África fue la última región colonizada a gran escala por los europeos entre los años 1880 y 1910. Las dinámicas imperialistas, estimuladas por el profundo poso racista que las justificaba, generaron una complicada encrucijada ética y moral que afectó a las intervenciones que, a todos los niveles, incluido el sanitario, se efectuaron sobre el terreno africano. Todavía hoy, los sistemas sanitarios, la práctica clínica heredera de la medicina colonial (en forma de medicina tropical, salud internacional o salud global) y las percepciones sobre la salud se ven afectados por la influencia de dicho proceso. Hellen Tilley, en su artículo Medicina, Imperios y ética en el África Colonial, considera que la medicina colonial supuso una forma de «violencia estructural» cuyos ecos resuenan en nuestro presente en forma de desigualdad e inequidad, surgidos «de las asimetrías de poder del pasado (entre personas, profesiones, estados e instituciones) que conforman la naturaleza de los sistemas de salud internacionales hasta el día de hoy».
Frantz Fanon aseguraba que «un país colonial es un país racista» y que «no es posible esclavizar a los hombres sin que éstos sean lógicamente rebajados a una condición de inferioridad». Así, Fanon pensaba que el racismo había que entenderlo como un sistema opresor en su conjunto y no desde una perspectiva individual. En concordancia con sus palabras, el escritor keniata Ngũgĩ wa Thiong’o pensaba que ese grupo opresor se las arreglaba para «utilizar todo tipo de ideas engañosas, presentadas como educación, historia, filosofía, religión, etc., para fortalecer su hegemonía y para diluir, confundir y hacer fracasar los intentos de resistencia por parte de los otros grupos». La maquinaria colonial ha operado de ese modo desde su instauración hasta nuestros días, hundiendo sus raíces en el surgimiento del racismo en Europa como elemento cultural. En efecto, para alimentar sus dinámicas se sirvió de lo que Achille Mbembe ha denominado lógica de raza y que ha sido, según este autor, la que ha promovido «esta brutal expansión fuera de Europa que se conocerá bajo el nombre de colonización o imperialismo» y que no es otra cosa, según Paul Leroy-Beaulieu, que «la fuerza expansiva de un pueblo[…]; es la sumisión del universo o de una vasta parte de él a su lengua, sus costumbres, sus ideas y sus leyes.»
Las razones para justificarlo fueron de tipo económico, político, militar, ideológico o humanitario pero siempre condicionadas por la lógica de raza. Esto hizo que el sistema colonial adquiriese progresivamente un tinte biológico y que la ciencia (incluida la ciencia médica) trabajase en consonancia con la ideología racista para justificar las diferencias entre razas. De este modo, una sociedad que se creía superior intentó dominar a otras que consideraba inferiores haciendo un uso interesado de su aparato científico. En este escenario, que la medicina haya formado parte de ese régimen no resulta sorprendente. Pero antes, ¿por qué la colonización fue precisamente en África donde adquirió sus máximas dimensiones?
No todos los africanos son negros, ni todos los negros son africanos, pero existe un enlazamiento íntimo entre ambos, de manera que aludir a lo «negro» es mencionar, de un modo u otro, a África. Y si en lo «negro» ha sido donde ha operado fundamentalmente el racismo, parece inevitable que lo haya hecho en África porque, como resalta de nuevo Mbembe, «detrás de la palabra se erige, entonces, cierta figura de este mundo, de su cuerpo y de su espíritu. También, algunas de las realidades más inmundas de estos tiempos, el escándalo de la humanidad, el testigo vivo […] de la violencia actual y la inequidad que es su causa principal». Es por eso que «hay algo en el nombre África que juzga al mundo y llama a la reparación, a la restitución y a la justicia.» África pues era el lugar idóneo para emprender el sueño civilizatorio de mejora y desarrollo de las sociedades supuestamente atrasadas.
