 

Durante la primera mitad del siglo pasado, publicar en Francia era, para un autor español, poner una pica en Flandes. Por eso unos y otros se afanaban en conseguir lectores, traductores, intermediarios o amigos influyentes del país vecino, y todo ello lo fue Mathilde Pomès (1886-1977), abocada desde niña al hispanismo. Desde la ventana de la casa donde transcurrió su infancia, en Sainte-Marie de Campan, contemplaba los Pirineos y, al fondo, un país que llamaba su atención. Fue la primera mujer “Agrégée” en Lengua española –en una categoría superior hasta entonces reservada a los hombres– y en 1920 ganó una beca y vivió durante unos meses en América del Sur. Su larga y abnegada dedicación a las letras hispánicas se refleja en una copiosa correspondencia compuesta por cerca de un millar de cartas de 160 corresponsales, que legó a sus amigos Manuel Sito Alba y Elisa Ruiz. Esta última ha preparado una exposición –abierta en la Biblioteca Nacional hasta el próximo 8 de enero– y un catálogo donde se reivindica la labor de Pomès y se da a conocer una selección de unas 120 cartas. El epistolario completo, que será donado a la Biblioteca Nacional, está en curso de preparación.

 

Mathilde Pomès fue una verdadera femme de lettres y mantuvo estrechas relaciones con los grandes escritores de su época, especialmente con Paul Valéry, en cuya casa estaba invitada a comer semanalmente, y con Valery Larbaud, una especie de agente europeo de los valores literarios en alza, por cuya intermediación se dio a conocer, por ejemplo, a James Joyce en España. Con la generación de los mayores (98 y asimilados) Pomès estableció un contacto respetuoso y cordial. Admiraba sobre todo a Unamuno, a quien tradujo y visitó en Salamanca a comienzos de los años veinte. En junio de 1922, el pensador le escribe a propósito de su condena por injurias al rey: “…fui requerido y acudí a mantenerme de pie, como un hombre libre, frente al trono; y a decirle cosas que pocas veces habrá oído, si es que alguna. Y ni abdiqué ni me sometí”.

 

Menos solemne, Antonio Machado pone a su disposición “cuanto he escrito” e incluso le promete algún inédito para Le Figaro, donde Pomès se encargaba de la lengua y la cultura españolas desde 1929; Azorín le agradece los artículos que le ha consagrado y valora la opinión de una mujer “tan fina, tan sutil y tan delicada como usted”; Ortega, puntilloso, duda si un término está bien traducido: “Ayer, leyendo el trozo a [Pierre] Drieu la Rochelle, se extrañó un poco”, y Azaña, misterioso, le pide en 1930 que no le escriba y que dirija toda la correspondencia a su cuñado, Cipriano Rivas Cherif: “Yo necesito por ahora desaparecer. Otra vez le ruego que me perdone por todas estas rarezas”. Se han conservado treinta y cinco cartas que Ramón Gómez de la Serna dirigió a su “madrina”, traductora de las Greguerías con Valery Larbaud (1923).

 

Pero quien cae en tromba sobre la hispanista –aunque hay interesante correspondencia con músicos y otros escritores– es la alegre tropa del 27. Este epistolario brinda una oportunidad de repasar sus anhelos, en muchas ocasiones entreverados de miserias y ruindades o, como escribe Elisa Ruiz, “de afán de protagonismo y pueriles vanidades”. Lo que se devela enseguida es el espíritu de grupo que promueven desde el principio. En 1927, Pedro Salinas define a la “joven literatura”: Gerardo Diego, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Alberti y Lorca (“pronto se publicarán los Romances gitanos”), con alguno más. En 1929, y a propósito de una antología que prepara la hispanista, Guillén cita varios nombres, “aparte del mío que dejo de un lado por razón de método”: Salinas, Lorca, Alberti y Gerardo Diego, “la promoción de los mejores”, aunque también podría incluirse a Aleixandre, Cernuda, Altolaguirre y Emilio Prados. Para este mismo proyecto, Salinas considera “indispensables” a Guillén, Alberti y Lorca y “probablemente” Gerardo Diego y Antonio Espina. De ir a gente “más joven”: Aleixandre, Cernuda y Larrea. Anima a la antóloga en su empeño: “Mathilde, usted es la única persona en Francia capaz de hacerlo”.

 

Tras la publicación de Anthologie de la poésie espagnole (1934) –para la que la hispanista hizo la selección, traducción y comentarios–, escribe Juan Guerrero: “…esperaba que los poetas honrados por usted hiciesen brotar en las revistas y prensas españolas el elogio tan merecido por su esfuerzo y gentileza. El silencio observado me ha dolido tanto como si se tratara de un agravio personal para mí”. Aleixandre comenta a Pomès en 1935 que no le ha escrito con motivo de la antología porque ha estado enfermo y ha pasado “un verano fatal y un invierno nada bueno tampoco”, pero a continuación añade que ha recibido el “Gran Premio Nacional de Literatura” y que en el coro de “cariñosas” felicitaciones “me faltó tu carta, sí me faltó porque la eché de menos”.

