La violación tiene múltiples caras. Las de todas y cada una de las víctimas, por supuesto. También las de los agresores. Y estos no violan por un único motivo, más aún en tiempos de conflicto armado, donde se practica con especial brutalidad e impunidad: para humillar al enemigo, como venganza, para satisfacer el propio deseo, o simplemente porque se podía hacer. Y bajo esas circunstancias la violación es en sí misma un fin y una herramienta para propagar el horror. Christina Lamb lo tiene claro: «La violación es un arma de guerra como el machete, el garrote o el AK-47». Esta corresponsal de guerra británica ha cubierto innumerables zonas de conflicto alrededor del mundo y a lo largo de doce países y cinco continentes ha investigado el reguero de sufrimiento que conllevan los feminicidios, de cuya magnitud ella misma ha quedado profundamente sorprendida.
Fruto de esa pesquisa es el libro titulado Nuestros cuerpos, sus batallas (Principal, 2021) del que ella misma resalta:«…me he centrado en lugares donde había hecho reportajes periodísticos y, en particular, donde la violencia sexual se utilizó como arma de guerra dirigida contra una comunidad específica y planificada desde arriba». Lamb recoge los testimonios de supervivientes de esa violencia en países como Iraq, Siria, Nigeria, Alemania, Bangladés, República Democrática del Congo, Argentina o Filipinas, pero también de Colombia, Guatemala o Afganistán. El resultado es sobrecogedor. Los casos que se narran son tan espeluznantes que encogen el alma. No es un libro que se pueda asimilar de seguido y precisa de un compromiso para con las víctimas para poder terminarlo. De otro modo, podría ser fácil desistir. Tuve que leerlo por partes y durante varios meses. También la autora ha tenido sus propios conflictos y controversias éticas al escribirlo: «Yo me debatía entre el deseo periodístico de saber más, el miedo a lo que me pudiese contar y, sobre todo, la preocupación de que revivir su historia les trajese más dolor». Pero por encima de todas esas dificultades, se encuentra el verdadero tormento las de las víctimas: el de Turko, Shahida, Hasna, Safina, Aisha, Bakira, Raqaya, Yasmine, Victoire, Godeliéve, Serafina, Cecile, Narcisa, Estela, Elena, Graciela, Anza, Chantal, Ba Amsa… y tantas otras como ellas.
En este artículo ahondaremos en el libro de Christina Lamb y comentaros la colección de fotografías Violencia Mujeres Guerra, del fotoperiodista Gervasio Sánchez (aunque este libro es más amplio en cuanto a temática ya que no solo trata la violencia sexual). La tesis que sobrevuela ambos es la de que la violación es un arma que en la guerra se utiliza de manera deliberada y programática para destruir al enemigo.
Testimonios
El libro comienza con el capítulo La niña que fui, en el que se describe la venta de mujeres en subastas organizadas por el Estado Islámico, quien consideraba que «las yazidíes eran infieles y que su esclavitud era un aspecto firmemente establecido en la sharía, para que pudiesen ser violadas sistemáticamente». Se vale del testimonio, en primera persona, de mujeres como Turko, natural de Kocho, quien relata su historia tras haber sido secuestrada y llevada a un hotel donde estuvo hacinada durante dos meses junto con otras muchas mujeres. Fueron torturadas y sufrieron extenuadas por el hambre y la sed. Hasta que el hombre que la compró (sí, que la compró…) le dijo: «Te he comprado y eres mi sabya. En el Corán está escrito que puedo violarte». Turko continúa: «Intenté resistirme, pero me pegó hasta que sangré por la nariz. La mañana siguiente, me agarró por el pelo, me esposó los brazos a la cama y luego me forzó. Sucedió cada día durante cuatro meses. Me violaba tres veces todos los días y nunca me dejó salir. A mi sobrina también la golpeaba, pero no la violó […] Nos vendían por internet. Los yihadistas tenían un foro llamado “Mercado del califato” donde se ofrecían mujeres, junto a consolas de PlayStation y coches de segunda mano». Por su parte, Naima fue vendida hasta doce veces y la desesperación le hizo intentar suicidarse en más de una ocasión, aunque sin éxito: «Creí que ni la muerte me quería».