Ante ese panorama, podemos afirmar que la medicina colonial se encontró con las puertas abiertas de un inmenso campo de acción para operar, donde como dice Tilley, no solo la escala importa, sino también el tiempo de la colonización: «Este fue un período en el que las teorías sobre los gérmenes de las enfermedades comenzaron a predominar en muchas partes del mundo y los tratamientos farmacéuticos y las campañas de vacunación estaban en alza». Podemos también preguntarnos si en este contexto histórico e ideológico el desarrollo de las intervenciones sanitarias se realizó en consonancia con los principios fundamentales de la bioética* y cuáles fueron sus consecuencias. Para Tilley, no se puede asegurar que la práctica médica fuera totalmente amoral, pero se puede afirmar que, por norma general, sí que implicó un alejamiento de los principios bioéticos y, por ende, una serie de efectos perniciosos y objetivables como forma específica de lo que denomina «violencia estructural». Este concepto hace referencia, según Paul Farmer, a las «estructuras sociales (económicas, políticas, legales, religiosas y culturales) que impiden que individuos, colectivos y sociedades alcance todo su potencial».
Farmer aplica el concepto al terreno biosocial de la salud y la enfermedad, relacionándolo íntimamente con la injusticia social y la opresión. Tilley lo traslada al ámbito de la medicina colonial y del daño, intencionado o no, que supuso en las sociedades africanas. La conquista imperial europea en tierras africanas fue violenta y disruptiva hasta tal punto que «los médicos que trabajaban en los territorios coloniales y que se tomaban en serio el principio ético de no maleficencia tenían que enfrentarse a los problemas de salud que generaba el gobierno imperial, tanto si eran conscientes de su papel en la producción de los mismos como si no». Algunos ejemplos del impacto de esa «violencia estructural» fueron: el uso de tratamientos con graves efectos secundarios para enfermedades como la tripanosomiasis; el uso de medidas coercitivas que implicaban el traslado forzado de poblaciones sin su consentimiento para el control de enfermedades infecciosas; el aumento de las enfermedades ocupacionales derivadas de las pésimas condiciones laborales; alteración de los hábitats naturales con la consecuente expansión de enfermedades asociadas a vectores. Solo viendo esta serie de casos, todos los principios de la bioética parecen haber sido vulnerados. Pero las repercusiones de esa «violencia estructural» no solo provocó serios problemas, sino que, además, impidió desarrollar los medios necesarios para hacerles frente. ¿Porqué?
Los gobiernos europeos pensaban que sus colonias debían ser autosuficientes y en raras ocasiones aportaron los fondos necesarios para paliar sus carencias y atender a las necesidades de sus poblaciones, por lo que, los sistemas de salud se vieron lastrados por la falta de recursos económicos y humanos. Además, la coordinación y comunicación entre los diferentes territorios era complicada e ineficaz. Hubo quién criticó esta situación injusta en la que se olvidaba que aquellos que estaban en el poder debían cuidar de sus súbditos y hubo quejas contundentes y explícitas: «en comparación con lo que ha hecho para otras partes del mundo… el Comité de Salud de la Sociedad de Naciones ha hecho muy poco por el continente africano». Todo esto generó unas cifras de morbilidad y mortalidad muchísimo más elevadas que en otras partes del mundo. Con este escenario tan precario, los escasos recursos se focalizaron en el tratamiento inmediato de enfermedades infecciosas como la tripanosomiasis, la sífilis o la malaria lo que hizo, a su vez, que se debilitaran las actividades específicas en salud pública y, consecuentemente, que lo hiciera todo el sistema sanitario. En relación a las intervenciones sanitarias de le época colonial, incluso se ha llegado a asegurar, por poner un ejemplo significativo, que pudieron favorecer la expansión de la epidemia de VIH/SIDA.
Por otro lado, estas condiciones crearon «un espíritu, tanto en las campañas de tratamiento como en las de investigación, de que los fines justificaban los medios. Si tenían que engañar, coaccionar, manipular o incluso amenazar para lograr sus objetivos terapéuticos o de investigación, lo hacían». Una vez más los principios de la bioética fueron quebrantados y más concretamente, podemos decir que hubo vulneraciones muy importantes en torno al proceso de consentimiento informado y la autonomía de los pacientes. Pero es que, además, la «violencia estructural» tuvo un mayor impacto debido a aquello que se dejó de hacer, puesto que hubo un desprecio y una marginalización de la medicina tradicional africana y sus prácticas. La visión occidental la veía más cercana a la magia o la brujería y poco a poco fue siendo relegada al ostracismo por los equipos de gobierno. Esto creó un vacío social, cultural y espiritual que todavía sigue vigente.
