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Media docena de postales de Colonia

 

A Montserrat, Frank, Paul, Oskar, Vincent y Henri

(colonienses de nativitate).

A Diny, Rebeca, Ricardo hijo y Angie

(colonienses de corazón)

 

 

Allá por noviembre de 1987, durante el festival iberoamericano de cine de Huelva, el bueno de Valentí Gómez i Oliver me vino a proponer que escribiese el libro sobre mi ciudad natal para la serie Nuestras ciudades, que era como el segundo puente de un navío de dos, donde el otro era Las ciudades. El cual se había iniciado como concluye una famosa sinfonía de Haydn, con un golpe de timbal a cargo de Eduardo Mendoza: su libro sobre Nueva York.

 

Le agradecí a Valentí su invitación, pero le dije que yo no tenía uñas para esa guitarra, que mis años fuera de Huelva eran ya casi un cuarto de siglo, y la ciudad había cambiado tanto que, para pergeñar ese libro tendría que regresar a ella y pasarme un par de meses recuperando pasado y tanqueando presente.

 

A Las ciudades contribuí luego de manera indirecta cuando Valentí me preguntó si conocía yo a alguien que pudiese escribir el libro sobre Bruselas. Y yo conocía a José R. Ovejero, un gran amigo mío personal, en aquel entonces intérprete por oposición dentro de la Comunidad Europea, y que ya había perpetrado unos volúmenes de cuentos y un par de novelas, y piafaba impaciente en los boxes de salida a la palestra literaria… hasta el punto de que estaba dispuesto a financiar la edición de su primer libro, cosa a la que yo me oponía terminantemente. Le dije que su primer libro andaba próximo y le iban a pagar hasta un anticipo, y no me equivoqué, pues Valentí viajó a Bruselas, conoció a José, charló con él, leyó cosas suyas, y le hizo firmar el contrato y le dio el cheque con el adelanto. De manera de que, de algún modo, considerando lo que ha sido luego la carrera de Joserre (como yo lo llamo), he contribuido con mi grano de arena a la literatura española contemporánea.

 

Once años después, en casa de Marga Clark, en Madrid, Valentí me cuenta que las dos series, que fueron descontinuadas en su día por Destino, van a ser relanzadas por Planeta y que si habría alguna ciudad que a mí me gustaría escribir un libro sobre ella. Sin pensármelo dos veces dije que sí: Colonia. Y empecé a coleccionar materiales con destino a un libro que me iría a encargar Planeta y no Destino, pero “contra el Destino nadie la cuadra”, como dice el tango. Ese libro jamás se me encargó, y del material acumulado selecciono esta media docena de postales.

 

Nota bene: Los seis textos que siguen han sido publicados hace años en diversos medios de España y América Latina. Los he releído y corregido cuidadosamente para su publicación de manera unitaria en fronterad, suprimiendo referencias cronológicas que podrían irritar al lector. Para mí ha sido como si los volviese a escribir, y espero que quienes los lean ganen una imagen inesperadamente nueva de una ciudad que todos quienes han pasado por ella creen que por eso ya la conocen. Vale.

 

Todo el año es Carnaval


En esta ciudad de Colonia en la que sobrevivo, y en la que he perdido tantas horas de mi vida por culpa de la impuntualidad y la ineficiencia de sus servicios de transporte público, en esta Colonia de mis culpas y pecados, sus habitantes acostumbran decir que el año se compone no de cuatro sino de cinco estaciones: primavera, verano, otoño, invierno… y Carnaval. Y la estación que ellos llaman Carnaval se inicia todos los años el día 11 del mes 11, a las 11 horas y 11 minutos (con una puntualidad y una eficiencia que ya la quisieran los autobuses y tranvías de su maldita compañía de transportes públicos) y concluye unos tres meses después, ese día que los calendarios conocen como Miércoles de Ceniza. El de 2005, y gracias a ciertos dioses propicios, que deben existir con toda seguridad, el miércoles ceniciento cayó temprano, el 9 de febrero, así es que la cosa fue más llevadera: ¡nada más que 91 días de la quinta estación anual!

 

Y aunque desde luego debe decirse que los carnavaleros están el resto del año pensando en sus bromas y en sus disfraces y en sus desfiles, lo cierto es que la llegada del 11.11 a las 11:11 dispara unos mecanismos que alcanzan su máxima potencia el Jueves de Comadres, es decir, el jueves anterior al Domingo de Carnaval, cuando las mujeres se adueñan del ayuntamiento de la ciudad y el alcalde les hace entrega simbólica, por 24 horas, del poder municipal.