En Las chicas del bosque se recoge el testimonio de otras yazidíes como Rojian, refugiadas en Alemania. Dice esto sobre su secuestrador: «…se sentó sobre mi espalda para impedirme respirar y me violó por detrás. Después de eso, volvió todos los días para violarme tres o cuatro veces. Así siguió, durante más de seis semanas. Las violaciones eran toda mi vida». Y continúa: «Un día me dijo que iba a comprar a otra chica. Me sentí aliviada al pensar que me facilitaría la vida, pero la chica que trajo a casa tenía solo diez años. Aquella noche estaban en la habitación de al lado. Nunca he oído a nadie gritar tanto, llamaba a su madre. Lloré más por aquella niña que por mí misma». Rojian consiguió escapar pero, lejos de ser un alivio, su situación empeoró: «Cuando el violador se percató de que había huido, se enfureció tanto que sacó a mi madre de la cárcel Tal Afar y la retuvo como esclava junto a mi hermano, que tenía seis años y mi hermana recién nacida. Estuvieron nueve meses presos. Cuando por fin salieron, aquel hombre seguía violando a la niña de diez años todos los días». Y ese infierno, que parece no tener fin, persigue a las mujeres incluso a zonas donde, a priori, deberían estar a salvo. Porque, tal y como se cuenta en La isla de Mussolini, su indefensión y vulnerabilidad las acompaña a los campos de refugiados, en este caso en el de Leros (Grecia), donde llegaban aquellas que huían de las guerras que asolaban Siria, Iraq y Afganistán. Allí los abusos y «el acoso de los traficantes sexuales era tan habitual que las mujeres se ponían pañales por la noche para no tener que salir de las tiendas».
En El apicultor de Alepo se cuenta, entre otras, la historia de Turko, secuestrada junto con sus hijas de tres, seis y ochos años por un integrante del Estado Islámico: «Una noche, cuando me violaba, le dije: “Un día estaréis todos acabados”. Nos arrojó a mí y a mis hijas a una bodega sucia durante tres meses; no pudimos lavarnos y nos daban poca comida. No me preocupaba por mí; si hubiese estado sola, me hubiese suicidado. Pero estaba con mis hijas. Cuando salimos de la bodega, nos encontrábamos tan mal que nos llevaron al hospital. Teníamos tifus. Toda aquella tortura y aquellas violaciones…Para nosotras era mejor la muerte. Intenté matarnos a todas, nos rocié de combustible, pero una de mis hijas me detuvo».
El poder de un hashtag habla de las niñas secuestradas por la organización terrorista Boko Haram, cuyos miembros «secuestraban a niñas jóvenes para obligarlas a casarse con yihadistas. […] Se trataba a las niñas como meras incubadoras para producir descendencia musulmana. A las mujeres ya embarazadas de niños cristianos se les abría el vientre con un machete para extraer el feto». De su experiencia con un terrorista habla Raqaya: «Era un hombre indeseable. Si me resistía, me obligaba a beber sangre. A menudo nos reunía para que viésemos cómo les daban latigazos a las mujeres o les partían la cabeza a pedradas por haber cometido adulterio».
Hagan cola aquí para la víctima de la violación es un relato de las atrocidades perpetradas en Bangladés a las mujeres rohinyá (etnia birmana de fe musulmana) por las fuerzas armadas gubernamentales, instruidas no para protegerlas sino específicamente para martirizarlas. Yasmine supera sus grandes dificultades para hablar y narra lo siguiente, respecto a lo que le hicieron los militares birmanos: «Nos llevaron a la selva. Estaba asustada, lloraba y gritaba, pero uno de los hombres me tapó la boca. Me arrancaron la ropa, me ataron las manos por detrás y dos soldados me violaron uno tras otro. El segundo decía “mátala”, pero les supliqué que no lo hicieran. […]. Dos de mis amigas murieron desangradas. No sé qué le pasó a la otra. No puedo contar lo que me hicieron porque cuando pienso en ello me echo a llorar».
