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Sociedad del espectáculoLetrasMax Aub: perdimos España y salimos a buscarla

Max Aub: perdimos España y salimos a buscarla

Los cinco títulos de «El laberinto mágico» publicados por Cuadernos del Vigía, y una imagen de Max Aub en un mural de un colegio de Valencia realizada por Joanbanjo (Fuente: Wikimedia Commons)

No son las historias que se dirigen a su fin no revelado, sino la rebelión controlada, la lucidez aleatoria, el vívido sentido del testimonio. Ilumina el detalle minucioso lo escrito, no a través de la erudición, sino de la unión de personaje y peripecia. Sometida a la injusticia, la imaginación sigue dando vueltas, a pesar de su deseo de escapar. Siempre hay algo que añadir. Necesita que la creamos, pero la falibilidad, en ocasiones, es mera cuestión de estilo. Se atormenta su crónica en torno al hueco que ejerce su atracción sobre el resultado distante.

Sometida al olvido o al destierro, la literatura de Max Aub (París, 1903 – Ciudad de México, 1972) se resiste a nuestros vanos intentos de teorizar, en sí mismos una forma de simplificación. Entregado a su irracional conciencia, a sus meticulosos desórdenes (senti)mentales, el inquebrantable deseo de autonomía se cumple en las ingrávidas estructuras que reconfiguran su escritura, frágiles pero contundentes modelos para contener (y liberar) lo visto.

No pretende lidiar con la abstracción cuando hay tanta realidad que nos apremia, se afana en deconstruir lo presenciado. Determinado a hablar de lo sucedido, el autor exiliado es consciente de que el silencio es el objetivo final de nuestra sistemática deshumanización. Los senderos de su relato concluyen en la pura contradicción, en las múltiples incoherencias con las que lidia: la naturaleza puede ser inteligible, pero el mal es real; nada es indecible, pero las fronteras del lenguaje suponen los límites del universo.

Campo de sangre

La frecuentación de las distopías nos reafirma en la vaga intuición de que el control absoluto de una nación, a cargo de un estado totalitario, no es ninguna utopía. Un repaso a la actualidad política nos demuestra que nuestros peores sueños pueden hacerse realidad: ¿acaso no hemos caído ya bajo el control de uno o varios tiranuelos, a cuál más variopinto? ¿No habitamos, al fin, ese mundo retorcido y cruel que nos anunciaron 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury? ¿No son cada movimiento, palabra o resuello, analizados por un poder omnipotente y omnipresente que nadie puede detener y al que nadie puede oponerse?

Tal vez por ello, la relectura de la serie narrativa El laberinto mágico (1943-1968, recién reeditada por Cuadernos del Vigía) de Max Aub supone una crónica al tiempo que una advertencia. Su frecuentación nos hace conscientes de la importancia de resistir el control y la opresión del Estado: “El pueblo español”, sostiene uno de los muchos personajes que pueblan sus páginas, “se ha dado cuenta de por quién y para quién se rompía la cara. Ahora, por primera vez, sabe que lucha para su propia existencia, para su propio sustento, para su propia tierra. Para que el suelo de España sea suyo”.

En la tercera entrega de la colección, Campo de sangre (1945), asistimos a los acontecimientos del enfrentamiento civil que agitó nuestro país entre 1936 y 1939 y apenas podemos creer que no estemos leyendo el periódico del día: novela adentro, los españoles se enfrentan unos a otros, fascistas y comunistas, perseguidos, encarcelados y asesinados, por sus propios correligionarios y por ajenos. La subversión aubiana consiste en llevar a cabo un diario de pensamientos y acontecimientos, efímero recuento mental de un instante moral. Si, como se afirma en uno de los capítulos, “toda nuestra felicidad reside en la razón”, la escritura, para el creador hispano exiliado en México, es una lucha preordenada por la libertad y la justicia, en un mundo en el que nadie más parece ver la opresión salvo el creador y sus criaturas.

