Tres notas de algunas de mis últimas lecturas.
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Fue algo que el cronista debió haber presenciado. Las muchachas de Reagan, ¿se mostraron lívidas o triunfantes? Los manifestantes negros, ¿parecían dignos, estridentes o satisfechos? La crónica no estaba mal, pero el ‘Times’ no estaba dispuesto a convencer a sus periodistas de que no es posible contar bien algo sin sus matices.
‘Miami y el sitio de Chicago’ (Capitán Swing). Norman Mailer.
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Tras la primera lectura de «El jockey», subrayé la descripción que hace Carson McCullers del entrenador Sylvester: «un sujeto grande, no muy recio, de nariz encarnada y unos ojos azules y lentos». ¿Unos ojos azules y lentos? Me pregunté qué quería decir con lentos. A lo mejor se refería a unos ojos «lerdos», me dije. Pero no, tras consultar el diccionario decidí que debía de referirse a la acepción de «tardo o pausado en el movimiento o en la acción». Sí. Después McCullers describía cómo el jockey entraba en el restaurante del hipódromo y «escrutaba la sala con sus apretados ojos de crepé…». Acudí de nuevo al diccionario: «crepé: tela suave, ligera y delgada de seda u otra fibra, con la superficie rugosa». Ah, unos ojos apretados, de crepé… claro.
‘El silencio del héroe’ (Alfaguara). Gay Talese
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En los años veinte se descubrieron aquí grandes yacimientos de carbón. Pronto empezó a convertirse en un complejo industrial minero, construido, principalmente, con los brazos de los condenados, de las víctimas del terror de Stalin. Se levantaron decenas de lagers. Al cabo de poco tiempo, Vorkutá, junto a Magadán, se convirtió en un nombre símbolo que infundía horror y pánico, en un lugar de destierro, infernal y, a menudo, sin retorno. Contribuyeron a ello el terror que el NKVD ejercía en los lagers, el trabajo sobrehumano en las minas, el hambre que diezmaba a los presos y el frío, espantoso e insoportable, pues se cebaba con una gente semidesnuda, crónicamente hambrienta, exhausta hasta los límites y dejada a merced de la más pérfida crueldad.
Hoy Vorkutá sigue siendo un complejo industrial minero. Lo forman trece minas, situadas en el cinturón industrial que rodea la ciudad. Junto a estas minas hay barrios obreros, parte de los cuales no son sino los antiguos lagers, donde sigue viviendo gente. Los barrios y las minas están comunicados entre sí con una carretera de circunvalación por la que circulan dos autobuses: uno en una dirección y el otro, en la contraria. Puesto que en esta parte del mundo el coche sigue siendo un bien escaso, el autobús es el único medio de transporte.
De modo que me subí a uno de ellos para ir a ver a Guennadi Nikoláievich, sabiendo únicamente que debía preguntar por Komsomolski Posiólok, número 6. Después de una hora el conductor se detuvo en un lugar que correspondía a la parada Komsomolski Posiólok, abrió la puerta del autobús y me indicó la dirección que debía seguir, pero lo hizo de una manera tan imprecisa que su gesto podía significar que yo había de caminar hacia cualquiera de las estrellas que forman la Vía Láctea. Sin embargo, en seguida me di cuenta de que aquel gesto suyo tampoco tenía ninguna importancia, pues al bajarme del autobús no tardé en desorientarme por completo.
En primer lugar, me encontraba en medio de una oscuridad total. Al principio no veía nada en absoluto, pero al cabo de un rato, cuando mi vista había empezado a acomodarse, vi que me rodeaban auténticas montañas de nieve. A cada momento fuertes ráfagas de viento golpeaban en sus cimas, levantando inmensas polvaredas de nieve; como si a cada momento estallasen por doquier unos géiseres de lava blanca. En derredor no había más que montañas de nieve: ni una sola luz, ni una sola persona. Y el frío era tan feroz que me impedía tomar aliento; cada intento de respirar hondo producía un agudo dolor en los pulmones.
El instinto de conservación debió decirme que la única salida de esta situación consistía en no moverme d ella parada a la espera del autobús siguiente, que tenía que llegar en algún momento (aunque fuese después de medianoche). Pero el instinto me falló, y, empujado por una funesta curiosidad –o tal vez por una simple insensatez–, eché a andar en busca de Komsomolski Posiólok y, en él, de la casa número 6. Mi insensatez se debía a que no me daba cuenta de lo que significaba encontrarse en plena noche en un lugar más allá del Círculo Polar, en un desierto de nieve, a la intemperie de un frío inhumano, que me agarrotaba la cara y me asfixiaba.
Caminaba sin saber dónde me encontraba ni en qué dirección debía ir. Elegía un montaña como objetivo, pero antes de que lograra alcanzarla, hundiéndome en la nieve, asfixiándome y debilitándome cada vez más, la montaña desaparecía. Era la ventisca, esa siniestra maldición polar, la que transportaba las montañas de un lado para otro, cambiando su situación, su composición, cambiando todo el paisaje. No tenía dónde fijar la vista, ni un solo punto de referencia.
En un determinado vi ante mí una hondonada y en ella, una casa de madera de una sola planta. Me deslicé, y también rodé en parte, hacia abajo por la helada falda de la montaña. Pero se trataba de una tienda, ahora cerrada a cal y canto. El lugar se me antojó resguardado y acogedor, y ya incluso quería quedarme en él cuando me vinieron a la memoria todas las advertencias de los expedicionarios polares que insistían en que un protegido nicho en medio de un desierto nevado era una tumba. De modo que me encaramé de vuelta a la montaña y me dispuse a seguir caminando. Pero ¿hacia dónde? ¿Adónde debía dirigir mis pasos? Cada vez veía menos, porque la nieve se me pegaba a la cara, tapándome los ojos. Lo único que sabía era que tenía que seguir caminando, que me moriría si me echaba a descansar. Y sentía miedo, el miedo animal de un hombre amenazado por una tremenda fuerza que él no puede ni reconocer ni hacerle frente y que –y él, cada vez más débil e inerte, lo percibe– lo empuja hacia el abismo blanco.
Cuando ya estaba al límite de mi resistencia física, cuando hacía esfuerzos titánicos para dar cuatro pasos atrás, vi una encogida silueta de mujer luchando contra el viento. La alcancé con mis últimas fuerzas y logré decir: el número 6. Y repetí: la casa número 6, con tanta esperanza en la voz como si en aquellas señas residiera mi salvación.
—Vas en sentido contrario, hombre —dijo a voz en cuello para dejarse oír a través del viento—. Vas hacia la mina, y deberías ir… mira, hacia allí.
Y, al igual que el conductor del autobús, me señaló con la mano una del millón de estrellas que forman la Vía Láctea.
—Pero yo también voy en esa dirección —añadió—. Ven, te enseñaré dónde está.
‘El Imperio’ (Anagrama). Ryszard Kapuściński.
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Las manos se me han quedado congeladas.