Las mujeres que miran al vacío son las que en Bangladés, en los años setenta, sufrieron la barbarie del ejército paquistaní, que buscaba la aniquilación de los nacionalistas bengalíes. Suhan, un rebelde bengalí, cuenta sobre ellas: «Algunas se ahorcaron con su sari. Fue peor que lo que se rumorea que les pasó a las rohinyás, pero no quieren hablar. No hacen más que mirar fijamente al vacío». En Bangladés, a las supervivientes de aquella guerra les llaman birangonas (heroína de guerra), pero viven en el olvido. Este es el relato de Mofidul Hoque, fundador de un museo sobre las birangonas que pretende luchar contra la falta de reconocimiento y compensación hacia su sufrimiento: «A algunas las violaron allí mismo, a menudo en su cama y delante de sus familias (la llamada violación in situ). A otras las ataron a bananeros parar forzarlas en grupo. Trasladaron a las mujeres a los campamentos del ejército como esclavas sexuales y las obligaron a permanecer desnudas para evitar que huyesen. La gente veía cómo descargaban de los camiones a mujeres seminconscientes. En el campamento, proyectaban películas pornográficas para excitar a los hombres antes de dejarlos sueltos. Muchas mujeres murieron en los campamentos, algunas desangradas, con la vagina perforada por las bayonetas». Aisha cuenta lo que vivió: «…los soldados vinieron uno tras otro y nos violaron a todas en el catre: a mí, a mi suegra y a la otra esposa de mi marido. Fueron tan violentos que las otras dos murieron al cabo de un mes a causa de las heridas».
Las mujeres que cambiaron la historia se centra en lo ocurrido durante los años noventa en el genocidio tutsi a manos de los hutus. Victoire recuerda aquellos días: «No tenía ni idea de dónde estaban mi marido o mis hijos, solo llevaba a mi niñita en la espalda. Intentaban golpearme la cabeza, pero le dieron a mi bebé y le aplastaron el cráneo. Sentí el porrazo y lo supe cuando no la oí llorar. Retiré su cuerpo de mi espalda, la dejé en el suelo y seguí corriendo. Ni siquiera pude enterrarla». Godeliève por su parte dice lo siguiente: «Vi a gente cavando fosas profundas y arrojando cadáveres. Torturaban a mujeres y algunos incluso violaban cuerpos muertos. Lo vi con mis propios ojos». Y esto es lo que añade Serafina: «Claro que me violaron […] En cualquier lugar, si te escondías bajo un árbol, un hombre te iba a buscar, a violar y, a veces, también te mataba. Había muchos hombres distintos que se dedicaban a ello y clavaban palos y botellas en las partes íntimas de muchas mujeres hasta el estómago, pero a mí no me lo hicieron. Estaba inconsciente buena parte del tiempo». La experiencia de Cecile fue igualmente dramática: «Mataban a todo el que encontraban. Vimos cómo gente conocida asesinaba a nuestros vecinos día tras día. Incluso los niños participaban. Nos abatían como a criminales o animales. Cuando agarraban a una mujer o a una chica, la desvestían, la obligaban a tenderse en el suelo y luego venían uno tras otro para violarla. Era horrible, porque se hacía en público. Gritaban: “¡Date prisa! ¡Yo también la quiero!”. Me violaron incontables veces. El último grupo que me violó era muy numeroso, y uno gritó: “¡No puedo meter el pene en un lugar tan sucio, así que voy a usar un palo!”. Sé de muchas mujeres que murieron de este modo. Afilaban los palos y se los metían en la vagina».
