Entonces yo creía que el paraíso era un chalé lleno de putas escandinavas que supiesen hacer el pulpo á feira sin que se les moviesen los pechitos, pero con el tiempo uno tumba los prejuicios y acaba instalando en casa a una señora de Carballiño, que da más conversación y le tiene el punto cogido al aceite. Esto lo supe pronto, así que mis primeras vacaciones, a los 20 años, las pasé en Coimbra sin ambición y con la cosa de rodarme un poco. Fui a visitar allí a un amigo que andaba entre erasmus y malditos. Compró para recibirme una piedra de hachís de 25.000 pesetas que lucía tan espléndida en la mesilla de noche que la dueña de la casa, cándida, le pasaba el paño del polvo cada mañana pensando sabe Dios qué. Con eso traficaría para irnos pagando las fiestas, y al segundo día me preguntó, con esa mirada trastornada que aún se le pone a veces, que por qué yo no estaba ligando.
La pregunta me molestó porque no era inocente. Yo históricamente he ligado muy mal bajo presión. Me hundo en plazas importantes y aquel viaje quería basarlo en paseos, lecturas y mariconadas del estilo. No por dármelas de nada, sino precisamente para que viendo mi desdén tontiloco ellas me cerrasen el libro y me dijesen “Qué ojos tan bonitos tienes, ¿te importa que te la chupe?”. Además yo no soy de los que llegan a las ciudades con los condones saliendo por encima del bolsillo o poniéndome de pie en el descapotable gritando “nenas” mientras meneo la cadera con la mano azotándome el culo. Y aquella pregunta, hecha 48 horas después de poner un pie en Portugal, me ponía en la picota: me había señalado ante el público, y yo empezaba a oir el run run de la grada. Hasta Winston Bogarde tuvo más tiempo.
Más tarde me contó lo que le preocupaba. Una tontería, dijo. A su chica no le apetecía tenerme en la habitación durmiendo mientras ellos follaban, y eso que la primera noche cumplí la promesa de no subir a la cama y tuve que conformarme con estirar a ciegas el brazo desde el suelo y tocar lo que podía, que apuntar hacia donde apuntase siempre acababa sobándole la pija al menda: no conocí a nadie que tuviese más suerte en la vida. Así que no podía dormir en aquel cuarto que tenía alquilado, me dijo, pero llevaba unas horas dándole vueltas a tres opciones: el coche, la calle o una chica (“una chica que tenga casa, que a ver si bajas tanto el listón que acabas con una yonqui tirado en un parque”).
Yo traté de explicarle lo de la presión, mi bloqueo en situaciones de choque que exigen de mí lo máximo y cosas así de tremendas. “Yo vine aquí a leer”, le grité en un momento levantando un libro. No hubo forma. Pasé la tarde de tiendas y sin probar bocado, llegué a la habitación cargado de bolsas y a las seis, aproximadamente a la misma hora que Guti, empecé a arreglarme. Nunca estuve tan tenso delante de un espejo: por poco me maquillo. Yo soy de un pueblo en el que se le mira a uno mucho el estatus, y entre mi clase, la media-baja, no se perdona un desliz. En Pontevedra los pobres que duermen en los puentes del río Lérez miran por encima del hombro a los pobres del Gafos, que es el afluente, y eso lo he visto yo con mis propios ojos. Así que fue tanto el énfasis que puse en estar divino que con un clip anduve quince minutos sacándome la roña de debajo de las uñas. Para bajar la ansiedad fumé trece porros seguidos, los últimos sin liar, y cuando llegó mi amigo a buscarme me encontró flotando sin rumbo por la habitación, pegándome cabezazos lentísimos contra las paredes como un insecto gordo y aturdido.
Salí sin listón, a tumba abierta y con brillo asesino en la mirada. No era una noche Champions en la que uno entretiene la bola gustándose delante de una pitiminí para cerrar una faena europea. Había que hacer lo que Juanito: pegarle un hostiazo a la pelota para poner a temblar las vallas, hacer rugir al estadio y llevarse en volandas a la primera pantera a la que se le viese el bulto del llavero. Así me fui abriendo yo paso machete en mano, fulguroso y vertical, como un agente inmobiliario que proclama en su agonía “Polvo o muerte”. Mi amigo me había puesto toda la noche lo que llamó una red de seguridad: un gay portugués al que aún tuve tiempo de echarle la boca en una esquina perralleira por si las cosas luego tenían que ir a más. Aquel moje, carallo, fue un pacto de sangre corleone: lo tuve junto a mí hasta el final, como el lancero de Braveheart. Pero a un vodka de la inconsciencia acabé morreándome con una chica que a falta de guapa supuse exótica, de algún poblado nórdico o una montaña guatemalteca, y cuando abrí los ojos por la mañana la escuché hablando por teléfono con una amiga, y le decía la muy brava: “Es un chico gallego. ¡Me recuerda tanto a Lugo!”.