 

Desde ese Jueves de Comadres hasta el siguiente miércoles la ciudad se vuelve otra. La vecina linda pero altanera que no nos saluda nunca en la parada del autobús, en estos días, disfrazada de payaso y con una nariz rojísima de cartón piedra, no sólo nos saluda sino que hasta puede que nos estampe un beso en la mejilla helada por el frío. El burócrata que siempre tiene algo que rezongar cuando le presentamos algún papel en el puente levadizo de su fortaleza administrativa (me refiero a la ventanilla detrás de la cual dizque trabaja), en estos días se ha disfrazado de pirata y nos guiña alegre el único ojo que lleva visible –el otro lo oculta bajo un parche–, y en esa momentánea ceguera es capaz de sellar y firmar cualquier documento que le pongamos por delante. A nuestro jefe lo vemos casi sin reconocerlo bajo las plumas de su diadema de jefe piel roja y nos perdemos por ese momento de estupor la irreversible oportunidad de pedirle un aumento de sueldo, que en estos días al menos es seguro que sí nos lo prometería, aunque luego no lo cumpliese. Y esa camarera que jamás ha logrado fingir una sonrisa cuando le damos las gracias por habernos traído el café que le pedimos hace media hora, en estos días, protegida de la mala educación y la escasa voluntad de servicio gracias a su indumentaria de Madame Pompadour, hasta sería capaz de sonreírnos de oreja a oreja. Y todos ellos, además, gritando “Kölle! Alaaaaf!”, que es el grito de guerra de esta tribu.

 

Podría multiplicar los ejemplos ad líbitum y ad náuseam, pero creo que basta con ellos para hacer la más elemental de las reflexiones. A saber: Que si para que se comporten como seres humanos normales y corrientes es necesario que se disfracen, entonces, a decir verdad, el verdadero Carnaval tiene lugar en realidad durante el resto del año; el Carnaval es, pues, el resto del año que pasan disfrazados de cavernícolas incorregibles.

 

De una muy buena y joven periodista alemana, y que a pesar de serlo se llama nada menos que Karin Ceballos Betancur, leí hace unos meses un reportaje sobre lo que ella bautizó como “la metromorfosis de Medellín”, y allí contaba el chiste que corre por Colombia acerca de por qué los habitantes de la metrópolis antioqueña llevan siempre un pañuelo en el bolsillo: “Para limpiar su Metro”, dicen que es la respuesta al acertijo. Aplicándolo al caso clínico, casi patológico, que les estoy describiendo aquí, uno podría preguntarse por qué los habitantes de Colonia guardan escondida su simpatía en un rincón tan oculto de sus almas. Debe ser para poderla derrochar alegremente en los disipados días de Carnestolendas. Yo no sé qué les parecerá a ustedes, pero desde el punto de vista de la convivencia humana tal vez fuese mejor que saliese un edicto del alcalde de la ciudad proclamando que todo el año es Carnaval. Sólo que para ello, claro está, me dirán ustedes con muchísima razón, debería empezar por sacarse su disfraz. Y no les digo cuál de los dos, si el de payaso de circo o el de payaso de la política, para que pongan a funcionar sus pequeñas células grises.


Párrafo aparte, pero breve, porque los vomitivos no son de mi predilección, merece el hecho de que todo este vuelco de la conducta y del comportamiento ciudadanos pasa por el meridiano del alcohol, y en cantidades masivas. Ya el idioma que se habla en Colonia, el kölsch, ostenta el mismo nombre que la cerveza emblemática de la ciudad, la kölsch, de tal modo que acá se dice que lo que se bebe se habla, y viceversa. Y hasta la primera tribu germánica que habitó en estas orillas del Rhin se llamaba de una manera programática: eran los ubios, que en alemán se dice “die Ubier”, y por muy poco alemán que ustedes sepan ya se habrán dado cuenta de que la cerveza [=Bier] formaba parte de su gentilicio. No es broma, aunque lo parezca. En esta ciudad, cuando los días del carnaval, la policía se la pasa levantando cadáveres etílicos: Bierleichen… que no están definitivamente muertos, sino sólo catatónicos a base de cebada fermentada con lúpulo y trasegada hasta la pérdida de conocimiento.

 

Segundo párrafo aparte, pero más breve, es lo que podríamos calificar benevolentemente como “semana de colada permanente de la ropa interior”. Si es verdad que Napoleón decía, delante de los cadáveres de sus soldados tras una batalla, que eso se arreglaba con una noche en París, en Colonia se habría sentido a sus anchas: hubiera decretado una semana de carnaval después de cada batalla. Uggggggg… Y conste que no soy precisamente un modelo de castidad.