En Las Rosas de Sarajevo y Así es un genocidio se narra el calvario de las mujeres musulmanas en Bosnia y se traza un retrato de lo que supuso la brutal matanza de Srebrenica. Christina Lamb cuenta sobre aquello que «las víctimas tenían entre seis y setenta años y las violaron repetidas veces, a lo que a menudo se sumó un cautiverio de varios años. Dejaron embarazadas a muchas mujeres a la fuerza y las retuvieron hasta que les resultase imposible abortar. Se trataba a las mujeres como una propiedad y se utilizaba la violación para intimidar, humillar y degradar». Muchas de ellas acabaron en campos de violación, concebidos específicamente para ese fin, de los que llegó a haber cincuenta y siete durante la guerra en Bosnia, donde se calcula que se violaron entre veinte mil y cincuenta mil mujeres: «Mujeres y chicas encerradas en escuelas donde sufrían repetidas violaciones anales, orales y vaginales, gente a la que cortaron la lengua o personas quemadas vivas como antorchas humanas mientras “chillaban como gatos”». Si bien Bakira se libró de ellos no lo hizo de la brutalidad y la saña de las fuerzas serbias cuando asaltaron su casa: «Se llevaron a mi hija mayor a otra habitación diciendo que querían que les enseñase algo. Sabía que era una mentira. Me liberé y me precipité a la habitación, pero fue demasiado tarde. La estaban violando ante mis ojos y los de mi marido. Después le golpearon la cabeza con los cañones de los rifles. Había tanta sangre que pensé que la habían decapitado. Solo veía sangre». Pero la pesadilla no acabó ahí, porque en ningún lugar estaban a salvo, puesto que los que la violaron en la comisaría, la escuela o el hospital eran los que supuestamente deberían haberla protegido. Mientras Bakira buscaba tratamiento para su hija, la secuestraron: «Recordaré aquel día mientras viva. Me cogieron y me violaron tres veces. La primera vez me llevaron al sótano de la comisaría de policía […] La segunda vez fue en un centro médico. La tercera vez fue en el edificio de la escuela de secundaria […] Luego volví a casa y mi marido llegó llorando. Hasta hoy nunca me ha preguntado qué me hicieron».
La hora de la caza habla de las violaciones cometidas por los soldados soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial, y es que, como se ve a lo largo de libro, no hay continente ni sociedad que se libre del espanto: «Los rusos humillaron a las mujeres alemanas como una manera de tomar represalias porque los hubieran tratado como una raza inferior. La sexualidad de las mujeres hacía de ellas la diana más fácil. Después de años de recibir propaganda antialemana, los soldados del Ejército Rojo probablemente no veían a sus víctimas como a seres humanos». El título del capítulo hace referencia al momento del día en el que las mujeres tenían que esconderse cuando los soldados salían a las calles en su busca para violarlas y torturarlas. Una muestra de lo que pasó se cuenta en un libro de memorias titulado Una mujer en Berlín y que es de autoría anónima, pero se calcula que cientos de miles de mujeres corrieron la misma suerte. Un destino similar al que corrieron las mujeres chinas, coreanas o filipinas sometidas por parte de los soldados japoneses durante las Segunda Guerra Mundial. Así, Las lolas: hasta el último aliento (lola es un diminutivo para referirse a las abuelas en tagalo), se sitúa en Filipinas, donde miles de ciudadanas de aquel país, como Narcisa y Estela, se convirtieron en lo que se ha venido a llamar “mujeres de consuelo”: «Todas ellas eran mujeres de consuelo retenidas como esclavas sexuales por el Ejército Imperial japonés durante la Segunda Guerra Mundial en uno de los mayores sistemas de violencia sexual y de tráfico de mujeres de la historia que contó con autorización legal». A día de hoy, tanto Rusia como Japón niegan estos hechos y su responsabilidad en ellos.
En Luego se hizo el silencio, el terror se traslada a Argentina, a los años de la cruenta dictadura de Videla. Se centra en el destino de las desaparecidas por el régimen y de los hijos que dieron a luz en los centros de tortura: «algunos lo veían como una especie de botín de guerra macabro, otros como una forma de lavado de cerebro, la victoria final sobre los opositores a quienes deseaban aplastar. Es como si, tras matar a los padres, los represores quisiesen controlar el destino de los hijos». Entre otras, se cuentan las historias de Elena y de Graciela, secuestrada esta en plena calle y enviada a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA): «Creo que violaron a todas las mujeres encerradas en la ESMA». Graciela y Elena se convirtieron en esclavas sexuales de oficiales del ejército argentino, pero no eran casos aislados. Había quien «tenía un harén de mujeres y las violaba a diario. Violaban a algunas después de la tortura, cuando apenas podían andar. Había también numerosos casos de esclavitud sexual». Una vez más, las fuerzas de seguridad no solo no hacían su labor de protección sino todo lo contrario, ya sea en Latinoamérica, Europa, África o Asia.