 

Ante Pomès, los jóvenes poetas se emplean contra las figuras principales del panorama literario. Escribe Guillén en 1925: “Azorín en baja: una indignidad, mal literariamente”; “en baja Baroja, viejo tristón”; Valle Inclán “saludable, magnífico de cabellera y barba” y de “humor jugoso”; Unamuno y Teresa, el último libro que acaba de publicar: “¡qué tristeza!”. Escribe Salinas en 1928: Azorín “con sus ridículos intentos teatrales”; Baroja “viviendo de las sobras de su arte”; Valle-Inclán “muy poco amigo de los jóvenes”; Pérez de Ayala “invisible”, y Antonio Machado “con ese aire remoto suyo” y obstinado en hacer teatro por influencia de su hermano.

 

Es ley de toda generación literaria desarbolar a sus predecesores –y la del 27 fue brillante en todo lo que se propuso–, aunque existe una excepción, Juan Ramón Jiménez, a quien todos admiran y cultivan. Aleixandre destaca la felicitación que ha recibido del poeta, “ya sabes la inteligencia que pone en el elogio”, y Salinas afirma: “Todos los maestros del 98 le odian, pero los jóvenes le amamos y eso le basta”. No hay correspondencia de la hispanista con el poeta onubense pero sí con Zenobia Camprubí, una mujer excepcional consagrada en cuerpo y alma a la obra de su marido. Y al sustento, ya que abrió en Madrid una tienda dedicada al “Arte Popular Español” y consiguió de Mathilde no solo que le enviara hilos, tejidos y diseños sino que se ocupara después de hacer llegar los bordados y encajes ya manufacturados a la clientela francesa. También le llega la hora a Juan Ramón y Jorge Guillén protagoniza una ruptura que puede seguirse a través de las cartas de Juan Guerreo. Por una “desatención deliberada y manifiesta”, Guillén envió al maestro un telefonema en 1933 retirándole su amistad y le dirigió un escrito público en el que le revelaba su “odio antiguo” inspirado por “la más baja envidia”, según Guerrero.

 

Para todo servía la paciente hispanista, traductora y agente, amiga y confidente. Medió para que Salinas consiguiera en 1914 la plaza de lector de español en la Sorbona que ansiaba; acogió en París a Altolaguirre en 1930 por recomendación de Salinas: “Ahí va Manolito Altolaguirre (…) Dice que quiere estudiar, trabajar con la imprenta, leer, aprender francés, no sé cuántas cosas más. No crea nada, aunque él lo cree”, e hizo posible el sueño de Guillén de conocer en persona a Paul Valéry. La carta en la que da cuenta de la vista, en mayo de 1924, al poeta, que se alojaba en la Residencia de Estudiantes, roza el paroxismo: “Me recibió en pijama, amabilísimo”. Valery ha sido “mi brújula poética: es mi padre más que mi maestro”.

 

Pomès mantuvo una larga e intensa correspondencia –muy representada en esta exposición– con la mujer de Salinas, Margarita Bonmatí, que encontró en ella un apoyo y un desahogo a su atormentada vida, en la que sufrió infidelidades y desplantes, enfermedades y un intento de suicidio. Cuando estalló la Guerra Civil, Mathilde estaba en Santander, en uno de los cursos que organizaba Salinas, y sacó con ella del país a los dos hijos de la pareja, en un barco de bandera internacional en el que fueron evacuados profesores y alumnos extranjeros. Salinas, años después (1951), ya desde su exilio americano, recupera el contacto con Pomès y le dice: “¿Sabes que no encuentro editor para mis cuentos ni para mi teatro? Creía uno haberse ganado el derecho a la atención, a comunicarse con los posibles lectores. No hay tal”. La guerra ha deshecho el grupo.

 

Pero en 1931 conformaban una generación alegre y desenfadada. Mathilde Pomès viajaba con frecuencia a España y le ofrecieron un homenaje en el restaurante Buenavista de Madrid. Están todos a su alrededor en la foto que se tomaron para la ocasión. En esos meses le escriben postales divertidas y colectivas, como la que firman a finales de 1931 “Manolo patas de bolo” [Altolaguirre], “Gararda Diaga (poeta humano)”, “el hombre que más postales escribía a Matilde” [Aleixandre] y Lorca, con un dibujo y unos versos: “¡Oh, Matilde! / en el tilde / de la té T / una rosa te pondré”. Mathilde Pomès murió olvidada y sola en una residencia de ancianos de Neully sin recibir apenas reconocimiento, lo que esta exposición y este legado pretenden paliar.

 

Homenaje a Mathilde Pomès en el restaurante Buenavista. Madrid, 10 de abril de 1931. De izquierda a derecha: Juan Guerrero (arriba). Ángel Vegué, Gerardo Diego, Jaime Torres Bodet, Mathilde Pomès, Luis Cernuda, León Sánchez Cuesta, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Oscar Esplá, Claudio de la Torre, José Bergamín y Pedro Salinas.

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