Home Mientras tanto Me encierran en la Prosa, de Emily Dickinson (1830-1886)

Me encierran en la Prosa, de Emily Dickinson (1830-1886)

 

La poesía se sacia en lo absoluto, no acepta medallas de plata; su aforo es la humanidad, no concede bajas. Ahora puedo confirmarlo: la poesía tiene un plan.

 

He pasado los últimos días en Yangon, cauce abajo del Irawadi, el anchuroso río que parte en dos Myanmar. Estoy trabajando con miembros de una veintena de organizaciones locales dedicadas a la asistencia humanitaria: revisando proyectos, imaginando alternativas, compartiendo ideas. Desde hace casi medio siglo Myanmar, antes llamada Birmania, boquea entre las fauces de una de las dictaduras más feroces del planeta.

 

El régimen se ensaña con todos y cada uno de los derechos humanos: asesinatos extrajudiciales llevados a cabo por las fuerzas de seguridad, detenciones arbitrarias de activistas políticos, torturas en las cárceles, trabajos forzados, reclutamiento de niños soldados, censura a la prensa, ataques a campesinos de grupos étnicos minoritarios. El ejército aprieta con la rodilla una almohada inmensa contra el rostro del país. La líder de la oposición y Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, cuyo partido ganó en 1990 las únicas elecciones más o menos democráticas que la Junta Militar ha organizado, permanece incomunicada bajo arresto domiciliario: así ha pasado catorce de los últimos veinte años. Los birmanos no se atreven a decir su nombre en alto por si hay alguien escuchando: se refieren a ella como, ‘la dama’. Myanmar es una hermosa jaula: si no intervienes en política, no expresas tu opinión, no reclamas tus derechos y no perteneces a la minoría equivocada, el gobierno te deja en paz. La tierra es fértil y los niveles de pobreza no son extremos. Todo está controlado: los periódicos levantiscos y las páginas web sospechosas han sido vetados; dos tercios de la población es rural y apenas sabe leer. El mensaje de los viejos tiranos que retienen el poder es simple: pensar es peligroso, hablar, letal; pervive y calla. (En realidad, de manera menos violenta, ésa es la consigna para todos en todas partes: pervive y calla.)

 

Ceno en casa de Ma Wai Thun. Ma Wai ha sido durante años una de las responsables del Comité Internacional de la Cruz Roja en Myanmar. Nos conocimos en 2005 y desde entonces somos amigos. Es una señora diminuta, con una de esas sonrisas inderogables y uno de esos espíritus irrebatibles. Pese a haber pasado media vida sisándole derechos a militares deshumanizados, en los aledaños de sus ojos el mundo se aniña, se abonanza. Su casa es una batahola de gente que entra y sale. El mayor de sus hermanos y su familia viven con ella. Sus sobrinas han preparado arroz con una salsa de coco y pollo. Su hermano pequeño, Thein, llega con su mujer y su hijo cuando ya estamos sentados.

 

Sin saber cómo acabamos hablando de la cárcel: Thein pasó once años encerrado en las mazmorras de la Junta. ‘La juventud entera’, remacha Ma Wai. En 1991, siendo un joven estudiante, participó en las manifestaciones pacíficas que siguieron a la concesión del Nobel a Aung San Suu Kyi: pedían su liberación y que se respetara su victoria en las elecciones. Las manifestaciones fueron salvajemente aplastadas. En la última de ellas Thein intentó huir de los soldados pero tropezó con una bicicleta y fue arrestado. Pasó dos años recluido en una prisión de Yangon y nueve más al norte, en un inaccesible centro penitenciario. Al principio no le dejaban ver el sol; luego, por mucho tiempo, sólo podía salir de su celda quince minutos al día. Fue golpeado, torturado, una y otra vez. A Thein le permitían recibir visitas una vez al mes: cada mes Ma Wai, durante nueve años, hacía ocho horas de viaje desde Yangon para verle. Le llevaba comida: él la compartía con los reclusos a los que nadie podía ir a ver. ‘Allí dejaban que nos muriéramos de hambre, mi hermana me salvó la vida’.