El doctor Milagro y la Ciudad de la Alegría nos traslada a la República Democrática del Congo (RDC). Aquí tenemos el testimonio de un hombre, el doctor Mukwege (Premio Nobel de la Paz 2018 compartido con la activista iraquí Nadia Murad), que en los últimos veinte años ha atendido a 55.000 víctimas de violación: «Clavaban bayonetas en sus genitales o palos con combustible a los que prendían fuego […] Algunas fueron violadas por cinco o más hombres hasta que perdieron el conocimiento. Todo ello ante los ojos de sus hijos. Me di cuenta de que esas milicias estaban utilizando la violación como un arma de guerra […] No es algo sexual, es una manera de destruir al otro, de arrancar a la víctima su concepción como ser humano y de demostrar que no existe, que no es nadie […] Es una estrategia deliberada: violar a una mujer delante de su marido para humillarle, para que se vaya y la vergüenza recaiga en la víctima y sea imposible vivir con la realidad. La primera reacción es abandonar el lugar y se destruye totalmente la comunidad. He visto pueblos enteros abandonados». La despoblación como consecuencia y por tanto la pobreza, el desarraigo y la desestructuración social. Y el problema, a día de hoy, está lejos de resolverse. De hecho, el propio doctor Mukwege tiene la sensación de que se está retrocediendo. Y es que, entre otras cosas, cada vez atiende a pacientes más jóvenes. Incluso de meses. Sí, bebes con solo meses de vida. Anza, cuenta la historia de su hija Chantal, que tenía siete meses cuando la violaron: «Llora cada vez que lo aparto de mis brazos […] Iba a trabajar al campo y dejé al bebé con mi hermana menor cuando llegaron los rebeldes a mi pueblo […] Empezaron a disparar y a robar cosas y mi hermana huyó dejando al bebé. Fue a buscarme al campo […] Corrí hasta mi casa, pero ya la habían asaltado. Se habían llevado el saco de arroz, toda mi ropa y la del bebé. Encontré a mi hija llorando sobre la cama, la cogí y salí corriendo. Pero la niña no dejaba de llorar. Intenté darle el pecho, pero no quería comer. No sabía qué pasaba. Entonces le quité la ropa y vi heridas alrededor del ano y rojeces por todas partes. La llevé al centro médico. El doctor me dijo sin rodeos que la habían violado, puesto que el tejido anal estaba totalmente desgarrado […] Cuando el doctor intentó examinar a la niña, vio que la pared anal y la vagina se tocaban: el pene la había perforado».
Otras historias tan espeluznantes como la de Chantal se cuentan en Mamá no cerró bien la puerta, localizadas en Kavumu en RDC, donde la violencia contra los niñas es el hilo que recorre la narración: «A menudo los soldados les habían arrebatado a sus bebés antes de violarlas y los habían pisoteado hasta matarlos o los habían arrojado al suelo con tanta fuerza que les partieron la cabeza».
Las secuelas infinitas de la violación
La onda de alcance de la violación no termina con el propio acto. Y es que es un trauma difícil de gestionar que afecta a todos los ámbitos de la salud física, mental y social. Nos da una idea lo que se cuenta desde el hospital de PANZI en Bukavu, RDC: «Dentro, a ambos lados del vestíbulo, había grandes salas de hileras de camas para mujeres y chicas. Todas habían sufrido prolapsos pélvicos u otros daños al dar a luz, o habían sido víctimas de una violencia sexual tan extrema que sus genitales estaban desgarrados y habían sufrido fístulas (agujeros en el músculo del esfínter hasta la vejiga o el recto que provocaban incontinencia urinaria, fecal o ambas)». Este tipo de patologías son frecuentes en todos los casos de violación, independientemente del lugar donde se produzca. Como ejemplo este testimonio desde Nigeria: «Algunas habían sido violadas tan brutalmente que tenían fístulas […]. Otras se habían contagiado con el VIH por sus secuestradores o habían intentado abortar a sus propios bebés, a veces obligadas por sus familias». Abortos, por cierto, que tienen sus propios y nefastos resultados en muchos de los casos.
Por su parte, la doctora Branka, que ha trabajado en Bosnia con víctimas de violaciones, nos dice: «Las mujeres que han sufrido violencias sexuales o no van nunca al ginecólogo porque temen que les pase algo, o van todo el tiempo. Algunas han desarrollado cáncer de cérvix, muchas sufren trastornos de la glándula tiroidea, porque la tiroides es el órgano más afectado por el estrés, y tienen bajos niveles de insulina que desencadenan la diabetes. […] También se puede producir amenorrea: el estrés hace que las hormonas suban a niveles anormales y todo se detiene, porque la adrenalina y el cortisol que se producen bloquean las demás».
