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Me duelen las cosas

 

1.

 

Por calentar(me) las neuronas, después de largos días de idas y venidas, me pongo a leer lo último de Terry Eagleton, Materialismo (Península, 2017).

 

En uno de sus capítulos (el 4: Alegría) habla de Marx y Nietzcshe. De su ética romántica de la autorrealización. Sobre la buena vida: aquella que consiste en la libre expresión de las fuerzas de cada quien como fin en sí mismo. Pero cómo esas fuerzas de la mente son productos corporales, pulsiones. Un materialismo somático, el del pensador alemán.

 

Nuestros afectos interpretan el mundo, nos recuerda Eagleton, interpretando a Nietzsche.

 

Pero cuidado, no va la cosa de dar rienda suelta a los instintos, sino de vivir como lo hace el universo: expandiéndose continuamente y potenciándose a sí mismo.

 

Bueno. Bien.

 

2.

 

“¡Ay, el efecto de mi vida, ¿Cuál será el efecto de mi vida?”, escribe Rubén Lardín en La hora atómica (Fulgencio Pimentel, 2017). Y, a mí, el efecto de leer a Eagleton me produce el mismo pensamiento descorazonador (pero grácil, al fin).

 

No, mejor dicho, me da unos ciertos picores, sí, como cuando una herida anda en proceso de cierre; más o menos.

 

Mas dejémonos de pensadores muertos, que la vida se nos pasa sino en un tris.

 

3.

 

Leer a Rubén Lardín, como ya hemos dejado dicho en otro lado, es una fiesta de agua, luz y sol (resacoso). Tiene Lardín un verbo pulposo, un pensarse al margen y un ir decidiéndose en el trazo.

 

Los textos que componen este libro se fueron pergeñando allá por el 2012, así que hay una cierta distancia con el Lardín actual (hoy día, por ejemplo, ya no fuma).

 

La hora atómica va de las chavalas (y sus erotomanías varias), del cine, de los libros, de la ciudad de Barcelona… pero, sobre todo, va de escribir. Y un algo de Internet (no en vano originalmente estos textos fueron publicados en la web). De un escribir “arremangado, sin trucos”, de un escribir para no parecerse a nada. De una escritura que se va descubriendo a sí misma en tanto que se va haciendo.

 

Un tanto umbraliana, pues (como ha de ser).

 

La hora atómica es un escribir gozoso y sin saber lo que va a pasar; de ahí que su forma sea la de un dietario en marcha, que no acaba porque nunca arranca del todo.

 

Lardín lo expresa así “ahora escribiendo aspiro a la gratificación del terminar de escribir”.

 

Y hay un franco intento de someter al prójimo (que es a lo que la escritura más descarnada debería aspirar). Por tanto, no hay aquí el pasatiempo ese de dialogar con el lector (aunque a él se le apele constantemente), sino que nada más, y como bien dice Javier Pérez Andújar, Lardín nos hace sus contemporáneos: somos parte de él, porque él nos crea en las líneas de su literatura.

 

4.

 

Lardín es un mucho nietszheano, y se nos expande de continuo: va arramblando con lo que pilla. Pero no es totémico, sino que su mesura es titánica. Va orillando el mundo, haciendo como que la cosa no va consigo, pero no es más que la estrategia del lazo: rodea a las cosas con el propósito de estrujarlas cuando andan distraídas, cuando menos se lo esperan.

 

Aquí tenemos a un hombre que pelea porque sabe que no es lo suficientemente fuerte (pero ¿quién lo es, acaso?).

 

Una voz de grave timbre, sosegada empero.

 

Si en Corazón conejo el hombre de cuarenta años que era Lardín entonces se nos huía a la infancia, en una suerte de sonambulismo emotivo, aquí se nos presenta tranquilo, con una belicosidad apacible, aceptando ya las menudencias del vivir, pidiéndole pocas cosas a la vida: el fulgor de un cuerpo desnudo, la camaradería de unos pocos amigos, la verdad del vigor del orden natural de las cosas del mundo. Y, por sobre todo: la alegría del estilo propio, que ha de someter al discurso.

 

Aquí Lardín es más de párrafo. Ya no se quiere yo plural.

 

Es más un individuo que observa, caminando por la vida con las manos en los bolsillos.

 

 

5.

 

La hora atómica es un rellenar así de vitalidad las sombras de la muerte.

Un forcejear impávido con la insustancialidad tonta del mundo.

 

 

6.

 

La hora atómica, como escribe el propio Lardín, es un escribir para corroborarse.

 

Y, con ello, para corroborarnos.

 

Y todos tan felices.

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