 

Debo confesarles, cosa que no he hecho expresamente hasta ahora, pero creo que se habrá entendido entre líneas, que aborrezco el Carnaval coloniense y que, por regla general, tanto mi esposa como yo solíamos huir de la ciudad en esas fechas. Ahora ya nos resulta imposible, a causa de un compromiso familiar tan delicioso como extenuante: cuidar a nuestros nietos. Pero, después de todo, ello me sirvió para enterarme de algo que ya me estaba sospechando, y es que casi uno de cada diez habitantes de la ciudad de Colonia aborrece su Carnaval.

 

[Lo cual me hace recordar una de las estadísticas más divertidas de la historia de este medio de manipulación del pensamiento. En una encuesta llevada a cabo en 1973, en Brasil, con 200 personas, acerca de personalidades relevantes de la actualidad, aparecía un dato fascinante: el 0,5% desconocía quien era Pelé. Ahora bien: el 0,5% de 200, si Pitágoras no miente, es 1: quiere decir que alguien, una persona, un carioca, tal vez una carioca, en Río, en 1973, no sabía quién era Pelé. Siempre tuve la curiosidad de saber quién sería esa persona: ¿un sordomudo, un ciego, uno de los escasísimos brasileños que aborrecen el fútbol?].

 

Pero puesto que vuelvo a emplear el verbo aborrecer, regresemos al punto de partida: Sí, el 9% de los habitantes de Colonia aborrece su Carnaval. Como el asunto les pareció digno de estudio a mis colegas de un diario citadino decidieron indagar las razones del porqué.

 

Y ya comprenderán ustedes que una gente tan seria como los alemanes no se conforma con explicaciones simples. Razón por la cual consultaron a un especialista que reunía en un solo individuo la triple condición de pedagogo, sicoterapeuta y, según mis colegas, filósofo del Carnaval, sea ello lo que fuere. El tal pedagogo, sicoterapeuta y filósofo carnestoléndico arguyó que los aborrecedores del Carnaval tratan de evitarlo, o directamente huyen de él, por miedo a sí mismos, por miedo a la disolución o destrucción de las propias estructuras, por miedo a descubrir aspectos íntimos que preferirían ignorar. E invocó en apoyo de su tesis a nadie menos que Hermann Hesse cuando éste habló, alguna vez, de ese ogro interno que termina adueñándose del hombre culto. En suma, de ese Mr. Hyde que habita los desvanes del Dr. Jekyll.

 

Pues qué bien. Aplicando el esquema se podría decir entonces que quienes aborrececen las corridas de toros es porque tienen miedo a que terminen gustándoles, a sacarse del alma un Mr. Hyde vestido de seda y oro y con una indomeñable voluntad de poner patas arriba al cornúpeta de una estocada en todo lo alto. Olé. Pues qué bien. Aplicando el esquema se podría también decir entonces que gente tan circunspecta como los vegetarianos aborrecen la carne por miedo a sentirse débiles ante ella, a que se les escape del alma un Mr. Hyde empuñando cuchillo y tenedor y sumergiéndose con gula en el placer de un buen bife de lomo: Medium, please! Y aquí no puedo sino recordar una de las excelentes definiciones de Enrique Jardiel Poncela, quien afirmaba que un vegetariano es alguien que no come carne en público.

 

En fin, qué quieren que les diga: a mí, toda esa parafernalia interpretativa, por muy pedagógica, sicoterapéutica y filosófico-carnavalesca que se pretenda, me parecen ganas de importartizarse, que es un verbo que no existe pero ustedes me permiten que me lo invente: son ganas de darse importancia, si quieren que lo diga de un modo más clásico. A mí el argumento que más me convence, en eso de aborrecer al Carnaval de Colonia, es uno que me dio mi hija Montserrat, hoy madre de dos de mis nietos, cuando aún era muy pequeña y nos acompañó, junto con sus hermanos, en la huida del Carnaval coloniense de 1982. ¿Y adónde nos escapamos? A Venecia, donde también había Carnaval. Y una de aquellas noches, al irse a acostar, y teniendo tan sólo 12 años, mi buena Montserrat demostró innegables dotes de sicóloga comparatista cuando me dijo: “¡Qué bonito es este Carnaval! ¡Aquí todo el mundo está alegre y nadie está borracho!”. Pues eso, como tan castizamente dicen los españoles.