Dadas las consecuencias, algunas no se recuperarán. Literalmente. Da igual el lugar de procedencia y por quien se cometió la violación. De las mujeres alemanas se nos dice: «Miles murieron, según los registros de los hospitales de Berlín, y el suicidio fue la causa principal. Muchas contrajeron enfermedades venéreas. Las que se quedaron embarazadas mataron a su bebé». Las que conviven con esos bebés no mitigan su sufrimiento. Ba Amsa cuenta desde Nigeria: «El bebé me recuerda todo ese dolor, pero ni siquiera sabe de la existencia de su padre y no tiene ninguna culpa […] Todas las cosas malas que me sucedieron son culpa de su padre, no de él. Este niño es inocente». Y es que las implicaciones son devastadoras para todo el entorno. Una psicóloga especializada en trauma, al hablar de lo frecuente que también era el suicidio en las supervivientes yazidíes del Estado Islámico, habla de la onda expansiva: «Muchas de las chicas estaban destrozadas físicamente por culpa de las violaciones reiteradas. Algunas no podían enfrentarse a salir a la calle. Muchos hombres se habían refugiado en la bebida y había muchos casos de violencia doméstica. Muchas familias yazidíes tenían deudas porque habían pedido prestados miles de dólares para rescatar a sus hijas». El desgarramiento es físico, psicológico, pero también social o económico (además del dinero perdido, todo el sustento económico ha podido desaparecer, por ejemplo, con el destrozo de las casas, las huertas o el ganado y la incapacidad para que las mujeres vuelvan a tener una vida laboral activa).
Una pregunta presente en todo el libro es la de si es posible recuperarse de todo esto. Cecile dice: «Me sentía desgarrada por dentro. Una no termina de sanar nunca, sino que es como un viaje: no te quedas donde estás». Victoire afirma: «Creo que violar a alguien es peor que matar, porque tengo que convivir con eso todos los días. Es algo que viví cuando era adulta y lo recuerdo todo». El doctor Mukwege, también trata de responder: «He hablado con tantas mujeres… y la respuesta es que no pueden […] Cuando una mujer decide dar el paso, no es para decir que se ha recuperado, sino para ser una agente del cambio. Es para decir: “Me ocurrió a mí, pero no debería ocurrirle a mis hijas o a otras”».
Pero es que no solo es difícil la recuperación, sino convivir con una especie de pesadilla prometeica que se eterniza. Las mujeres se enfrentan a una victimización que no cesa porque algunas continúan sufriendo abusos. Hemos hablado de los campos de refugiados, pero esto es lo que se cuenta en Bangladés: «¡Sus familiares las volvían a violar considerándolas deshonradas!». Y es que además de eso, de las enfermedades que acarrean, de su expulsión de la comunidad… esa victimización también tiene que ver con la estigmatización a la que se enfrentan las mujeres al volver a casa y tratar de recuperar su vida normal. En Nigeria, por ejemplo, a las mujeres que han conseguido sobrevivir a Boko Haram las llaman annova, que significa “epidemia” o “sangre sucia”. Algunas de ellas, además, padecen una especie de Síndrome de Estocolmo y, por ejemplo, de las yazidíes se nos cuenta que «cuando las mujeres vuelven, a menudo las han adoctrinado hasta tal punto que creen que el Estado Islámico gobierna el mundo. Algunas incluso intentan ponerse en contacto con sus secuestradores». Por otro lado, la vergüenza de lo que les ha pasado es un denominador común a todas las supervivientes, sea de donde sean. Y es que, como se dice en el libro, «la violación es el único crimen en el cual la sociedad tiene más probabilidad de estigmatizar a la víctima que al agresor».
