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“Me pusieron unas cadenas y me ataron a la pared”. Historia de un adicto a la heroína en Marruecos

Son exactamente las diez menos cinco minutos de la mañana cuando aparco el coche en la explanada de la Place du Mechoir. Este lugar es el punto más elevado de la ciudad de Tánger y su muralla lo único que queda de la antigua fortaleza que en el siglo XVII construyó Mulay Ismael, uno de los dignatarios más influentes de Marruecos. La plaza bordea los edificios que antaño se encontraban en la vieja ciudad amurallada: una cárcel, un tribunal, la tesorería y el palacio de del antiguo Sultán, hoy convertido en un museo. Los fines de semana suelo venir aquí con el Kalvo y los niños. Es un lugar agradable. Con un mirador con vistas al estrecho de Gibraltar y unos atardeceres de película. Hoy sólo está el encantador de serpientes. Toca la flauta y el animal alarga el cuello perezoso, pero no hay clientes que aplaudan ni monedas que tintineen en el suelo, donde yo me siento a esperar. Él llega puntual y juntos buscamos una terraza donde tomarnos un café y charlar tranquilamente.

 

—¿Por dónde empiezo?

—Por el principio.

—Me llamo Younes. Tengo cuarenta y seis años. Nací en una casa en el centro de la ciudad, en el Boulevard Pasteur. Soy el pequeño de diez hermanos. Cuando abrí los ojos la mayoría de ellos ya se había casado y vivían con sus familias en otro sitio. Mi padre tuvo muchos trabajos; el último de frutero. Mi madre se quedaba en casa. Era analfabeta pero una mujer muy lista.

 

El que habla es un tipo de baja estatura, complexión delgada y pelo entrecano cortado al cepillo. Viste camisa de un blanco impoluto, pantalón de pinzas y mocasines rojos. En la muñeca luce un bonito reloj y encima del labio un diminuto bigote afeitado con esmero. Nada en su cuidado aspecto te llevaría a pensar que en su vida ha habido mucho drama. Más del que a cualquiera le gustaría admitir. “Cuando era pequeño quería ser piloto de avión, después lo cambié por submarinista porque me encanta el mar y soñaba con encontrar tesoros escondidos. Se me daba bien estudiar pero abandoné la escuela a los diecisiete. En el barrio donde crecí la gente tenía un nivel económico superior al nuestro. Los chavales llevaban ropa bonita, zapatillas nuevas y yo quería ganar dinero para poder comprarme esas cosas. Por eso abandoné el colegio y empecé a trabajar en el puerto”.

 

El joven Younes encontró empleo en la aduana. Sentado en la silla de su oficina se encargaba de hacer la documentación de las mercancías que entraban y salían del país vía marítima. “Era un buen puesto, de haberlo querido hubiese ascendido. No es cuestión de tener diploma, sino ganas”. Pero fue precisamente eso lo que a él le faltó; las ganas. Llevaba poco más de un año yendo cada mañana a su despacho cuando una tarde, después del trabajo, recibió la visita de un amigo. “Llamó a la puerta de mi casa y me dijo: ‘Ven, tengo algo que puede gustarte’. Yo entonces sabía muy poco de eso, sólo lo que nos habían dicho en la escuela. Un único párrafo en el libro que hablaba de las drogas en general y de lo que te podía pasar si la tomabas. Nunca antes había visto la heroína. Ese día la probé. Y me gustó. Mucho. Nunca imaginé que tomándola podías sentirte de esa manera…”. Empezaron a tomarla juntos. Cada vez, con más frecuencia. Al cabo de un tiempo su amigo se marchó y Younes se quedó sin ella. Entonces le vino el mono. “Yo no sabía que eso existía”. Y así fue como empezó a buscarla por la ciudad. La encontró en las inmediaciones del antiguo cine Goya, hoy abandonado. Lo demás, es historia.

