…Porque lo bello no es nada más
que el comienzo de lo terrible…
Rainer Maria Rilke, Elegías de Duino
En uno de sus libros, el periodista Alfonso Armada se pregunta: «¿Qué podemos hacer con lo que vemos y vivimos?». Esa disyuntiva, que desde Adorno y su famosa reflexión sobre Auschwitz y la poesía ha recorrido nuestra cultura, podría engarzar la actividad creativa de Gonzalo Sánchez-Terán (Madrid, 1971), quien desde hace más de dos décadas ha trabajado en campos de refugiados y desplazados internos en multitud de países (tales como Guinea Conakry, Liberia, o República Centroafricana, por citar solo algunos). Y la respuesta de Sánchez-Terán a Armada y Adorno podría ser la siguiente: sí, se puede escribir después de haber presenciado el horror. Porque la literatura es una salida posible (una entre otras) a cualquier experiencia vital. Así lo demuestra en su último libro Y corrí cual si el mal tuviera lindes (Reino de Cordelia, 2022), que recibió el III Premio Internacional de Poesía San Juan de la Cruz.
Este poemario conforma una especie de paseo en la que el autor actúa como lazarillo. Y es que aquellos poemas en los que se especifica el lugar donde surgió la inspiración (frontera entre Costa de Marfil, Burundi, Chad, Etiopía, Bangladesh, Jordania…) parecen conformar una especie de crónica poética, en la cual, como se proclama reiteradamente desde el principio en Miles de millones de manantiales, la palabra es el venero fundamental de nuestra existencia: «Inventamos el libro, por ahora/la única derrota que la muerte ha sufrido en el cosmos […] barcos y auroras nacen de las manos/ que procrean el bien y los poemas,/nacen de ti y de mí, hermano mío».
Estos últimos versos pueden servir de ejemplo para demostrar lo que he experimentado durante la lectura como un tono de oración o plegaria que impregna el poemario; por ejemplo, en La imprenta del mundo, o en Arenga del aterido a los rescoldos: «Arbolaremos de alegría y arte/la dehesa boyal que compartimos,/cuidaremos los unos de los otros,/cuidaremos las unas de las otras/y juntos bajo el infinito cielo/gritaremos desnudos y orgullosos,/míranos, vida, míranos y aplaude».
De ese poema y otros, pues, parece elevarse un canto de esperanza, que suena a veces como mito fundador de la humanidad; así es en El acuífero común cuando se dice: «Daremos con el valle compartido/sin otra linde que los horizontes,/pero seremos huéspedes, no dueños,/y desensillaremos a la historia». En ocasiones ese tono se convierte en algo más profético, como en El elogio de la mujer de Lot, o el inicio de Grietas en los frescos: «Temo que ocurrirán cosas terribles,/ más horrorosas que el horror pasado/ si no suceden hechos admirables […] Si algo puede matarnos, y bien puede,/es imaginar que el conocimiento/ y la sabiduría son sinónimos».
Esos cánticos que se van desplegando no son obstáculo para que haya una crítica a los excesos del hombre y sus creencias religiosas, como se puede ver, por ejemplo, en Estrategia de acción directa. También, y en la misma línea, es lo que Sánchez-Terán hace de manera muy explícita con los nacionalismos. En este sentido, me ha gustado particularmente Un mandamiento nuevo os doy, que habla de una patria creada por anhelos conjuntos, de lo que se infiere que es algo siempre por conseguir, sin ataduras a valores inmutables, experimentada como un proyecto de convivencia y generosidad entre iguales: «Tu patria no es la patria que heredaste,/es la que ofrendas, obras y persigues/aunque tus pies no habrán de hollarla nunca».
Los versos de Sánchez-Terán, sin embargo, no solo miran arriba, hacia una poesía conceptual o mística, porque en ella también se palpa el dolor tangible de este mundo: como el de esa madre que se desangra en el Teorema del astrónomo sincero; o la potentísima imagen de esa mujer llevando a una anciana a cuestas en Siempre nos esperan en otro sitio. Ante esas situaciones el autor no esconde cierto sentimiento de culpa o vergüenza por su propia posición privilegiada; pero tampoco una compasión, o «una ternura para con el otro», que se expone, entre otros, en Los tórculos de Dacca. O en esas Palabras a un joven muy enfermo en una tienda de lona, poema que condesa perfectamente esa mezcla entre una imagen que cobra vida y una aspiración superior de que las cosas sean de otra manera.
Dicho esto, el autor deja claro que la compasión ha de merecerse, ya que «para ser justo hay que ser extremo». Y si existe, como el bien, lo ha de hacer el mal; e incluso el infierno, que es necesario que exista porque «si no, dónde arderán los que arder deben». También, afortunadamente, la justicia. Una justicia siempre por hacer porque «inacabada está la ley del mundo». Y que se mueve por el anhelo de conseguir que se proteja al débil y se condene al poderoso y ruin. Ese que maltrata el lenguaje y lo utiliza para su propio beneficio «usando las palabras para alzar/ himnos y dogmas como empalizadas»; ese ser humano que ha creado la linde del mal «buscándola, creyendo en su existencia».
Pero es esa misma palabra la que también, convertida en guía, ilumina el camino a recorrer y guarda una posibilidad de salvación: «De esquirlas y metralla haced estelas,/ de la explosión y el alarido, sílabas». La misma palabra que, como un consuelo, habita en las estanterías y los libros de este nuestro mundo, tan duro de vivir a veces, pero por el que, a pesar de su cruda realidad, vale la pena luchar (también escribir, por supuesto): porque «más bello fue vivir creyendo en algo». A Sánchez-Terán no le falta, desde luego, valentía para encarar ese dilema, como la mostrada en el Penúltimo café en la travesía de la primavera, donde rinde cuentas consigo mismo sin miedo, pero con toda la honestidad que cabe en sus versos finales: «Hermanos, bien lo veis, no lo logré, no/ pero vive Dios que lo he intentado».