 

 

Fundbüro Kölner Dom

 

Los títulos de estas crónicas deben ser cortos, cuanto más cortos mejor, no pueden permitirse el lujo de ser como el de la obra Oh Dad, poor Dad, Mamma’s hung you in the Closet am I’feelin’ so sad [Oh papá, pobre papá, mamá te ha colgado del ropero y yo me siento tan triste], de Arthur Koppit, que se estrenó en Madrid allá por comienzos de los setenta, en el Pequeño Teatro Magallanes. Ni mucho menos puede una carta titularse de manera tan kilométrica como el drama genial de Peter Weiss Die Verfolgung und Ermordung Jean-Paul Marats, dargestellt durch die Schauspielgruppe des Hospizes zu Charenton unter Anleitung des Herrn de Sade [La persecución y asesinato de Jean–Paul Marat, representados por el grupo de actores del Hospicio de Charenton bajo la dirección del Señor de Sade], que por mor de la simplificación jibarizamos llamándolo “el Marat/Sade”. Y así, esta crónica que debería titularse La catedral de Colonia como involuntario Museo de los Hallazgos, o bien La catedral de Colonia como Oficina de Objetos Perdidos, la rotulo reduciendo las últimas nueve palabras a su traducción alemana: Fundbüro Kölner Dom. ¡Ah, el poder aglutinante de la lengua de Goethe!

 

Tengo en las manos el libro extraordinario que lo documenta, que uno de los edificios más visitados del mundo es un involuntario Museo de los Hallazgos y una no menos involuntaria Oficina de Objetos Perdidos. El libro se titula Kruzifix und Mausefalle [Crucifijo y trampa para ratones], y ni el título ni el contenido son irreverentes, heréticos o impíos, antes al contrario, una declaración de amor al lugar más emblemático del imaginario coloniense: su catedral.

 

De la génesis del libro da cuenta detallada y algo irónica el prólogo de los autores, Stephan Brenn, Martin Kätelhön y Thomas Schneider, quienes bajo el epígrafe ‘Dios en un papel de envolver caramelos’, explican lo que el libro se propuso, su contenido y cómo se llegó a este resultado. Y puesto que me resultaría imposible explicarlo mejor que ellos, les pedí permiso para traducirlo. Dice (en este caso tal vez fuera más congruente decir que “reza”) así:

 

“¡La catedral de Colonia es como una caja de bombones, nunca se sabe lo que habrá en ella! De acuerdo con este lema, parafraseado de Forrest Gump, estuvimos peregrinando todo un año, día a día, a la catedral de Colonia, a partir del 6 de enero de 2001, festividad de los Reyes Magos. Aquí, en el interior de la catedral gótica, escudriñamos todos los rincones posibles, rastreamos filas de bancos, metimos los dedos en grietas polvorientas, paseamos innumerables veces alrededor del relicario de oro, y encontramos miles de cosas. Cosas, que nunca habríamos podido suponer descubrir en una iglesia, por ejemplo: un condón japonés, unos pantalones vaqueros o un parche ocular negro, hallazgos que nos divirtieron, nos conmovieron y a veces también nos asustaron.

 

“Nuestros enemigos naturales fueron las mujeres de la limpieza: sólo ingresó en nuestra colección lo que logró escapar a sus escobas y aljofifas inmisericordes, o lo que encontramos antes de que ellas aparecieran. También nos hicieron difícil la labor los ujieres catedralicios, celadores del orden vestidos de rojo de la cabeza a los pies: bajo sus ojos de Argos nos deslizamos disciplinadamente y devotos como corderos, con la cabeza agachada, la expresión digna, sin correr el peligro de que nos apostrofaran con uno de sus normales reproches, tales como por ejemplo ¡Sáquese la gorra!, ¡Desconecte el celular! o ¡Esto no es un museo, es una casa de Dios!


“Sólo una única vez nos agarraron in fraganti: cuando quisimos posar delante del relicario el día de Reyes del 2002, para coronar nuestro proyecto con una foto. Desde luego fue algo un poco descarado por nuestra parte. De inmediato apareció un ujier bigotudo y alto como un pino, y nos alejó con estas palabras ¡Esto no es un panóptico!


“En un año recorrimos muchos cientos de kilómetros por la catedral de Colonia. Y ahí sucedió algo raro: la recolección de objetos perdidos nos abrió crecientemente una segunda dimensión.