 

“Empecé a llegar tarde al trabajo, no era capaz de hacer nada si no estaba drogado. Dejaba mi puesto y me iba a comprar una dosis. No cumplía las tareas que me encomendaban. Cada vez consumía más. Necesitaba más dinero. Comencé a hacer trapicheos con la policía de aduanas. Me pasaba el día colocado. Todo eran problemas. Yo siempre me decía: ‘Déjalo. Funda una familia’. Pero no podía. No era capaz. Cambié varias veces de trabajo. Un día cogí veinte euros de la oficina donde estaba currando, la patrona se enteró y me echó a patadas. No me dio ni para el taxi. Me puse muy nervioso. Sólo pensaba en tomar mi dosis. La fábrica estaba en una zona industrial, lejos de la ciudad y ese día hacía muchísimo calor. Cuando vi que ella salía con su coche, me tiré encima; quería morir. No tenía ganas de vivir esta mierda de vida. Estuve dos meses ingresado”.

 

Al salir del hospital Younes se sentía deprimido, frustrado y angustiado. Pero en casa sólo estaban sus padres, una pareja de ancianos que desconocían el mundo de las drogas y no sabían cómo hacer para ayudarlo. “Fue mi hermano mayor. Vino un día y me dijo: ‘Hay un sitio en Marrakech donde va la gente a desengancharse’. Yo había leído algo sobre los centros de desintoxicación en algunas revistas extranjeras. Me imaginé que allí habría algún tipo de terapia, que haríamos deporte… y le dije: ‘Vale. Llévame’”.

 

Llegados a este punto Younes hace una pausa, me mira fijamente, se enciende un cigarrillo y sólo después de echar una larga bocanada de humo, baja la mirada y con una voz casi inaudible suelta: “Me pusieron unas cadenas y me ataron a la pared”.

 

Retrocedamos porque la cosa viene de lejos y tiene su origen en las viejas tradiciones marroquíes de venerar a santos sufíes. En el siglo XVI hubo un maestro que se llamaba Bouya Omar. Al morir lo enterraron a unos 85 kilómetros de la turística ciudad de Marrakech, en una pequeña aldea que lleva su nombre. La tumba fue convertida en mausoleo primero, lugar de peregrinación después y finalmente en un pueblo santuario. Vayamos por partes.

 

Desde que el “santo” fuera enterrado allí hace ahora cinco siglos, muchos peregrinos han acudido a él para ofrecerle limosna, pedirle que los libre de los djiins –espíritus malignos– y procurarle sacrificios, pues sólo mediante las ofrendas, generalmente en forma dinero o animales –gallinas o corderos que valen un dineral y que deben comprarse en el mismo pueblo– es posible librar al visitante de los demonios que lo atormentan.

 

No sólo eso. Desde hace aproximadamente cuarenta años el pueblo entero ha funcionado como un gran manicomio. Cada una de las humildes casas de adobe rojo encerraba en su interior a uno o varios enfermos. Ya fuera drogadicto o loco. Los familiares los dejaban allí creyendo en los poderes sanadores del santo y pagaban por ello entre cien y quinientos euros mensuales. (Es preciso recordar que en Marruecos existe una fuerte creencia en todo aquello relativo a los demonios, espíritus y otros seres del más allá. Y no olvidemos tampoco que todavía una gran parte de la población es analfabeta, sobre todo en el campo). Ante la ignorancia y la desesperación, siempre hay algún listillo que aprovecha para sacar dinero. En este caso, la mafia encargada de gestionar este tinglado generaba la escalofriante cifra de cuatrocientos mil euros al año.

 

Por suerte, pero sólo después de infinidad de denuncias de organizaciones pro derechos humanos, en junio de este año la policía desmanteló el pueblo santuario. De entre las personas que encontraron retenidas había varias que no tenían ninguna enfermedad ni sufrían ninguna adicción. Muchos habían sido abandonados allí por su familias por temas de herencias y separaciones conflictivas. Y otro dato, más curioso si cabe: El día del desalojo unas quinientas personas se manifestaron contra el gobierno porque querían que sus familiares siguieran bajo la protección del santo.

