Hace unos días leía estas declaraciones de Sara Mesa, en relación con su última novela La familia: «Crecer es irte desprendiendo de capas de ti mismo, capas que has creado para complacer a los demás y que han hecho que olvides quién eres en realidad. La familia es una amenaza constante para la parcela propia del yo íntimo que debe defenderse porque, volver a encontrarse una vez te has perdido, cuesta mucho». Sin embargo, en una cultura donde la familia es un valor esencial en todo el espectro sociológico, ¿es posible desprenderse de esas capas a las que alude Mesa? ¿Podría darse el caso contrario y que estemos sujetos a una suerte de destino ineludible marcado por los pecados capitales de nuestras familias? La lectura que Lacan hace de Antígona (Seminario 7 de Lacan, Cap. XXI. Antígona en el Entre-Dos-Muertes) puede servirnos para responder a esas preguntas.
Lacan pensaba que la actitud de Antígona hacia la muerte de su hermano Polinices* apuntaba más allá de la Até, un término griego que se repite en Antígona y que se refiere (además de hacer mención a la diosa correspondiente) a lo que vendría ser una fatalidad, una insensatez o una ruina; y que según Lacan está por encima de valoraciones morales o interpretaciones personales. De ese modo, el psicoanalista criticó la visión que Goethe tenía sobre la relación entre Creonte y Antígona: el alemán creía que el dirigente de Tebas se había dejado llevar por su deseo, haciéndole caer en el extravío y, en su caso particular, por ende, en el mal gobierno. Tal y como explica Lacan, Goethe piensa que «Creonte, impulsado por su deseo, se sale manifiestamente de su camino y busca romper la barrera apuntando a su enemigo Polinice más allá de los límites dentro de los que le está permitido alcanzarlo -quiere asestarle precisamente esa segunda muerte que no tienen ningún derecho a infligirle. Creonte desarrolla todo su discurso en este sentido y esto solo basta para precipitarlo hacia su pérdida».
Pero Lacan entiende que lo que ocurre entre Creonte y Antígona no es un derecho opuesto a un deber, sino un prejuicio, el de Creonte, que se opone a lo que representa Antígona. Y es ahí donde considera que Goethe incurre en un error, porque no es capaz de detenerse a contemplar lo que emana de la representación que supone ver a Antígona defendiendo un entierro con dignidad para su hermano. Y Lacan se basa en el pasaje en el que Antígona explica que no hubiera llegado a involucrarse y arriesgarse tanto en el caso de que el muerto hubiera sido un marido o un hijo pues, según ella, un hermano, a diferencia de estos, es irrepetible e irremplazable. Para Goethe, ese párrafo debe haber sido un error a la hora de la transmisión del texto. No así para Lacan.
Porque Antígona es arrastrada por una pasión que Goethe no quiere vislumbrar, en una posición que se ha repetido en otras ocasiones a lo largo de la historia puesto que, como dice Lacan, «con el correr de los tiempos, la razón de esta extraordinaria justificación siempre dejó vacilante a la gente». Así, Goethe se deja llevar por su propio anhelo, que le hace llegar a desear que «un día, un erudito nos muestre que ese pasaje está interpolado». Y ese anhelo le hace incurrir en un error que se encargará de explicar Lacan. Porque más allá de lo que deseara Goethe para ese complicado pasaje, Lacan se centra en estas palabras clave de Antígona: «Mi hermano es todo lo que ustedes quieran, el criminal, quiso arruinar los muros de la patria, llevar a sus compatriotas a la esclavitud, condujo a los enemigos al territorio de la ciudad, pero finalmente, él es lo que es y aquello de lo que se trata es de rendirle los honores fúnebres. Sin duda, no tiene el mismo derecho que el otro, puede contarme al respecto todo lo que quiera, que uno es el héroe y el amigo, que el otro es el enemigo, pero yo le respondo que poco me importa que abajo esto no tenga el mismo valor. Para mí, ese orden con que osa intimarme no cuenta para nada, pues para mí, en todo caso, mi hermano es mi hermano».