 

Más y más empezamos a sentir la santidad de ese lugar. Entendimos con nuestro propio cuerpo por qué justamente este lugar especial a la orilla del Rhin había sido elegido, ya en los tiempos paganos, para adorar diversas divinidades. Buscamos a Dios en papeles de envolver caramelos, en billetes del Metro y en paraguas. Y mira por dónde, a Jesús nos lo encontramos en una bolsa de plástico”.

 

Para mejor entendimiento de este texto debo aclarar la referencia al relicario y su conexión con la fecha del 6 de enero, y es que en la catedral de esta ciudad se sigue sosteniendo oficialmente una superchería: la de que nada menos que en su altar mayor están custodiados los restos de los dizque Reyes Magos, en un lujoso cofre, todo él de oro y piedras preciosas, y que milagrosamente no ha cesado de crecer de tamaño desde que el Estado implantó el diezmo (impuesto religioso).

 

[Además de la superchería resulta a todas luces algo fuera de lugar el que una catedral se enorgullezca de un robo a mano armada, puesto que los presuntos restos mortales de Melchor, Gaspar y Baltasar se hallaban a buen recaudo en la seo de Milán, de donde fueron rapiñados por el arzobispo de Colonia, Rainald von Dassel, en el año del Señor de 1164, pero, en fin, esa es otra historia, diría Rudyard Kipling. Lo cierto y verdadero es que los colonienses se vanaglorian con ser los custodios de esas reliquias, como los compostelanos con las dizque de su apóstol, y los turinenses con su paño sagrado: y si la gente se lo cree, y son felices creyéndolo, allá cada cual con sus credulidades. Y ya va siendo hora de que volvamos al libro de marras].

 

Desde luego, Crucifijo y trampa para ratones no alcanza ni puede alcanzar los niveles de belleza y seducción del libro más hermoso que jamás se haya impreso, la Hypnerotomachia Poliphili [Batalla de amor en sueño de Polifilo], editado en 1499 por Aldo Manuzio, pero sí que puede muy bien considerarse como el más bonito y original que jamás se haya publicado en Colonia. Añádase a ello que los autores del proyecto tuvieron el buen acuerdo de encargar al profesor Volker Neuhaus –quien reúne en sí la cuádruple condición de teólogo, filólogo y experto en la obra de Günter Grass y en la literatura policial de Nueva Inglaterra– la redacción de los textos explicativos y la elección de las citas bíblicas que, por así decirlo, sacralizan sus hallazgos.

 

El formato del libro fue patentado por Gallimard en Francia, para publicaciones de este género, y es una pura delicia manejarlo porque se trata de un objeto bastante lúdico, con páginas que se abren como puertas a mundos insospechados, u hojas dobladas que al desplegarse es como si mutasen a benéficas cajas de Pandora. Tanto más extraño parece, por lo tanto, que sin estar oficialmente agotada la edición no se pueda adquirir en librerías. Desapareció de la circulación como por ensalmo. ¿Agiotismo de cara a convertirlo en rareza bibliofílica? Lo descarto como hipótesis, porque el 3 de marzo de 2006, festividad de santa Cunegunda, emperatriz y virgen –¡fabulosa combinación para los altares!–, y surfeando el autor de esta carta en internet, comprobé que en Amazon podía comprarse un ejemplar (nuevo) del libro a partir de 1.55 euros, cuando el precio que indica el código de barras de la edición original es más que el séxtuplo de esa cifra: 9.90 euros. Esto sí que es un milagro, y no el de la multiplicación de los panes y los peces, por otra parte tan precursor de la producción industrial en la cinta sinfín.

 

Y del formato pasemos al contenido: 20.000 visitantes diarios dejan en la catedral de Colonia una considerable huella de su paso, como revela el demorado hojeo de este libro, y téngase en cuenta que en él sólo se documentan fotográficamente 81 de los objetos encontrados. 82, si contamos la bolsa de plástico verduzco donde estaba el crucifijo del título. Y por mi gusto reseñaría el completo, pero temo que ello haría saltar las costuras de esa camisa de once varas que es, siempre, una crónica metomentodo, escrita por un extranjero desde un país para el que administrativamente lo sigue siendo.

 

Como en botica, hay de todo. Literalmente de todo. Además de lo que va de suyo en el título y en el prólogo de los tres mosqueteros del proyecto (sumando el pormenor nada desdeñable de que el preservativo japonés era con sabor a fruta), ilustran el libro desde una entrada para visitar los museos vaticanos hasta un diccionario de bolsillo alemán-tailandés, pasando por un sello de correos alemán –de una edición especial– con la vera efigie de Greta Garbo, un par de calcetines para una criatura de pocos meses, y un tenedor de plástico de tres puntas, con una de las laterales semirrota, de modo y manera que colocando el tenedor a distancia conveniente, entrecerrando los ojos y arrimando un poco de imaginación, estamos viendo la silueta de la propia catedral. Mismamente.