 

“Era un lugar terrorífico. Nos pasábamos el día encadenados. Apenas nos daban de comer. Nos golpeaban. Sufrí mucho. Al principio mi hermano venía a visitarme, pero cuando le pedí que me sacara de allí dejó de hacerlo. Eso me llenó de rabia. De rencor. Sólo tenía un pensamiento en la cabeza. Quería venganza. Cuando salí lo único que pensaba era en drogarme. Quería demostrarles que esa no era manera de desengancharse”. Un año y medio después Younes regresó a Tánger y lo hizo con el único pensamiento que durante ese tiempo le había acompañado. La heroína. Pero no tenía dinero para comprar su dosis y los camellos no fían, así que entró en una casa, sustrajo todo lo que había de valor, lo vendió y se chutó. Pero la vivienda que había escogido era la de sus vecinos, que lo denunciaron a la policía por allanamiento de morada y robo. “Me cayeron dos años. En las prisiones de Marruecos los presos están mezclados. Ladrones con asesinos. Hay mucha gente y muy poco espacio. Es como una ciudad en miniatura. Encuentras lo mismo que fuera. Bueno y malo. Y al igual que en la calle el dinero te abre puertas. Si tienes pasta, tienes una celda. Si no, duermes en el suelo. En la cárcel había droga, claro que la había, pero yo no tenía dinero para comprarla. Sólo hierba de vez en cuando. Ahí fue que empecé con los libros. Me pasaba el día en la biblioteca. Todos los días eran iguales. Uno tras otro. El único recuerdo que tengo es del 11 de setiembre de 2001. Ese día mirábamos en la tele cómo los aviones se estrellaban en las Torres Gemelas. Todo el mundo recuerda qué estaba haciendo ese día. Yo estaba en la cárcel”.

 

Cumplida la condena, Younes recuperó la libertad pero no se libró de su dependencia. “Ese pensamiento me perseguía. Así ha sido mi vida. Me levantaba, leía, intentaba conseguir algo de dinero, me drogaba, dormía y vuelta a empezar. He intentado salir pero cada vez he acabado volviendo. En una ocasión fui al hospital pero allí sólo tenían una habitación con cuatro camas en el área de los locos. Así es imposible. Yo no estoy loco”. Y pasaron los siguientes años como habían sucedido los anteriores hasta que en 2010 algo cambió. Fue el año en que la metadona llegó a la ciudad. “Se corrió la voz. Los chicos empezaron a hablar de una pequeña asociación que ayudaba a los toxicómanos. Yo me presenté allí dispuesto a dejarlo. Todavía lo recuerdo, tenía el número siete. Estaba harto de esta vida. Sabía que solo no podía. Necesitaba ayuda. Allí había asistentes sociales, hacían terapias, tenían psicólogos, programas de inserción laboral, mediadores familiares… eso sí que era un centro como Dios manda. Yo tenía cuarenta años y ganas de empezar a vivir de verdad”.

 

Y, efectivamente, Younes volvió a nacer. Comenzó el tratamiento, se aficionó al deporte y empezó a trabajar como voluntario en la asociación. “Colaboraba con el periódico. Le hablamos a la gente de esta enfermedad terrible que es la droga y de lo que conlleva. Me gustaba muchísimo. Pero se acabó la financiación y tuvimos que dejarlo. Es una pena. Me sentía útil, cobraba un sueldo por primera vez en mucho tiempo. Fue como empezar de nuevo. En la asociación también me encargaba de recibir a los recién llegados, organizaba talleres, servía café, hacía de todo. Yo soy de los que si veo un agujero me meto. Fue entonces que me vino la idea de continuar con mis estudios y sacarme el título de bachillerato”.

 

No fue fácil. Tardó tres años pero al final consiguió sacárselo. No contento con eso, Younes ansiaba perfeccionar su francés –lengua que tenía muy olvidada y que le ofrece buenas lecturas– y para conseguirlo envió una carta a una academia explicando su situación. Al conocer su caso accedieron a matricularlo en el curso sin coste alguno. “Ahora me he instalado en la Kasbah, en una pequeña casita propiedad de mi familia. Tenía ganas de cambiar de barrio. Romper con el pasado. Antes la alquilábamos a los africanos, ahora yo vivo aquí y me ahorro el alquiler. Sólo debo preocuparme de los gastos. Trabajo en lo que me sale. Mi familia me ayuda económicamente porque he empezado a estudiar la carrera de derecho”.

