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Mientras tantoMe siento extraño

Me siento extraño


Un quiosco verduzco en el norte de Madrid: cuelgan de él todas las revistas de desnudos de los 70 (Interviú, Clímax, Pill…) y en el interior, en un contraplano, aparecen varios tebeos de Marco (aquella serie de anime infantil que arrasó en su tiempo). Todo ello domina el celuloide de varios fotogramas sueltos en la lésbica Me siento extraña: pandemonio de ideas con cierto compromiso de testimonio valiente. Ese establecimiento de color cetrino, regentado por una señora mayor, es la poca libertad posible en un lugar sujeto a las tradiciones eternas resumidas en el trío dominó, vinazo y misoginia. Uno, en efecto, “se siente extraño” al ver en 2023 esta muestra de brutalismo social que habría gustado a Sam Peckinpah. Realizada por Enrique Martí Maqueda, es un filme con escenas bien ejecutadas, no tan lejanas a un artesano como Carlos Saura, pero chafadas por un montaje global nefasto.

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La música es excesiva, no hay casi vínculo entre las piezas y todo parece que sucede en dimensiones paralelas a cada corte. En contraste, la película tiene algo de viaje en el tiempo a una época donde los libertinos no podían salir de los ámbitos urbanos. Son esas urbanizaciones en la sierra de Madrid que combinaban el cuerazo con el mueble bar -el nervio del franquismo político- y que escondían kermeses decadentes que también tuvieron algo de fin de régimen. Señoritas de compañía visitando al López Vázquez de turno, cortinilla capilar obligatoria, para sublimar sin que la oficial se entere: sea contemporáneo, ande con su amante.

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En este filme, como también en Las verdes praderas, hay un choque urbanitas y agrestes celtíberos que es síntoma de una década donde la mitificada España vacía era un sitio con costumbres sociales propias de un drama de Lorca. Además, sin verde que Castilla es trágica de verdad. Como Maqueda no deja de ser convencional -viene de la televisión- no es capaz de desarrollar este discurso, pero no por ello deja de contener ideas muy poderosas. Una de las mejores secuencias del filme, así, ofrece un cambio de retratos de Franco a Juan Carlos I que dice mucho de la ideología del padre de uno de los protagonistas. También, la escena al amanecer donde le quita un pelo en el ojo Rocío Dúrcal a Bárbara Rey es tan kitsch (David Hamilton vive, la lucha continúa) como emocionalmente válida. Safismo en Brunete, diría un castizo: no poco mérito para 1977.

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Pero lo interesante del filme, lo que queda de esta película, es la guerra entre esa vagina dentada que es Bárbara Rey como artista decadente de varietés y los mozos del pueblo. Fuera de Francisco Algora como mastuerzo moral, idea fallida, la pugna latente y doliente -erecciones en pantalón de pana mediante- entre los palurdos y la figura rubia da un plano excepcional: los tres futuros violadores, perdonen el “spoiler” del final, tienen en profundidad de campo a su oscuro objeto de deseo mientras juegan la partida. El eros monstruoso, hombruno -no miento al decir que Rey tiene tipo varonil-, frente a la fragilidad de unos tipos cuya visión del coito son páginas pegadas adquiridas en el mismo quiosco verduzco (lo verde no empieza en el sistema central, ni siquiera en los Pirineos).

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El filme tenía que haber acabado ahí: la bestia rosa se develaba a unos pobres pichacorta con más hormonas que p(j)oder. Bárbara Rey no necesitó a ningún jefe de estado para demostrar lo evidente: era una mujer real.

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