Empieza el relato en la Nochevieja de 1937 y finaliza el día de San José de 1938. Describe el narrador de Juego de cartas (1964) la sinrazón a la que cede todo impulso totalitario: analiza lo que sucede, revela sus argumentos, pero también es consciente de que a los antiguos opresores suceden los nuevos, que someten a las víctimas a un miedo que no cesa. Se pregunta el biógrafo de Jusep Torres Campalans (1958): “¿Cómo pueden vivir los que creen que todo está escrito?”, mientras explora temas tan candentes como el control de los mass media, la vigilancia gubernamental y la tiranía.

Se denuncia la dictadura del silencio que manipula y controla los pensamientos y las vidas de tal manera que nadie puede sustraerse a ella. La única escapatoria parece ser a través del amor, ese “darse sin darse, entregarse y continuar siendo. Juego, en el mejor sentido de la palabra. Encontrarse en otro ser, enlazarse, acabar siendo un nudo hecho de dos guitas distintas. Un no saber por dónde salir”. Si las razones del terror son el terror mismo, la revolución consiste, quizás, en el cambio radical de las actitudes, en la liberación de las férreas estructuras sociales, en la evaluación y la pasión por la literatura.

Rara vez un deseo tan puro ha sido transgredido de forma tan rigurosa: “Los españoles somos grandes cuando somos cien; más, nos entrematamos”. En Campo de sangre la guerra permea lo que los avatares leen, hablan, dicen o hacen, amenazados por un castigo inminente. Enemigo implacable de la sociedad de castas, de la desigualdad como forma de control, se denuncia la aquiescencia que preserva al implacable sistema. ¿Cómo cambiar el mundo? Si no mediante la rebelión, ¿cómo? Y si es mediante la revuelta, ¿cómo protegernos del horror? La saga plantea tantas preguntas como busca responderlas. Frustrado por los ojos omnipresentes de España y sus ominosos gobernantes, Aub deja constancia del pasado, predice nuestro presente y reescribe nuestro futuro.

‘Campo francés’

¿Sigue estando nuestro país más allá de toda redención? La liberación a la que nos conduce la narrativa histórica presupone imposibles renovaciones a través de la cultura. “No es que quiera una sociedad sin pobres ni ricos”, argumenta Julio Hoffman, uno de los personajes, “pero sí un mundo donde exista un respeto de hombre: donde no sea posible ese desprecio con que nos tratan sin preocuparse de quiénes somos”. Tras de una neurótica preocupación por la condición del socialismo y sus obligaciones, llega el narrador a una especie de armisticio en esa continua batalla consigo mismo: la inmediata respuesta es la reafirmación de la culpa privada y la responsabilidad colectiva. Difícil mantenerse en el autismo moral en tiempos convulsos, entre cadáveres no enterrados y sobrevivientes esqueletos. A fin de cuentas, ¿es posible la alegría o el amor en un páramo de sueños rotos?

La herencia recibida sigue siendo en España un asunto controvertido y políticamente rentable. La lucha de los republicanos españoles contra la extrema derecha autóctona, asistida por las potencias fascistas de Alemania e Italia, renacen en la producción de Max Aub, recuerdo de una noble lucha por salvaguardar la democracia incipiente de 1936 de la amenaza franquista, respaldada por Hitler y Mussolini. Ochenta y tres años después de que las tropas de Franco se alzaran contra el gobierno republicano, legítimamente elegido, la serie narrativa El laberinto mágico sigue siendo, quizás, el mejor intento hasta la fecha de contar nuestra Guerra Civil. Bitácora de una búsqueda del corazón a través del cerebro, la cuarta entrega, Campo francés (1965) combina una polémica mezcla de reportaje y comentario político, de autobiografía con aura de santidad secular.

Relanza el relato un movimiento que reivindica la memoria, enfocado en reclamar vidas borradas de los libros de texto. No pretende el narrador de la Generación del 27 rehabilitar a los perdedores del combate, sino consignar los episodios más sangrientos de nuestra hagiografía. Para conseguir su objetivo, el hispano-mexicano nunca es menos que auto-lacerante. Contra la amnistía general concedida alegremente a los crímenes cometidos, la lucidez de Campo francés reinstaura el espíritu fundador de aquel malogrado intento de pluralismo. Concluye la erudita Carmen Valcárcel en el prólogo: “Aub sigue vivo: es uno más entre los otros (perdido entre tantas caras), existe en lo escrito, escuchamos su voz en el eco de las voces que se nombran y en el intenso rumor de tantos silencios”.