La colonización ha dejado marcas en el mundo presente, y esto se puede comprobar con el escaso desarrollo de los sistemas de salud, debido, como ya hemos dicho, a la escasa inversión en recursos materiales y humanos. Este hecho, por ejemplo, ha provocado que todavía pervivan esos efectos en la salud pública de muchos países africanos que, desde las independencias, han tenido que lidiar con sistemas sanitarios esqueléticos y desmembrados, mientras hacían frente tanto a problemas de salud nuevos, como a aquellos derivados del dominio colonial. Y una vez más, las preguntas son numerosas: ¿sigue habiendo coacciones derivadas del control de enfermedades infecciosas?, ¿cuál es la situación actual de las enfermedades ocupacionales en comparación con el periodo colonial?, ¿se siguen alterando hábitats naturales que provocan el aumento de determinadas enfermedades tanto infecciosas, como, por ejemplo, tumorales?, ¿cuál es la protección de los pacientes en los diferentes estudios clínicos?, ¿se ha restituido el papel de la medicina tradicional?.
Las respuestas no son simples y pueden tener matices tanto positivos como negativos en un contexto actual que, en líneas generales y a pesar de mucho margen de mejora, ha prosperado. Sin excluir al cien por cien, por ejemplo, que la investigación tenga todavía ciertas fallas éticas, lo cierto es que los ensayos clínicos se adhieren ahora a los reglamentos y directrices de la Conferencia Internacional para la Armonización de las Buenas Prácticas Clínicas (ICH-GCP en sus siglas en inglés) y a la actual versión de la Declaración de Helsinki, documento ético fundamental para la investigación en seres humanos. Por otro lado, las grandes campañas sanitarias suelen llevar asociado un trabajo con la comunidad para que participe activamente y con autonomía en la toma de decisiones. Mas aún, en muchos países africanos hay una cobertura sanitaria derivada de la actividad laboral. Además, las intervenciones en salud pretenden, cada vez más, ser respetuosas con su entorno y evitan ser transversales para poder reforzar todo el sistema público. Por último, países como Mozambique han constatado el nuevo interés en dar valor y regular la medicina tradicional. Dicho esto, también se podrían buscar casos de todo lo contrario, en los cuales se pueda constatar la vulneración de los derechos de los pacientes: no todos los estudios clínicos cumplen a rajatabla los principios bioéticos en cuanto a autonomía y justicia; hay campañas sanitarias que buscan el apoyo de la comunidad a través de su manipulación; no siempre se tiene en cuenta las consecuencias sobre el entorno natural; la seguridad laboral deja, en ocasiones, mucho que desear; y sigue habiendo una tendencia a las intervenciones específicas de una enfermedad fuera de una perspectiva sanitaria más amplia. Sin embargo, para encontrar soluciones satisfactorias a los problemas actuales hay que seguir ahondando en sus orígenes.
¿Qué fuerza psicológica y sociológica se encontraba tras las prácticas clínicas de los sanitarios de la época colonical y que supusieron una forma de «violencia estructural»? Tilley afirma que «su manera de contribuir a una redistribución profundamente inequitativa de los recursos de la vida y de los privilegios de la ciudadanía a escala global, confiere a la fantasía del blanco una parte de su aplomo. A ella habría que añadir las proezas técnicas y científicas, las creaciones del espíritu, las formas de organización-relativamente disciplinada en apariencia- de la vida política…». ¿Pervive esa fantasía en los trabajadores de instituciones médicas internacionales, en los cooperantes de las ONGs, en los asesores de gobiernos africanos, o en científicos que desarrollan su labor en el continente? Mi respuesta personal, como médico e investigador en países como República Centroafricana, Mozambique, Sudáfrica o Malawi es que, desgraciadamente, todavía vivimos, al menos en parte, en dicha fantasía y que es necesario seguir reflexionando sobre ella sin tapujos.
En resumen, la práctica médica durante el periodo colonial fue el resultado de la visión europea sobre África, profundamente influenciada por el racismo y los mecanismos opresores de la colonización. Se generó un sistema de coerción basado en una «violencia estructural» que englobaba los ámbitos económico, político, legal, religioso y cultural. Como no podía ser de otro modo, también sanitario. Se vulneraron los principios de autonomía, beneficencia, no maleficencia y justicia de los africanos y se provocaron unas heridas que todavía siguen activas en sus sociedades, tanto en forma de cicatrices como de lesiones activas. Ser consciente de su vigencia y su origen es imprescindible para curarlas.