Respecto a estos últimos, Naima piensa lo siguiente: «Quiero que a los hombres que me hicieron todo eso les pase lo peor. Quiero que mueran no de forma rápida o humana, sino despacito despacito, para que sepan lo que es hacer cosas malas a la gente». No obstante, sorprendentemente, la mayoría no se centra en la venganza sino que lo que piden es justicia. Porque siendo imposible sanar del todo, es cierto que los testimonios de las mujeres coinciden la necesidad curativa del castigo del agresor, de sentirse inocentes y no culpables de lo acontecido. Desafortunadamente, ahí también se encuentran con múltiples dificultades.
La complicada búsqueda de justicia
Hasta hace muy poco, los casos de violación y esclavitud sexual no han sido juzgados y el marco legal dentro de los conflictos ha sido escaso. En el año 2000 se promulgó la Resolución 1325 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que aboga por que las partes de un conflicto respeten los derechos de las mujeres y, desde una perspectiva de género, se tengan en cuenta su vulnerabilidad y sus necesidades especiales. Pero solo en junio de 2008 fue cuando se adoptó la Resolución 1820 de las Naciones unidas acerca del uso de la violencia sexual en la guerra, donde se indicaba que «la violación y otras formas de violencia sexual pueden constituir un crimen de guerra, un crimen contra la humanidad o un ato constitutivo de genocidio».
Previamente, fueron las mujeres que consiguieron hablar ante el Tribunal Penal Internacional para Ruanda quienes consiguieron un hito histórico en 1998. Fue «la primera vez en la historia que se reconocía la violación como un instrumento de genocidio y se procesaba como crimen de guerra en un tribunal internacional». Jean Paul-Akayesu fue condenado por diferentes cargos entre los que se incluían la exterminación, la tortura, el asesinato y, también, la violación: «El tribunal considera que la violación es una forma de agresión y los elementos centrales del crimen no pueden captarse en una descripción mecánica de objetos y partes del cuerpo… El tribunal define la violación como una invasión física de naturaleza sexual, cometida contra una persona bajo circunstancias coercitivas. La violencia sexual no se limita a la invasión física del cuerpo humano y puede incluir actos que no implican penetración o incluso contacto físico». Y en 2018, la valentía, el tesón y la capacidad de organización de unas mujeres guatemaltecas consiguió que por primera vez un tribunal nacional considerara la violación y la esclavitad sexual como crímenes de guerra.
Sin embargo, la violación ha estado y continúa estando infradenunciada, «y mucho más en las zonas de conflicto donde las represalias son probables, la estigmatización es común y las pruebas son difíciles de obtener. A diferencia de los asesinatos, las violaciones no dejan cadáveres y son difíciles de cuantificar». Los ejemplos de las ruandesas y las guatemaltecas son el camino, pero es uno fatigoso y complicado, porque las víctimas tienen inmensos problemas para romper su silencio y hablar de los que les ha pasado en un sistema que protege al violador por encima de la víctima. Porque si las consecuencias sobre las que hablan son demoledoras, desde el estigma a la negación o a las amenazas (y así lo explican en el libro las mujeres de Argentina, pero también las del Congo, Filipinas o Iraq), muchas de ellas, además, se han encontrado con la total impunidad de sus agresores con los que, en ocasiones, se han tenido que cruzar a diario y quienes no solo no demuestran arrepentimiento, sino todo lo contrario, desprecio hacia ellas y orgullo por lo que han hecho. Sobre ese tipo de actitudes y las motivaciones detrás de las violaciones Christina Lamb se plantea ciertas preguntas como, por ejemplo, qué placer podían conseguir los hombres abusando de las mujeres de esas maneras tan atroces. Para el doctor Mukwege «no hay nada sexual en la violación» porque «no era circunstancial, sino una parte integral de la campaña y que se utilizaba como arma, al igual que el machete y la porra». Algo que se ha utilizado y se utiliza como una estrategia militar deliberada*. En la misma línea, desde Argentina se nos dice sobre la violencia sexual que «formaba parte de un plan sistemático para destruir la humanidad de la víctima, una técnica como la tortura, pero diferente en esencia, [..] cometidos como parte de un plan clandestino de represión y exterminación». Lo que se pretende pues con esa violación no es la simple satisfacción de un deseo sino humillar a las mujeres del enemigo, traumatizar a la población y obligarla a marcharse, e incluso dejar embarazadas a las mujeres para cambiar el equilibrio demográfico.