Se justifica nuestro voyeurismo pornográfico ante el espectáculo de los españoles en campos de exterminio en Francia. El espíritu de investigación se traduce en fotografías de prensa de la época, de L’Illustration y Match, así como de los grabados de Joseph Bartolí, fotogramas de películas y documentos oficiales, recuperación de restos en búsqueda de sentido, ubicación y exhumación de las zanjas del recuerdo. “Antes la libertad me parecía una palabra más”, sostiene Julio, “y ahora resulta que sé lo que es la libertad y que lo he aprendido donde no la hay”. Arroja el recuento luz sobre los secretos más oscuros de nuestra Historia. “Bah, me decía”, argumenta el expatriado protagonista, “es que te acostumbras a la vida de internado. No, no era eso. Es que iba perdiendo el miedo porque sentía que no estaba solo, que somos muchos”.

Crímenes de guerra, vistos a través de los ojos de los personajes, simbolizan la irreductible complejidad de la respuesta al nazismo. Grita María Bertrand, pareja de Julio, casi al final de la novela: “¡Basta! ¡No podemos perder más de lo que hemos perdido! Y aunque lo perdiéramos ¡qué más da! Lo poco que aún tenemos nos lo irán arrebatando. ¿Qué? ¿Dudáis? ¿Tenéis miedo? ¿No sois mujeres?”. Se preludia aquí un desacuerdo renovado y más letal si cabe, la crisis perenne en la que nos encontramos, cultural como económica, el frío enfrentamiento de un colectivo condenado a la injusticia vencedora y la reserva insatisfecha al margen de los frutos de la paz y la abundancia.

Las consecuencias del latrocinio son a veces más terribles que el conflicto mismo. Se sabe que España se hundió en un abismo de horror: ciudades reducidas a escombros, sin electricidad ni agua; civiles en riesgo de enfermedad e inanición. Apostilla el autor en la nota introductoria: “La furia ética, la justicia y hasta el derecho se jugaron la existencia y, por lo menos temporalmente la perdieron. Un suceso de esta importancia sólo podía acontecer en un país tan fuera de la realidad como España. La perdimos, cada quien a su modo, y salimos a buscarla, como profetizó César Vallejo”. En raras ocasiones, mucho menos en nuestra hispánica literatura, un escritor se ha destrozado a sí mismo de forma tan despiadada. Pocas novelas han conseguido dar cuenta de aquel trágico sufrimiento entre verano del 36 y abril del 39. El resultado es la liberación creativa en la que el diarista de La gallina ciega (1971) encuentra su voz, su identidad y de paso la nuestra. Dedicar unas horas felices a los momentos más tristes de nuestro pasado puede ayudarnos, tal vez, a salvaguardar nuestro futuro.

La honestidad de lo incognoscible

Desgarradora en su rechazo a los consuelos de la ira, evidente en su análisis del sinsentido, nuestra identidad, en su comprensión del funcionamiento del azar, expone las banalidades que nos permiten sobrevivir. Escribe Aub su autobiografía como un intento de realidad truncada. Nos muestra su verdad emocional, el trasfondo y el contexto del país en que creció, los ritmos de la existencia en el claustrofóbico campo de concentración: añade a nuestra comprensión capas potenciales de locura, agrega desconsuelo a los detalles de su sofisticado juego narrativo.

Conoce que toda experiencia traumática supone un vasto experimento: registramos las observaciones, las memorizamos y, una vez asumidas, informamos sobre nuestros hallazgos. El significado, si lo hubiera, adolece de sentido; descentrado, supone un todo inteligible en fragmentos, un pastiche donde las preguntas conducen a nuevos interrogantes. Sabe que la obligación de las víctimas es recordar, pero las razones se vuelven clichés con el tiempo. Mediante actos de privación y destrucción, insistimos en el proceso: abandonamos toda esperanza, anulamos indicios de dignidad, nos recluimos en el ego, reducidos a la ilogicidad de haber odiado. Herederos del exterminio, cedemos a la culpabilidad del sobreviviente, recluidos a la honestidad de lo incognoscible.

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