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Mientras tantoMayeútica (12): La literatura comparada ante el devenir negro del mundo

Mayeútica (12): La literatura comparada ante el devenir negro del mundo


Existen pensadores que poseen una clarividencia profética y cuya mirada es capaz de reflejarse en el pasado para adivinar la posibilidad, más o menos amenazante, de un futuro concreto. Achille Mbembe * es uno de ellos. Nacido en Camerún y asentado en Sudáfrica, Mbembe es considerado, además, uno de los intelectuales más importantes de la teoría postcolonial en la actualidad. Desde esa posición se nutre de fuentes como Aimé Cesáire, Franz Fanon o Michael Foucault para trazar una historia clínica del racismo contemporáneo, pero también para aventurar un pronóstico. Porque ese racismo que hunde sus raíces más profundas en la trata de esclavos se mantiene vigente en el estado actual del capitalismo: «Por primera vez en la historia de la humanidad, la palabra negro no remite solamente a la condición que se les impuso a las personas de origen africano durante el primer capitalismo – depredaciones de toda índole, desposesión de todo poder de autodeterminación y, sobre todo, del futuro y del tiempo, esas dos matrices de lo posible. Es esta nueva característica fungible, esta solubilidad, su institucionalización como una nueva forma de existencia y su propagación al resto del planeta, lo que llamamos devenir-negro del mundo».

En su obra Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo (Ned Ediciones y Futuro Anterior) Mbembe desentraña el proceso por el cual la razón negra fue creando un sujeto específico de raza, el negro, a partir de narraciones y fabulaciones que permitieron transformar al individuo africano en un hombre-cosa, un hombre-máquina, un hombre-flujo (no todos los africanos son negros, ni todos los negros son africanos, pero existe un enlazamiento íntimo entre ambos, de manera que aludir a lo negro es mencionar, de un modo u otro, a África). De este modo, se le hizo susceptible de ser explotado para obtener el máximo beneficio económico propio. Tan es así que Mbembe defiende que el papel dominante de Occidente en el mundo, la expansión del capitalismo y la modernidad no pueden comprenderse sino es a través del papel fundamental que jugó el comercio transatlántico de esclavos, el cual se sustentó en un discurso programático (cultural, político, biológico) articulado desde su base por lo que ha denominado como lógica de raza. Esta dinámica racista promovió la violenta y salvaje expansión europea fuera de sus fronteras que no es otra cosa que la colonización o imperialismo, fundamentalmente en el continente africano. Porque «en la defensa y en la ilustración de la colonización, ninguna justificación escapa a priori al discurso general sobre lo que se designa por ese entonces como las cualidades de la raza».

Pero, más allá de ese proceso, Achille Mbembe advierte de su alcance: «La lógica de raza en el mundo moderno atraviesa las estructuras y los movimientos sociales y económicos y se metamorfosea sin cesar». El neoliberalismo crea nuevos sujetos susceptibles de ser explotados, nuevos negros despojados de sus derechos y transformados en monedas de cambio en un sistema que considera que todo puede adquirir un valor de mercado, incluido la vida humana. En este devenir-negro del mundo los excluidos del sistema económico y social (los inmigrantes, los refugiados, los trabajadores precarios…) serían ese nuevo sujeto sobre el que proyectar una ideología que lo cosifique y aliene para poder manipularlo. Y en eso ha consistido precisamente el racismo y su manera de operar, en una herramienta de control que, según Ngũgĩ wa Thiong’o, es «usada por el grupo social dominante para prevenir cualquier acción conjunta y decidida contra su posición dominante» y que hará que ese sistema opresor utilice «todo tipo de ideas engañosas, presentadas como educación, historia, filosofía, religión, etc., para fortalecer su hegemonía y para diluir, confundir y hacer fracasar los intentos de resistencia por parte de los otros grupos».