 

—¿Por qué derecho?

—Quiero luchar por los derechos de los toxicómanos. Sé que no es fácil. A veces pienso: ‘Derechos, ¿qué derechos?’. El poder es de los fuertes, pero de momento estudio y ya veremos. Quiero tener un trabajo, ganarme la vida. Cuando eres un ex drogadicto puedes trabajar con la cabeza pero también con el corazón. Has sufrido. Sabes lo que es eso. Comprendes mejor al otro. Las personas tenemos la capacidad de elegir. Yo pude escoger tener un trabajo, una familia pero me equivoqué en mi decisión. Aun así pienso que el gobierno también tiene parte de responsabilidad. No protege a los ciudadanos. Permite la venta de droga, de hecho se lucra con este negocio, aquí hay mucho trapicheo.

 

Vamos a su casa. De camino nos cruzamos con una mujer. Creo que es joven aunque por su aspecto parezca mayor. Ella y Younes se saludan. Cuando ella sonríe me fijo en que apenas le quedan dientes. Lleva un niño de la mano. Calculo que tendrá la edad del mío –unos cinco años–. Los pantalones le vienen cortos, los zapatos grandes. Su aspecto es algo descuidado. Younes me dice que está enganchada. Que no sabe –o no quiere decir– quien es el padre. Y que además de éste tiene otro, más mayor.

 

La casa de Younes  es una pequeña construcción a la que se accede por una puerta recién pintada de azul. En la primera planta, de aproximadamente unos dos por tres metros cuadrados, apenas hay nada. En un rincón y separada por una cortina, lo que él llama la cocina. El techo es bajo y está moldeado con una infinidad de diminutas estalactitas puntiagudas que le dan al lugar el aspecto de una cueva. Un estrecho tramo de escaleras conduce a la segunda planta donde está su habitación. En ella hay una cama individual, una estantería repleta de libros y una guitarra colgada en la pared a modo de decoración. Todo está limpio y ordenado con pulcritud. En la parte más alta y antes de salir a la terraza se encuentra el agujero que hace de baño. Ya en el exterior, ropa tendida y plantas. Muchas plantas, por todas partes. Y en la azotea –a la que se accede por una escalera metálica enganchada en la misma pared–, una alfombra y un par de cojines. “En verano me gusta subir aquí a leer. Siempre estoy con algún libro. Los compro baratos en los mercados, me los regala mi familia… ¿Has leído La metamorfosis, de Kafka?”. A lo lejos se ve el puerto. Movimiento de grúas y camiones trabajando sin descanso para convertirlo en lo que algunos ya llaman la Marbella de África. “Es una lástima. Mi madre hace tiempo que murió. Mi padre también; cuando yo estaba en la cárcel. Ellos querían lo mejor para mí, me hubiera gustado que me hubieran visto cómo estoy ahora”.

 

—Mira, allí están construyendo la nueva mezquita –dice alargando el brazo hacia el horizonte.

—¿Eres creyente?

—Intento ir a la mezquita para hacer los rezos pero creo que soy más espiritual que religioso. De vez en cuando me tomo una cerveza pero nada más. No quiero hacerme más daño. Ni a mí, ni a mi comunidad. ¿Sabes? Me hubiera gustado tener hijos, me gustan los niños… No he conocido el amor de una mujer, el sexo lo he tenido sólo con prostitutas… mi única relación estable ha sido con la droga ¿Y ahora qué?

 

 

 

 

Adaia Teruel (Barcelona, 1978) es periodista de formación y escritora por vocación. Ha trabajado más de diez años como realizadora haciendo reportajes y documentales. Actualmente reside en Marruecos y escribe historias en su blog. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Los nómadas de la basura. Bandadas de pájaros sobre el vertedero de Tánger, Todos somos el Sultán. El único festival de cine social que se celebra en Marruecos. Una radiografíaEntras enfermo y sales muerto. Visita a un hospital público en Tánger. En Twitter: @adaia_teruel  

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