La mirada del horror
Y si Christina Lamb se hace eco de las voces, Gervasio Sánchez nos hace fijar la vista. Sus fotografías son los ojos de quien ha vivido el horror. Y también lo tiene claro: «La forma de violencia más humillante es la violación. Pero las mujeres también sufren prostitución forzada o esclavitud sexual. Son prácticas horrendas. Son crímenes de lesa humanidad, graves violaciones del derecho internacional humanitario.[…] Todos los actores armados, es decir, soldados y policías gubernamentales, paramilitares de derecha y guerrilleros de izquierda, utilizaban la violación como un arma de guerra. Conocí algunas mujeres y menores que habían sufrido asaltos sexuales por parte de distintos grupos armados como si los combatientes necesitasen plagiarse unos a otros en un concurso de brutalidades». Sus fotografías no se ceban con el dolor sino que trasladan la mirada doliente de las supervivientes. A veces, como con la de Esmeralda Romo, cuesta mantenérsela.
Los testimonios recogidos por Lamb y las fotos tomadas por Sánchez nos indican que hay un patrón común que une la guerra y las violaciones. Estas no se pueden considerar como simples casos individuales y anecdóticos. Primero, porque al conocer las historias de las mujeres se reconocen pautas semejantes en la experiencia del sufrimiento y en los problemas derivados del mismo. Segundo, porque esas violaciones tienen un trasfondo ideológico con políticas concretas, las cuales han sido deliberadas y premeditadas para causar el máximo dolor. Y es que en todos los lugares de conflicto las violaciones adquieren un matiz estructural específico, es decir, han pasado de convertirse en agresiones sexuales puntuales a desarrollarse como un plan consciente y dirigido en forma de arma de extorsión, control y manipulación de la población. Sea cual sea el continente, el tipo de cultura o el momento histórico el patrón es similar. Y ninguna mujer en ningún contexto bélico está a salvo. Por lejanas que nos parezcan estas historias*, las protagonistas de estas historias nunca pensaron que todo ese horror les podía pasar a ellas.
Los libros de Lamb y Sánchez nos muestran el calado histórico de la violación y de la brutalidad que se ha ejercido sobre las mujeres. El arte o la literatura han reflejado ese curso a lo largo del tiempo de diversas maneras **. Pero también eso puede ser una herramienta para, como dice Lamb, devolver el canto al ruiseñor (título del epílogo). Así, en el libro se cuentan diferentes iniciativas que pasan por el arte, la pintura, el yoga, el contacto con animales, o la agricultura, encaminadas a buscar la recuperación física, mental y social de las mujeres violadas. En uno de los pasajes del libro, en RDC, se cuestiona cómo los trabajadores que asistían a las mujeres que habían sufrido abusos encontraban la fuerza para continuar con su tarea. La respuesta estaba en las propias mujeres: en explosiones espontáneas de cantos y alegría, sacando energía de donde no la tenían, para ponerse a bailar entusiasmadas.
La banda musical Kolinga dedicó su tema Nguya na ngai (Mi poder, en Lingala) a las mujeres congoleñas, víctimas de las guerras que han derramado sangre en todo el país, pero es un tema que podría haber sido pensado para otras de todo el mundo. Su letra, dirigiéndose a esos hombres a los que la mujer ha dado luz, pero ahora la maltratan, dice: «mi poder es enorme, más grande y más profundo que el que deseas, Mi Poder es el Amor, y mi Amor sana al mundo».
* Christina Lamb dice en su libro que «tal vez el primer uso de la violación como arma específica de guerra para propagar el terror se dio en la guerra civil española» […] Asesinaron a cientos de miles de españoles durante los tres años que duró la guerra. Mucho menos conocida es la magnitud de la persecución deliberada y sistemática que sufrieron las mujeres.
** Este tema sería materia para otro artículo. Sin embargo, en cuanto a la violación como arma de guerra podría destacar la ópera Die Soldaten (Los soldados), de B. A. Zimmermann, donde se muestra la brutalidad de un grupo de soldados y el grado de humillación y deshumanización al que pueden condenar a una mujer. En el año 2018 se interpretó por primera vez en el Teatro Real en Madrid (https://www.teatroreal.es/es/espectaculo/die-soldaten).