Esos intentos de manipulación pretenden reducir al negro a una condición no-humana, despojada de lo que la tradición occidental ha proclamado como definitorios del hombre: la razón y la lengua. Desprovisto de esos atributos, la humanidad del negro se pierde en un horizonte sin historia, pero también se ausenta en un presente y en un futuro en los que debe reconocerse a través del otro, ese que inventa su figura y se la impone a través de la violencia sistémica hasta hacer que se cuestione, en un desgarro de consecuencias nefastas tanto físicas como psíquicas: «¿Quién soy yo en realidad?». Esa pregunta remite al negro a la «experiencia del espejo», en la que un posible yo auténtico se acaba transformado en un reflejo que no es sino un otro creado a través de una difracción impuesta desde afuera. Así, «a través de sus literaturas, músicas, religiones y artefactos culturales los negros desarrollaron una fenomenología de la colonia» que les ha condicionado la identidad, la memoria y la palabra. Y no es posible acceder a las letras del continente sin tener presente este proceso que, a su vez, ha proyectado los deseos y fantasías de la sociedad occidental en lo negro-africano para convertirlo en una mercancía para ser comercializada en una «era caracterizada por la carrera desenfrenada por el deseo y el goce -deseo sin responsabilidad y goce como mentalidad». Siguiendo el argumento de Mbembe nos podemos preguntar si el estudio de las literaturas africanas, fundamentalmente aquellas en lenguas europeas, han podido resistir el influjo de esta doble imagen especular supeditada a la lógica de raza.

Monique Nomo Ngamba cree que para entender esa literatura negroafricana en lenguas europeas (hija bastarda de la herencia doble de la cultura europea y africana) es necesario tener presente la relación entre literatura y sociedad, así como comprender la literatura postcolonial desde un ámbito no solo lingüístico, sino cultural y nacionalista: «el comparatista en este caso, de enfrentarse a una literatura en la que la búsqueda y la reconquista de la identidad, en el marco de una pluralidad e intersección racial y cultural, constituyen la base de la que parte toda creación». A lo que habría que añadir también, desde la esfera racial ya que, tal y como afirma Mbembe sobre el pensamiento negro, «la defensa de la humanidad del negro va casi siempre a la par de la reivindicación del carácter específico de su raza, sus tradiciones, sus costumbres y su historia. El lenguaje se despliega a lo largo de este límite, del cual provienen todas las representaciones de lo negro».

 

¿Quiere esto decir que la imagen del negro, surgida de la ficción y a través de la narración, ha capitalizado también la literatura, la cual ha encontrado ahí un punto donde anclar su prosa? Si repasamos textos canónicos de la novela africana anglófona o francófona, como por ejemplo Things fall apart de Chinua Achebe o L’enfant noir de Camara Laye, podríamos aventurarnos, en cierto modo, a tomar una respuesta positiva en esa dirección. Los personajes, la atmósfera y las historias que ambos libros retratan conforman una serie de rasgos culturales que se leen con una mirada que, en ocasiones, más allá de lo propiamente literario, se sustenta en lo antropológico y lo etnológico, desde una búsqueda que condiciona al lector (ávido de encontrar imágenes prefabricadas de exotismo, frivolidad y diversión), pero que también parece influir decisivamente al propio escritor. Este se «rebela no contra la pertenencia del negro a una raza distinta, sino contra el prejuicio de inferioridad que se vincula a dicha raza» (con el riesgo de caer en una autoignorancia devenida por la adhesión a esa imagen externa).

Y esto es lo que preconiza, aunque con matices, el movimiento de la Negritud, entre ellos el poeta antillano Aimé Cesáire, del que Mbembe reivindica su concepto de lo negro: «Para él ese nombre remite no a una realidad biológica o a un color de piel, sino a “una de las formas históricas de la condición impuesta al hombre”». Pero esa palabra es igualmente sinónimo de «una lucha obstinada por la libertad y de indomable esperanza». Porque esa exaltación de la raza negra no es sino un desesperado grito que pretende rescatarla de la degradación absoluta a la que había sido condenada.