 

Conmueve descubrir entre estos objetos un dibujo infantil encontrado el 21 de septiembre de 2001, a sólo diez días del atentado a las torres gemelas de Nueva Yok, dibujo en el que aparecen ambas torres y un avión precipitándose hacia una de ellas, y además de la firma del niño, Michael, una frase que no deja lugar a dudas, a pesar de sus fallos ortográficos: “DIE katastrofe ist scheise”, o sea: “LA Catástrophe es Mielda”. (Por favor, amigos editores: dejad la traducción tal cual, si no se va a la mielda todo el trabajo de mis células grises: ¡De las dos!).

 

Capítulo aparte sería el de los hallazgos pecuniarios, cuya escala abarca un amplio espectro: una moneda de 20 centavos de euro, un penique estadounidense, una ficha de Monopoly, una monedita tailandesa escondida en el nudo de un pañuelo… y un billete de cien marcos, habido el 14 de julio de 2001, cuando aún era de curso legal. Pero yo, desde que un ex amigo mío descubrió un billete de mil marcos que había olvidado en un libro, y me llamó de Madrid para preguntarme si todavía lo podía cambiar en euros, ya no me asombro por uno de tan sólo la décima parte de ese valor. El cual, dicho sea de paso y en honor de quien lo hubo, fue entregado a los ujieres de la catedral, previa foto que documentaba semejante pérdida.

 

Nuevo capítulo aparte habría que dedicarle a los mensajes personales. Papelitos de todos los tamaños y de todos los colores, que algunos deben de habérsele perdido a quienes los llevaban consigo (ya fuesen remitentes o destinatarios), por ejemplo aquel que dice: “Querida Sandra, ¿cómo estás? Estamos muy preocupados por ti. ¿Nos llamas? Te quiero mucho. Tu mamá”. Pero hay varios que no sabe uno en qué casilla meter, como el que certifica lapidariamente nada más que: “Uschi, la pura tentación rubia”. Y ése que perteneció a un bloc de los que regalan en las tiendas y cuyas hojas lucen su publicidad, o se compran en librerías y sus hojitas llevan alguna ilustración, y donde dice arriba de manera bastante telegráfica: “Olivia jueves a las 23.48, tu HB”, mientras el dibujo del rincón inferior izquierdo muestra a una diablesita roja genuflexa delante de un diablito rojo al que practica una felación con todas las de la ley. Como programa de contraste valga este otro botón de muestra, que me enternece, y es un mensaje de acción de gracias de un hincha de un equipo de fútbol: “Gracias, Señor, porque el Werder Bremen”… y el mensaje al Buen Dios se interrumpe: un gaudeamus interruptus.

 

También en este capítulo de los mensajes personales, el único hallazgo que los autores del libro lograron conectar con un rostro. Se trata de una hojita de bloc, color pardo claro, con propaganda farmacéutica y siete palabras garabateadas: “Estamos fuera, junto a la columna. Stephanie + André”. Y ocurre que cuando el lanzamiento de Kruzifix und Mausefalle se exhibieron en un museo de Colonia los objetos que lo ilustran, y muchísimos otros más, y de repente una de las visitantes se detuvo en seco delante de ese mensaje. Era Stephanie.

 

Agarremos la recta final. Sólo tres objetos para terminar. 1°: Un barquito de papel hecho con una particella de algún coral, pues que en la reproducción se ve claramente un “Ky – ri – e , y – ri – e e – lei –son”. 2°: El diente de un animal tal vez prehistórico, si pensamos que lo encontraron dentro de un contenedor utilizado por los arqueólogos que trabajaban el 2001 en derredor de la catedral. Y 3°: la guinda del pastel, que curiosamente no es una guinda sino una manzana, una manzana mordida ávidamente hasta no quedar de ella nada más que el corazón y el pedúnculo. Contemplándola, mi malpensamientismo innato me hace recordar un título de novela del coloniense universal que se llamó en el siglo Heinrich Böll: ¿Dónde estabas, Adán?

 

 

El tren de la memoria

 

Pasó por Colonia “el tren de la memoria” y acudí a la Estación Principal para visitarlo. Es un tren de tres vagones viejos, tirados por una locomotora de vapor, y que alberga en su interior una exposición relativa a los miles y miles de niños y adolescentes judíos y gitanos, o hijos de opositores al régimen, que los sicarios de Hitler estuvieron enviando a Auschwitz casi hasta el último día antes de la liberación del campo por el Ejército Rojo.

