La humanidad, esa suma de convergencias, de extinciones.
Jorge Carrión, Membrana.
Sin memoria no hay historia y sin historia no hay humanidad. Pero si, como planteábamos en la anterior entrada, la objetividad es una quimera cuando nos adentramos en nuestro devenir histórico, esa ilusión se hace todavía más notoria en cuestiones tan complejas como la de saber cuáles son las características primordiales del ser humano (también en otra entrada indagábamos sobre este tema a través de la obra de Kubrick, quien veía en la tecnología y la violencia atributos fundamentales).
Desde mi punto de vista, podríamos proponer dos rasgos como los que nos definen con mayor profundidad. El primero es la capacidad de acomodación al medio y de control de sus fuerzas naturales. Así, podemos constatar que el hombre ha sido el animal más exitoso en su adecuación al medio ecológico y las oportunidades que este le ha brindado, como lo prueba su extensión a través de toda la geografía planetaria, en la que ha demostrado un perfil adaptativo sin comparación. Y eso ha sido en parte por la segunda particularidad que es básica y clave de su condición: su instinto social. Un argumento en contra de este razonamiento sería señalar que, en su casi totalidad, las especies que conforman el reino animal viven en sociedad y han desarrollado una amplísima variedad de modos de relación. Pero, en primer lugar, creo que para definir una especie no es estrictamente necesario buscar lo único, aquello que no se repite en otras: las peculiaridades de cada una también se pueden encontrar como elementos comunes (alimentación, organización familiar, etc.) sin que ellos las anule como definitorias. En segundo lugar, es en la complejidad de la convivencia y sus relaciones donde el ser humano ha visto crecer su singularidad. Acaso como respuesta al medio, surgió su necesidad de vivir en sociedad y ya ante retos como el control del fuego, o la participación colectiva en la caza y la crianza, empezara a desarrollar unas capacidades sociales que se han traducido en todo un catálogo de sentimientos y vínculos tan complejos y particulares, como alejados del mundo animal (algo observable en diversos ejemplos, desde los diferentes sistemas de organización política, hasta las relaciones de amistad).
Y si establecer el origen de otros elementos que definen el ser humano como la tecnología, la religiosidad o el lenguaje resulta casi imposible, sí podríamos asegurar que todas estas características surgieron en el seno de estructuras sociales que buscaban su propia supervivencia; y que esas capacidades fueron impulsadas por el desarrollo del instinto social. Y así, como respuesta al medio y a la integración de esas estructuras con el mismo, se facilitara, entre otras cosas, la aparición de la inteligencia simbólica y, posteriormente, de la religión. De hecho, hay quien defiende a esta como la diferencia fundamental del ser humano con otras especies. Comparto su exclusividad y el potencial como parte definitoria del hombre, que se constituye de ese modo, como dice Jordi Nadal, «en el único animal que vive con la conciencia de su destino final». Pero creo que, más que causa de su humanidad, la religion es consecuencia de la necesidad de mantener un orden que facilite la vida social y la convivencia equilibrada con el medio externo: el producto, en palabras de los Cauvin, de una «maduración interna de las sociedades humanas».
Por otra parte, si consideráramos que, como también asegura Jordi Nadal, «la conducta religiosa es el verdadero rasgo que nos define plenamente como humanos», ¿en qué lugar se sitúa esa pequeña parte de la humanidad que ha renunciado a esa religiosidad?. Esta pregunta abre la puerta a otras aún más complejas, quizá tan irresolubles como las que estamos planteando pero es que, como se dice en el último libro de Jorge Carrión, «los humanos siempre fueron máquinas de generar claroscuros, de tejidos y de catástrofe». Hagámoslas por tanto: ¿lo que nos define como humanos puede cambiar con el tiempo?; ¿la evolución de la tecnología, por ejemplo, hará de nosotros seres diferentes en el futuro?
En la última novela de Jorge Carrión, Membrana (Galaxia Gutenberg, 2021), nos trasladamos al año 2100 para pasear de la mano de una inteligencia artificial por el Museo del Siglo XXI. A través de su catálogo observamos cómo la historia nos ha llevado hasta un mundo interconectado a través de una red indisoluble donde cohabitan humanos, híbridos, inteligencias orgánicas o algoritmos omnipresentes. En una de las salas de dicho museo se expone un libro titulado Últimas noticias de la humanidad, escrito por Han Lee Fernández en el año 2079; también las actas de un congreso académico celebrado en el año 2081 reunidas en el volumen Crítica de la razón algorítmica; y una proyección docuserial del mismo año: ¿De qué hablamos cuando hablamos de humanidad?. Son tres artefactos que marcarán el paradigma por el que la inteligencia artificial pasará a dominar el planeta, pasando del antropocentrismo al códigocentrismo, y en los que se pueden encontrar reflexiones acerca del ser humano. En el primero se dice lo siguiente:
«Si ya nada diferencia a los humanos de los animales, las plantas o las cosas […], si sabemos que ni la inteligencia ni el lenguaje ni la imaginación ni el arte nos hace especiales, reivindiquemos la intención desviada, el error consciente como características intransferibles de la humanidad, porque en efecto los demás seres del planeta son incapaces de comunicarse con el objetivo de no comunicarse, de imaginar con la intención de desimaginar, de ocupar su tiempo solamente para perderlo».
Desde un sistema como el que nos gobierna, productivo y productivista por definición, Carrión plantea la hipótesis de que lo que nos hace humanos es precisamente lo contrario: vagar por la contemplación y el diálogo como quien pasea sin rumbo definido, sujetos a errar en el camino por el que nos llevan nuestros pasos despistados. La tentación es concordar sin más con esta teoría, pero la necesidad es la de volver a plantear preguntas: ¿no estaremos perdiendo ya esa capacidad para la intención desviada?; ¿puede ser todavía un valor por el que luchar?. Si se nos escapa y delegamos nuestra humanidad en la inteligencia artificial, ¿quedará todavía algo diferencial en nosotros? Encontrar respuestas adecuadas no es una tarea fácil.
Por otro lado, Han Lee Fernández también asegura que en la ironía práctica se encuentra otra de las matrices de lo humano y que constituye «una categoría existencial que se ha definido desde siempre por la calidad y no por la cantidad, por lo inasible y no por lo mesurable». Una vez más, en un mundo que todo lo mide y lo que no se mide no existe, algo intangible, que no se puede cuantificar, podría acercarnos al núcleo de lo que somos. Pero Carrión habla desde el año 2100 y puede que en un futuro aún más lejano, la ironía práctica se codifique y forme parte de un algoritmo más. Y si en ese mañana perdemos además la intención desviada; si la humanidad evoluciona hacia el individualismo extremo; y si no es capaz (recordando la tesis de Kubrick, y que se intuye en las páginas de Membrana) de canalizar el avance de las tecnologías o de su propia violencia: ¿qué nos quedará?
Quizá nos encontraremos con pocos asideros, ya que puede que la esencia del ser humano sea el ser capaz de anticipar su propio final y no hacer nada para remediarlo. Porque, como se lee en el libro de Carrión, «para ser humano hay que perder el paraíso, haberlo perdido. Para ser humano hay que sucumbir al mal y hay que atraversarlo». En ese tránsito, otra de las posibilidades es que lo auténticamente humano sea evolucionar, a través de una membrana ilimitada, hacia una inteligencia artificial colectiva. ¿Lo será también el buscar soluciones y respuestas en las ficciones que él mismo crea?