No obstante, a pesar de esta lectura específica de lo negro, lo cierto es que tradicionalmente el estudio de las literaturas africanas ha tendido a caer en la tentación de buscar una supuesta esencialidad africana, que debería ser preservada contra toda forma de intercambio. Sin embargo, el mundo postcolonial y globalizado, con una cultura fruto de la mezcla y la hibridación, hacen complicado este acercamiento en busca de una posible africanidad inmaculado. Tal y como afirma Raquel Aparecida, «desde el momento […] en que los países africanos comenzaron a utilizar la lengua de los colonizadores europeos para pensar y escribir sobre su propia condición histórica, la hipotética pureza cultural dejó de existir, en ambos lados». Mbembe parece estar de acuerdo cuando afirma que «no podría existir discurso alguno sobre las formas contemporáneas de la identidad africana sin tener en cuenta el genio herético que sirve de fundamento para el encuentro de África con el mundo».

Pero aun asumiendo esta reflexión como acertada, también es verdad que otro de los riesgos que corren los escritores africanos es el de encaminarse a fabricar una mercancía vendible y asequible para un público exterior (y occidental). Y eso solo se puede hacer a través de la simplificación y la creación de narraciones manufacturadas. Porque, si la literatura africana ha nacido de las condiciones tiránicas del régimen colonial, ahora mismo puede ser víctima del auténtico totalitarismo de nuestra época que es, tal y como señala Damián Tabarovski, el mercado: «la industria cultural es la gran enemiga del arte. Reemplaza al valor, a la crítica, por la sociología». Y esa sociología que no mira en profundidad, que ni juzga, ni democratiza, trabaja para ese mismo mercado que todavía busca en lo negro-africano lo atávico, lo primitivo, lo exuberante… el frenesí de la crueldad, la ebriedad y el ensueño. Por consiguiente, para un mercado supeditado a una lógica de raza que, tal y como decíamos antes, es también mutable y transversal a todos los ámbitos socio-culturales: «Raza y racismo, en consecuencia, no tienen únicamente un pasado en común. También comparten un futuro en el que la posibilidad de transformar lo viviente y crear especies mutantes no parece estar reservado únicamente al universo de la ficción».

Así pues, en el estado actual del capitalismo, la posibilidad de que los seres humanos sean reducidos a datos y estadísticas, al tiempo que cosificados para así manejarlos como mercancías, es lo que Mbembe califica, como decíamos, el devenir-negro del mundo. Y tampoco las literaturas africanas se encuentran a salvo. Más aún si consideramos que «cuando la cuestión es África, importa poco la correspondencia entre las palabras, las imágenes y la cosa». La pregunta primordial en este punto sería pues: ¿está la literatura en general expuesta a las mismas amenazas de ese devenir? Si la respuesta es afirmativa en ambos casos, entonces, ¿podría la actual literatura comparada ser un remedio y no un cómplice de esa situación? Es aquí donde, además de los ámbitos lingüístico, cultural, nacionalista y racial, debemos de considerar el plano ético. Si se pretende evitar que la disciplina se haga inútil por la condescendencia con el sistema habrá que refundarla, tal y como propone Spivak, mediante el entrenamiento la imaginación (esa que ha creado la África que tenemos, queramos o no, en la cabeza de Occidente): «el gran instrumento de comprensión de la otredad que llevamos incorporado».

Y ese cambio de paradigma pasa por una nueva visión global, la de un único mundo habitado en conjunto por todos los seres humanos (que remite al todo-mundo de Glissant), pero a su vez, transitado y compartido desde el respeto a la diferencia y a la no imposición de las semejanzas (que también evoca a Glissant y su concepto de huella, o al cosmopolitismo integrador de Appiah). Un mundo en que la identidad, y en particular la de lo negro y lo africano para el caso que nos ocupa, no sea un bien consumible, pero tampoco una condena, un arma arrojadiza o un espacio estanco e irreductible. Porque como dice Achille Mbembe, «la verdadera identidad no es la que se fija a un lugar determinado. Al contrario, es la que permite negociar la travesía de espacios que están también en movimiento, puesto que poseen una geometría variable». La literatura comparada deberá formar parte de esa negociación, la cual podría evitar, quizá, esa profecía en forma de devenir negro del mundo, de sus habitantes y de sus manifestaciones culturales, entre ellas, como no, la literatura en general y la africana en particular.

*Este artículo es una versión ampliada y modificada de otro artículo previo publicado en Revista de Letras

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