 

Fueron decenas de miles, de muchos de los cuales no se sabe nada, desaparecieron sin dejar rastro. Este tren organizado por varias asociaciones alemanas (a las que a regañadientes, pero para no hacer mala letra, los Ferrocarriles Alemanes han cedido un espacio en sus estaciones y en sus trayectos, a fin de que el tren se pueda trasladar de un sitio a otro y ser mostrado al público) cumple la finalidad de atraer el interés del alemán de a pie, a ver si se consiguen recabar y rescatar datos de muchos de esos niños y jóvenes.

 

Yo llegué al andén 1 de la estación y avisté el tren a la derecha, entre la catedral y el río, teniendo al fondo un bello cartel con un autorretrato de la inalcanzable Paula Modersohn–Becker, de quien el día anterior se había inaugurado una exposición en el Museo Ludwig.

 

Había una cola densa. Miré el reloj y fui haciendo cálculos mentales de la cadencia de admisión de visitantes durante media hora, a intervalos de cinco minutos, y llegué a la triste conclusión de que aún tendría que esperar hora y media antes de poder acceder al interior del tren y ver la exposición, y eso mi espalda (con mis malditos problemas de columna) no está en condiciones de resistirlo. Así es que me puse a hacer todas las fotos posibles y a recabar todo el material asequible, porque quería escribir algo al respecto. Lo estoy haciendo.

 

Ya lo iba pensando en el tranvía, camino a la estación, cuando a mi lado se sentó una madre de unos cuarenta años con un niño de diez y una niña de cuatro o cinco. Casi no hablaron en todo el trayecto, y algo me dijo que los estaba llevando a la exposición. Así era: me los volví a encontrar en la cola y nos sonreímos levemente, en señal de reconocimiento.

 

Por cierto que antes de salir de casa había telefoneado a mi hija Montserrat para preguntarle si le parecía bien que pasase a buscar a Paul y Oskar, mis nietos mayores, para llevarlos conmigo. Me contestó muy decidida que no, e imagino por qué: aún recuerdo su cara atormentada el día en que los dos visitamos juntos, y solos (el resto de la familia estaba de vacaciones en España), la casa de Anna Frank. Creo que aquella ha sido una de las impresiones más fuertes en la vida de Montse, por la misma edad de Anna el día que visitó su escondite cerca de la Westerkerk, en Ámsterdam.

 

Lo he rememorado esa mañana en el andén de la estación de Colonia, estando yo al final de la cola, y viendo allá delante los jirones del vapor que exhalaba la locomotora, poniendo una nota como de postal antigua en el espectáculo.

 

Y he pensado también en lo admirable del pueblo alemán, uno de los muy pocos (para no decir el único) que ha sabido enfrentarse a la parte más negra de su historia y no tratar de esconderla bajo la alfombra. Y he pensado además en la gente que cuando llegan ocasiones como esta sabe que pase lo que pase tiene que hacer acto de presencia. Es un deber que se siente en lo íntimo, y que exige ser cumplido. En mi caso está muy claro, pero esa madre del tranvía, con los dos hijos, debe haber nacido en el 68: ¿De dónde le vendrá a ella su exigencia íntima?

 

Nota: Algo que me ha impresionado muy dolorosamente, es una tarjeta postal, reproducida en un cartel, y cuyo texto dice, traducido: “Mis queridos padres, me encuentro justo en camino a Auschwitz. No creo que nos volvamos a ver, pero trataré de no perder el valor. Que estéis bien de salud, y con cariñosos saludos y besos, vuestro infeliz Helmut”.

 

Esta postal la arrojó el niño Helmut Goldschmidt desde un tren en marcha, y logró llegar a quienes deben ser sus auténticos destinatarios: a nosotros, pienso, y ojalá no me equivoque.

 

De la nomenclatura urbana

 

Imagino que sin querer, en una urbanización del lugar donde vivo –en la periferia de Colonia y a orillas del Rhin– le han rendido al gran Chéjov un delicado homenaje de congruencia: la calle llamada Kirschgarten (=el jardín de los cerezos) es un callejón sin salida. Y es que en la toponimia urbana se dan casos muy justicieros, y hasta lúcidamente poéticos, y otros que no tanto, o que por lo menos inducen a un cierto desconcierto.


