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¿Me permite besar la mano que escribió ‘Ulises’?

 

Tengo por costumbre leer cada Bloomsday (16 de junio) algún capítulo o pasaje del Ulises de Joyce, y parece que no soy el único. Ricardo Bada, que publica semanal y puntualmente un diario desde el nacimiento de fronterad, me contó que había elegido este año el entierro de Paddy Dignam, que a mí me evoca el aislamiento social en el que se encuentra Leopold Bloom.

 

Yo me decanté por un ensayo que compré hace unos meses, El libro más peligroso. James Joyce y la batalla por ‘Ulises’, de Kevin Birmingham (Es Pop, 2016), joven historiador estadounidense que ha obtenido gran éxito con este libro, el primero que publica. Cuando abunda la bibliografía de un autor como Joyce y contamos con una biografía tan minuciosa como la de Richard Ellmann –Guelbenzu decía que detrás de cada una de sus afirmaciones retumba una biblioteca entera– sorprende este novedoso acercamiento que narra el germen, el proceso de elaboración, la publicación y la peripecia judicial en Estados Unidos y Gran Bretaña de la novela de Joyce.  “Tanto se ha escrito sobre la naturaleza excepcional de lo contenido en las páginas de la epopeya de Joyce, que hemos perdido de vista lo que sucedió con Ulises en sí”, afirma Birmingham.

 

En 1921 la aventura de Ulises parecía haber encallado definitivamente.  Una noche de abril, la novena mecanógrafa del capítulo “Circe” arrojó a los pies del autor el manuscrito. En realidad, lo que quedaba del manuscrito porque su marido, después de leerlo, lo había echado al fuego y se habían quemado varias páginas. La única copia estaba en Nueva York, en poder del abogado John Quinn, horrorizado al leer la escena del castigo masoquista de Bloom por parte de las prostitutas del burdel de la Bella Cohen. Joyce había traspasado todas las barreras con este nuevo episodio después de que algunos capítulos, publicados en revistas, fueran denunciados por la Sociedad para la Prevención del Vicio, confiscados y quemados.

 

La librera norteamericana en París Sylvia Beach, que no había publicado en su vida ni siquiera un panfleto, se ofreció a editarlo, una apuesta temeraria. Sin dinero, puso en marcha lo que hoy se llamaría un crowdfunding para obtener fondos y tirar 1.000 ejemplares, pero el principal problema es que la novela no estaba acabada. Joyce se consagró a la tarea mientras Beach hacía desesperados intentos para conseguir de Quinn el capítulo dañado. Obtuvo respuesta de W. B. Yeats, William Carlos Williams e incluso Winston Churchill, además de varias librerías que olían el negocio de una libro precedido por el escándalo. George Bernard Show contestó: “Soy un anciano caballero irlandés y si imagina usted que algún irlandés, mucho menos uno anciano, estaría dispuesto a pagar 150 francos por un libro, es que conoce poco a mis compatriotas”.

 

Lejos de terminar en otoño, como estaba previsto, Joyce seguía añadiendo texto y correcciones a las galeradas que llegaban de una vieja imprenta de Dijon, la única que aceptó el trabajo, donde se componía letra a letra por parte de cajistas que no sabían inglés. Al fin, la mañana del 2 de febrero de 1922, coincidiendo con el cuarenta cumpleaños de Joyce, Beach llamó a su puerta y le entregó uno de los dos ejemplares que había traído esa mañana en mano el revisor del expreso de Dijon. Colocó el otro en el escaparate de su librería, Shakespeare and Company, lo que congregó en los siguiente días a una multitud de curiosos.

 

Si “Circe” había descrito  sin ambages las perversiones de la noche desatada en el prostíbulo, el último capítulo, “Penélope” –se calcula que Joyce escribió la mitad sobre las galeradas–, era un fluido de conciencia en el que Molly Bloom desnudaba su alma y daba rienda suelta a sus instintos y pasiones. Las denuncias, las incautaciones, las quemas y el contrabando de ejemplares marcaron las distintas ediciones, incluidas las piratas y censuradas, hasta que el juez John Woosley dictó en 1933 su famosa sentencia absolutoria.

 

Joyce terminó agotado del esfuerzo de escribir Ulises. Su mujer, Nora, se fue con los niños a Irlanda sin dejar claro si iba a volver. Indefenso y abandonado en París, se acuciaron los problemas de la vista que arrastraba desde la primera operación en Zúrich unos años antes. Se puso un parche por primera vez en noviembre de 1922. Birmingham narra con minuciosidad en el capítulo “La farmacopea” el sufrimiento que hubo de soportar en los terribles tratamientos: inyecciones de yodo, electroterapia y sanguijuelas alrededor de los ojos. En abril de 1923 sufrió su noveno ataque de iritis en su ojo izquierdo y al año siguiente se sometió a dos nuevas operaciones; en 1930, a la duodécima. “Había varias sanguijuelas en el tarro y cada una de ellas debía colgar de su rostro hasta haberse atiborrado con la sangre de la cámara interior de su ojo”, explica Birmingham: “Por la noche, durante la madrugada y hasta bien pasado el amanecer, James Joyce yacía despierto, gritando”.

 

El ensayo analiza la trayectoria de Ulises en todos sus aspectos, desde la correspondencia pornográfica con Nora hasta el papel de Hemingway en el contrabando y, sobre todo –y de gran actualidad–, la actuación de los probos funcionarios de las distintas sociedades censoras y para la supresión del vicio, que sabían dónde debían actuar para combatir con más eficacia una provocación que consideraban tan política como literaria: en la distribución, en su caso, el servicio de correos. “La historia de la lucha por publicar Ulises nunca se había contado en su totalidad”, señala Birmingham.

 

Esta lectura me ha evocado enseguida el reportaje que, con motivo de la muerte de Juan Goytisolo, Francisco Peregil publicó en El País el pasado 10 de junio, una de esas crónicas para enmarcar que ha suscitado, sin embargo, críticas morales de algunos lectores según recoge su defensora en el periódico: si esto no es periodismo yo ya no sé qué es. Analiza Peregil la agonía del autor durante los últimos tres años, su escasez de recursos, su decisión de recurrir a la eutanasia, su constante preocupación por el futuro de la numerosa “tribu” que tenía a su cargo y su terror a los gastos hospitalarios. Quebrantando sus principios y por motivos económicos aceptó finalmente el Premio Cervantes, contra el que se había pronunciado con rotundidad. En su discurso, Goytisolo llamó la atención sobre las estrecheces y miserias que padeció Cervantes durante toda su vida desdichada, su difícil acomodo “en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad”.

 

Joyce jamás atendió las peticiones y súplicas para que rebajara el tono de su obra, lo que le habría evitado el enorme sufrimiento personal que, al igual que Cervantes y Goytisolo, hubo de padecer. “Ulises era revolucionaria porque no se limitó simplemente a solicitar un margen ligeramente más amplio de libertad. Ulises exigía una libertad absoluta”, afirma Birmingham en un libro que te acerca más al autor que las miríadas de estudios e investigaciones que alimentan lo que se ha llamado la Joyce Industry. Se dejó la vista en ello y por eso su obra también se escucha y se huele; usó a su mujer para adentrarse en lo más insoldable del alma femenina; frecuentó prostíbulos hasta que la sífilis le segó la vida (poco después de su muerte se generalizó el uso de la penicilina). En Zúrich, un admirador se acercó a Joyce y le dijo: “¿Me permite besar la mano que escribió Ulises”, a lo que contestó: “No. También hizo otras cosas”.

 

 

Joyce se puso por primera vez un parche en noviembre de 1922.

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