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Mayéutica 2.0 (7): Mirar un cuadro

En Toronto se encuentra la Galeria de Arte de Ontario (Art Gallery of Ontario o AGO, en inglés), cerca de donde el pico de la Torre CN toca el cielo, custodiada por los rascacielos del distrito financiero que miran desde abajo a este imponente edificio de telecomunicaciones. El museo alberga una muestra caracterizada por una amplia diversidad artística (quizá un reflejo más de lo que es la sociedad multicultural canadiense), que oscila entre las exposiciones de arte contemporáneo y las de arte indígena, y que presenta una vocación de representación global con piezas provenientes no sólo de América, sino también de Europa o de África. Al pasear por ella, delante del semblante desgajado de una mujer que mira hacia abajo, cometo un error y comienzo a complicarme la vida y el agradable paseo por sus salas. Porque se me viene a la cabeza un texto de Lacan. Y no es fácil entender lo que dice. Puede que hasta sea imposible hacerlo y, como mucho, solo se pueda aspirar a azarosas ráfagas de compresión. Dicho esto, ya era demasiado tarde para quitármelo de encima cuando le escuchaba preguntar: «¿Qué es un cuadro?». En este texto de uno de sus seminarios, el propio Lacan se pregunta sobre lo que significa la pincelada de un pintor.

Detalle del cuadro Sin título (cortina), 2016. De la artista Janet Werner nacida en Manitoba (Canadá), en 1959, perteneciente a la colección de arte contemporáneo de ARGO.

Para Lacan, «la pincelada del pintor es algo donde termina el movimiento». Sin embargo, si bien se puede considerar que esa pincelada clausura una traza, también es cierto que, a la vez, es el punto de partida de un estímulo en aquel que observa una obra. Esa pincelada es un gesto que deja en suspenso una temporalidad, pero no supone un golpe en el receptor que podría dejarlo aturdido y sin capacidad de interacción. Todo lo contrario, ese gesto, lejos de ser un instante terminal, genera por sí mismo un momento inaugural ya que nos sitúa «ante el elemento motor en el sentido respuesta, en tanto engendra tras de sí, su propio estímulo». Ese es un estímulo que agudiza el apetito del observador y lo lleva a concentrarse en ese momento donde se suspende la temporalidad y el pintor y el espectador tienen la posibilidad de confluir en una esfera donde se citan con el Otro. Para ello, la mirada experimenta, tal y como afirma Lacan, una suerte de descendimiento del deseo que lo expone al cuadro de tal manera que lo llega a manejar como si lo hiciera a «control remoto».

¿Podría ser que en esa suspensión de la voluntad en la que se produce el dar-a-ver, en ese extremo que es movimiento y a la vez parálisis, se concrete la ausencia que todo cuadro emana? ¿Y podría ser que desde esa misma ausencia se maneje el deseo del espectador? Así, la ausencia sería reemplazada por aquel que ve la obra, pero que en ese punto, definitivamente, también será mirado por ella. Porque ese gesto que es la pincelada nos obligará, de una manera u otra, a deponer la mirada, pero, además, a experimentar la fuerza del «monstruo incomparable, a saber, la mirada del pintor, la cual pretende imponerse como si fuera, por sí sola, la mirada».

Detalle del cuadro Cielo , 2012. Del artista canadiense Stephen Andrews, nacido Sarnio, Ontario, en 1956, perteneciente a la colección de arte contemporáneo de ARGO.

Cabría preguntarse aquí si el pintor, con esa capacidad de convertirse en un monstruo incomparable, actua con premeditación y domina el gesto de la pincelada con un control deliberado. La respuesta de Lacan es que eso es solo un espejismo, porque no hay elección en un cuadro y sí, por otra parte, una acumulación. Las pinceladas se suman unas a otras en un proceso que adquiera la forma de «lluvia del pincel»: «si un pájaro pintase, ¿no lo haría dejando caer sus plumas, una serpiente sus escamas, un árbol desorugándose y dejando llover sus hojas?». La pintura se convierte pues en una deposición que aún así es un acto soberano que «volverá caduco, excluido, inoperante, todo cuanto, llegado de otro lado, se presentará ante ese producto».

Visto así, a pesar de lo que dice Lacan, parece que la pincelada no es sino una trampa, un señuelo donde el pintor reta y espera al espectador de su obra, el cual queda, finalmente, en suspenso, a expensas de la mirada que emerge de la obra. En el acto terminal que es la pincelada, el espectador se entrega en una especie de sacrificio mediado por el deseo. ¿Y no será ahí donde se produzca la sublimación del arte, aquello a lo que se refirió Freud como reconocimiento social y que, según Lacan, produce sosiego y reconforta la gente? ¿No será que en esa pincelada terminal que llena la ausencia del cuadro a través de los gestos del pintor donde se nos muestra que podemos vivir de la explotación de nuestro propio deseo? La respuesta, si es que la hay, seguramente sea difícil de encontrar al diluirse en esa «lluvia del pincel», que va conformado la obra pero también la mirada de aquel que la observa. En cualquier caso, delante de un cuadro de Stephen Andrews, que recuerda alguna de las imágenes tan difundidas estos días del telescopio James Webb, dejo de pensar en las palabras de Lacan y me entrego a sus trazas para disfrutar de unos segundos de calma y bienestar.

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