Es esa última aseveración la importante para Lacan, esa en la que gira la relación de Antígona y su hermano, y que Goethe, como otros, parece querer ignorar, haciendo que su pensamiento tropiece y vacile. ¿Se dejó llevar Goethe por la necesidad de encontrar una explicación moral lógica a lo que dijo Antígona sobre su hermano? ¿Se equivocó Goethe, como piensa Lacan, al no atreverse» a mirar de frente lo que le mostraban las «palabras y el lenguaje y el significante»? ¿Prefirió dejar de lado lo que escondía el texto para agarrarse a un supuesto error en el mismo? ¿Pero qué es lo que más o menos ocultaba y que le hizo caer en el error? Según Lacan, una verdad incómoda que él mismo explica así: «Mi hermano es lo que es y porque es lo que es y sólo él puede serlo, avanzo hacia ese límite fatal. Si fuese cualquier otro con el que pudiese tener una relación humana, mi marido, mis hijos, ellos son reemplazables, son relaciones, pero ese hermano que está áthaptos (privado de sepultura), que tiene en común conmigo el haber nacido en la misma matriz -la etimología de adelphós alude a la matriz- y el estar ligado al mismo padre, ese padre criminal las consecuencias de cuyo crimen Antígona está experimentando- ese hermano es algo único y éste es el único motivo por el que me opongo a vuestros edictos».
La paradoja de Goethe fue la de creer que lo que Antígona expresó respecto a su hermano era un hecho aparentemente contrario a la lógica. A una lógica quizás más moral y ética que puramente lingüística y estructural (por supuesto, nunca psicoanalítica), la que muestra la «consecuencia infranqueable» de esa relación. No supo, no quiso, o no pudo ver que el texto expresaba lo que verdaderamente expresaba: una pasión incestuosa que, por otro lado, no era nueva ni extraña en una familia como la de Edipo y sus descendientes, presa de su propia Até. Lacan, repetimos, opinaba que Antígona apuntaba más allá de la Até, un extravío que que está «vinculado con un comienzo y con una cadena». Como apunta Sonia Arribas esa cadena es la del linaje de los Labdácidas, la familia protagonista del ciclo tebano de maldiciones y castigos de Esquilo y Sófocles: «Lacan dice “la Até que depende del Otro, del campo del Otro, no le pertenece a Creonte, es en cambio el lugar donde se sitúa Antígona”. Con esto Lacan está recalcando que lo de la Até tiene que ver con una cuestión simbólica: el peso que tienen la ley y la estructura simbólica sobre los sujetos. También lo llama el “orden de la ley”, el “horizonte determinado por una relación estructural».
Esa visión de Lacan hace que la propuesta de Sara Mesa de desprendernos de las capas familiares parezca una quimera o, como poco, una tarea titánica. Aunque tampoco es que debamos de creer todo lo que dice (o lo que creemos que dice) Lacan, puesto que las interpretaciones sobre el mito de Antígona han sido innumerables, realizadas desde las ópticas más variadas y con «escupitajos» que no solo alcanzan a Goethe, sino a otros pensadores como el mismo Hegel, como hace Maite Larrauri en un artículo de este mismo medio.
Pero más aún, hay quienes escupen sobre todo lo que puedan, aunque no aludan específicamente a Antígona y sí en concreto al concepto de Até. Es el caso de Mary Kaar quien en su magnífica obra El club de los mentirosos puede ser quien, con su habitual tono divertido, irónico e incisivo, dé con la clave para entender la Até y enfrentarnos a los designios familiares: «En una de esas visitas descubrí la casa calcinada de los Thibideaux y me topé con el término griego até. En las epopeyas antiguas, cuando un héroe echa un polvo, se carga a alguien o, simplemente, se le va la pinza, siempre puede achacarlo a Até, una suerte de pasión arrebatadora pseudodiabólica que anula la razón. Por ejemplo, después de haberle levantado la novia a Aquiles, dice Agamenón: «Até me cegó y Zeus me privó de todo entendimiento». El vino puede invocar a la diosa Até, pero sólo si está embrujado. Dado que Até es una entidad sobrenatural, exime de toda culpa por sus actos a quien se ve poseído por ella. Cuando los vecinos intentaban explicar el asesinato-suicidio del clan de los Thibideaux después de treinta años segando el césped, sacando la basura y acudiendo con asiduidad a los oficios religiosos, lo hacían sirviéndose de una única paráfrasis cuyos orígenes relacioné con la noción homérica de Até: el señor Thibideaux estaba «mal de los nervios». Por mucho que hurgué no obtuve una explicación más elaborada».