Un pecho florido y abundante amamantando un largo cuchillo de carnicero; el corsé de raso negro aplastando las protuberancias rebeldes; las medias de red con flores cocidas que poco dejan a la imaginación; unas pulseras anchas de cuero y el polvo negro de los párpados y las ojeras. Mujer, madre, bruja, extranjera y asesina.
La revisión en clave moderna del mito de Eurípides llevada a cabo por Gala Martínez-Romero interpela a cada una de las facetas de la protagonista. Si bien el comienzo se asemeja más a una entrevista de trabajo que a una pieza desprendida de teatro cabaret, enseguida el personaje de Medea ocupa el escenario. Una interpretación camaleónica, capaz de acercarse a los gritos de los inmigrantes desaparecidos en el mar, a los encantamientos chamánicos y a las reivindicaciones existencialistas de las mujeres lactantes y promiscuas. Y todo intercalado con lo que parece ser la imitación de un baile ritual de una tribu africana y la repetición pomposamente obsesiva de carácter feminista de las formaciones lingüísticas a partir de la raíz latina pater.
La fuerza de Medea en las clásicas versiones lírica o cinematográfica de un Cherubini o un Pasolini reside no en la mirada impetuosa o en el esquizofrénico amor por su familia, sino en la nobleza de su actitud, en la ética de sus decisiones y actos llevada más allá del límite comúnmente aceptado. El poder de fascinación que hace que esta infeliz heroína sea recibida en la ilustre tierra de los trágicos suicidas, de los asesinos impunes, los padres vengativos y los hijos infieles, no se debe a la locura aullada o al balde de humo rojo y ceniza.
Cuando en 1958, durante el estreno de su Medea en Dallas, Maria Callas aterrorizaba al coro con su actuación de fiera herida y traicionada era justamente por la pasión con la que aceptaba el destino, la determinación ciega con la que se vengaba de su esposo y el infinito dolor por la desdichada pérdida. Porque al fin y al cabo Medea –y la Callas lo sabía bien– era antes que nada una mujer enamorada.
Llevar a la escena un monólogo moderno que recalca la antigua tragedia es una tarea muy ardua y valiente. Pero aún más arduo es hacer que se convierta en una admonición izquierdo-feminista de clara índole educativa. ¿De verdad hacía falta? Medea nos encanta porque no solamente es malvada y asesina, sino porque siendo malvada y asesina empatizamos con ella y comprendemos su dolor.
Dónde: Sala Plot Point, Madrid