 

Antes de ser atrapado Thein estudiaba en la Universidad y para sacarse algún dinero tocaba la guitarra en restaurantes. ‘En la cárcel no estábamos autorizados a tener ningún instrumento musical, pero yo repetía las canciones en mi cabeza, las cantaba susurrando para no olvidar que existía un mundo afuera’. En silencio escucho a Thein y miro a Ma Wai. Soy incapaz de imaginar el drama que han vivido: miles de jornadas entre rejas sabiendo que ni has usado la violencia para defender tus ideas ni has apoyado a los violentos. Aunque más aún me cuesta entender cómo logran seguir riendo, brillando. Y no sé por qué recuerdo a la poeta estadounidense Emily Dickinson: quizá porque pasó enclaustrada buena parte de su vida adulta, cercada por una sociedad hostil a su alma. En soledad, aislada, compuso cerca de mil ochocientos poemas que sólo fueron descubiertos tras su muerte: como esos críos que sobreviven bajo los escombros de un edificio cuando ya no les buscan. En uno de ellos Emily Dickinson escribió sobre Thein,

 

 

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Me encierran en la Prosa –

Igual que de Pequeña

Me mandaban al Cuarto de los Trastos –

Pues les gustaba ‘quieta’ –

 

¡Quieta! Si hubieran atisbado –

Y visto – divagar – a mi Cerebro –

Hubieran de tal guisa a un Pájaro alojado

en la Perrera – por Traición –

 

Le basta a él con querer

Y sin esfuerzo, cual Estrella

Abolir su Cautividad –

Y reírse – me basta a mí lo mismo –

 

 

En 2008 la Junta Militar de Myanmar hizo aprobar una nueva Constitución que reserva el 25% del Parlamento a personas designadas por el ejército e impide a cualquier birmano que haya contraído matrimonio con un extranjero ser elegido: Aung San Suu Kyi es viuda de un británico. Este año deben celebrarse elecciones en Birmania que permitan, según el régimen, ‘una transición pacífica hacia la democracia’. En marzo se promulgó una ley que prohíbe a todo partido que tenga en sus filas a alguien condenado por la justicia presentarse a las elecciones: Aung San Suu Kyi fue recientemente condenada, injustamente, a dieciocho meses más de arresto domiciliario. Su partido debía decidir presentarse sin ella o no presentarse: la semana pasada optaron por lo segundo. Todo parece indicar que el poder continuará con su cruel pantomima y amañará la votación. Todavía le queda a este pueblo mucho por sufrir. 

 

Casi nadie habla de este lugar: informes sobre derechos humanos vírgenes de lectores, Ban Ki Moon farfullando condenas como nanas, aceite en el engranaje de una comunidad internacional bien educada y mal parida. Los criminales uniformados de Myanmar saben que tendrían que hacer saltar por los aires el Empire State Building o negar el acceso a sus recursos naturales a las empresas del norte para que sus poltronas temblaran. Y son más listos que eso: dos grandes multinacionales del gas y el petróleo, una francesa, Total, y otra estadounidense, Chevron, entregan cada año 2,7 millardos de dólares a la Junta; la compañía Halliburton, de la que fue presidente ejecutivo el ex-vicepresidente de los Estados Unidos, Dick Cheney, apoyó la construcción del oleoducto de Yadana. Todo está en orden: el orden de las órdenes.

 

Sin embargo en los vértices conspira el desorden de los justos. Al salir de prisión a Thein sus amigos le organizaron una fiesta: esa noche entre todos le regalaron una guitarra acústica. La ha traído. Debajo de un cielo leal de estrellas nos arrancamos a tocar y a cantar: él canciones birmanas y de Sinatra, yo a Dylan y a Serrat. Ahora Thein trabaja como profesor de birmano para extranjeros: si intentara realizar cualquier actividad política sabe dónde teminaría. No ve próximo el final del túnel que atraviesa su tierra, pero tiene un hijo de dos años. ‘Le estoy enseñando dos cosas’, me dice, ‘a cantar y a ser un hombre libre’.

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