Estudié leyes con el afán de acercarme a la justicia. Y es lo primero que aprendí, que la ley puede no tener nada que ver con este valor, y que como todos los valores poderosos pero abstractos hay que llenarlos de significado. Conceptos tan hermosos como la igualdad, la libertad, la dignidad, pueden no significar nada y pueden significar todo, porque necesitan ser definidos en términos de realidad: libres para votar entre opciones diferentes, libres para educarnos, libres para movernos por el mundo, iguales en oportunidades, iguales en el acceso a recursos, iguales en la toma de decisiones, iguales en dignidad. Sin que la vida de un ser humano valga más o menos dependiendo del lugar, sexo o condición a la que haya venido a nacer.
También aprendí que un Estado con derecho es distinto de un Estado de Derecho. La legalidad es siempre la establecida, pero para que sea legítima, para que no suponga un cercenamiento de la condición de seres humanos libres e iguales en dignidad, necesita además contar con dos condiciones: la garantía de los derechos humanos y el respeto a las minorías.
Pero la crisis es la crisis. Y todo vale. Hay que hacer lo que hay que hacer. Utilizar el concepto simple de mayoría, de sufragio universal, para calificar cualquier decisión como democrática. Sin suelo. Sin techo. Sin eso tan dificil y tan necesario que supone el consenso.
En la letra de las leyes cabe todo y no cabe nada. Ahora mismo, por ejemplo, ya ni siquiera quienes nos gobiernan aprueban leyes, sólo aprueban recortes. Recorte de 1 de febrero de 2012 publicado en el BOE… Parece que inaguramos una nueva técnica jurídico-política. Y se me viene a la cabeza la frase de un profesor de derecho financiero: «Gobernar es gastar…», y recortar, parece ser. Y yo con veinte años creyendo que consistía en solucionar problemas sociales, en mejorar la sociedad en la que vivimos… Ingenuidad adolescente: menos hambre, menos violencia, más educación, más cultura, menos discriminación, menos corrupción, más participación ciudadana, más democracia.
El feminismo me enseñó muchas cosas, individuales y colectivas, pero sobre todo que ningún sistema de dominación puede sobrevivir sin el apoyo de los dominados. Por acción o por omisión. Qué haría la Iglesia sin sus beatas, sin las que menos poder institucional tienen sobre ella, poder de tomar decisiones, porque poder real, aunque no lo utilicen, poder de llenar (o vaciar) templos y no cuestionar (o sí) lo que en ellos se dice, ese lo tienen todo.
¿Qué poder tiene más de la mitad de la población mundial? Las mujeres. ¿Qué poder tiene el 80 % de la población mundial? Los pobres. ¿Qué poder tiene el 90 % de la población española? Las personas desempleadas, las jubiladas, las que cobran la pensión mínima, las dependientes, las cuidadoras de las dependientes, las que estudian, las que investigan, las que enseñan, las que curan… ¿Qué poder institucional tienen para decidir cuáles son sus problemas y cómo solucionarlos? ¿Y cuáles son sus instituciones?
Los partidos, ser parte de algo… y votarlos, cada cuatro años, y no protestar, y ser democráticos, y repetir que los derechos constitucionales, la igualdad, la libertad, la dignidad, ya no son del todo posibles, hay que esperar, primero hay que recortar. También están los sindicatos, y negociar con el único bien escaso que históricamente ha servido para negociar: el trabajo. Y unos y otros acorralados por Europa, la institución de las instituciones, que hace apenas tres o cuatro años era la Europa de la ciudadanía, la Europa sin fronteras, y que de repente, ya sólo reconoce derechos individuales a quien esté en posición de defenderlos, lo que ocurra a las personas reales, de carne y hueso, los que tienen que ser libres, iguales y dignos en la realidad, eso queda fuera de las leyes y por supuesto no forma parte de la Justicia.
El feminismo también me enseñó que participar legalmente en el sistema no significa poder decidir en él, ni solucionar los problemas que consideras vitales, ni avanzar en las causas que crees que harán el mundo mejor… hace falta un esfuerzo constante, individual y colectivo, desde todos los frentes. Hoy estás en la agenda y mañana fuera de ella. Hoy eres un pacifista y mañana un violento antisistema. Ya puedes ser el cincuenta, el ochenta o el noventa por ciento de la sociedad a la que el sistema sirve, a través de sus gobiernos.
La resistencia individual es casi un milagro en las sociedades del bienestar en las que siempre podríamos estar peor, y la resistencia colectiva, esa que nace de las causas, se encuentra tan enterrada, tan debilitada, tan desarmada en nuestra desmemoria histórica como ciudadanos y ciudadanas mayores de edad y con derecho a decidir su destino, que anda dando tumbos como si empezara a desperezarse de un coma profundo durante el que han hecho su efecto los narcóticos y anestésicos contra toda posibilidad de cambio, de lucha.
Ningún sistema de dominación puede sobrevivir sin el apoyo de los dominados. Por eso no podemos dejar de ir a votar, ni pueden desbordarse las manifestaciones, prohibido acampar en la puerta del sol, y mano dura a quien se manifieste espontáneamente, quien se resista individual o colectivamente por acción u omisión.
Tenía razón Luis García Montero: son malos tiempos para la Justicia.