El tema de la toponimia es inagotable. Hace días, cuando el autobús donde viajaba se detuvo ante un semáforo en rojo de la circunvalación, traduje mentalmente el letrero de esa calle, Im Wasserwerkswäldchen, y me pregunté si sería posible que una calle española pudiera llamarse “En el bosquecillo de la estación bombeadora del Servicio de Aguas Municipales”, que es lo que significa, en su inocencia telegráfica, y casi poética, Im Wasserwerkswäldchen. Y recordé aquel caso de presunta ignorancia que contó Julián Marías citando a un colega suyo, profesor alemán. El cual quiso documentarle a Marías cuánto había descendido el nivel de la cultura general en su país, con la anécdota de una secretaria que le preguntó que cómo debía escribir “Adenauer” en la dirección de una carta. Y lo único que el profesor documentó fue su propia ignorancia, no la de la secretaria.

 

Mi experiencia con ellas, en estos lares, me asegura que en ortografía y gramática les dan ciento y raya a sus superiores, y en este ejemplo concreto la secretaria le estaba preguntando, lisa y llanamente, si debía escribir “Adenauer Strasse” o quizás “Adenuaer­strasse” o “Konrad-Adenauer-Strasse”. En el primero de los casos sería “la calle de Adenau [el pueblo]”, y en los otros dos “la calle de Adenauer [el canciller]”. Porque Adenauer, gentilicio masculino de los habitantes de Adenau, también es apellido, como lo son en español Zamorano, Gallego, Aragonés, y Vasco y Sevillano y tantos otros. Y la normativa alemana de escritura de los topónimos urbanos se distingue por ser de un rigor implacable.

 

Y volvamos a Colonia, y a un caso de vergonzosa toponimia que conozco muy de cerca porque mis deberes de abuelo me hicieron sujeto pasivo de una mutación en canguro, y es así que un día sí, otro no, y a veces el de enmedio, me tocó viajar en un tranvía de la línea 16, aquí en Colonia: la de los Reyes Magos… y las innumerables vírgenes de Santa Úrsula que alguna vez provocaron una irreverente pregunta de Jardiel Poncela.

 

En esa línea del tranvía 16, que corre desde el nordeste de la ciudad hasta Bad Godesberg –antaño residencia de los diplomáticos, al sudoeste de Bonn–, había hasta el verano del 2001 una parada llamada Marienburg, un distinguido barrio del sur coloniense. Pues bien: ahora, allí, desde entonces, esa doble parada ostenta el nombre de Heinrich-Lübke-Ufer; es decir: Orilla [del Rhin] Heinrich Lübke. Y es lo que yo me digo: ¡Estos alemanes no van a aprender nunca!

 

¿Quién fue Heinrich Lübke? Repasando la historia de la República Federal de Alemania se entera uno de que en 1959 lo eligieron presidente de la misma, un cargo puramente decorativo y poco menos que protocolario, siendo reelegido por otros cinco años en 1964. Lo que esa historia no nos dirá es que Lübke accedió a la más alta y más inoperante magistratura del país por la sencilla razón de que la Unión Cristiano-Demócrata, con el canciller Adenauer a la cabeza, tenía la sartén por el mango (y el mango también) en la Alemania Occidental de la posguerra. Y como al viejo Adenauer jamás le importó un puesto decorativo y protocolar, sino mandar, y cómo, y como ya había chocado varias veces con el liberal Theodor Heuss –primer presidente federal–, no tuvo el menor empacho en que a Heuss le sucediera cualquier donnadie de su propio partido. El elegido fue Lübke y el que siguió partiendo el bacalao, como tan gráficamente se suele decir, ¿quién podía ser sino él, Adenauer, desde la jefatura del gobierno?

 

Para su desgracia, y la del puesto que ocupaba, la salud mental de Heinrich Lübke se resintió bastante durante su segundo mandato y daba cada traspiés oratorio que temblaba el misterio. Famoso en los anales de la vida pública alemana es el discurso que pronunció en una de las viejas colonias africanas de su lejano predecesor, el káiser, y que comenzó con estas palabras devenidas históricas: “Damas y caballeros, queridos negros”. Por si fuera poco, justo en esos momentos críticos de su segunda presidencia se descubrió que durante la guerra había sido responsable entre 1943 y 1945 del trabajo de los obreros esclavos en el centro de investigación balística de Peenemünde, el laboratorio experimental de las V1 y V2 del verdugo de Londres, Wernher von Braun, quien jamás tuvo que comparecer ante un tribunal por crímenes de guerra: Estados Unidos lo eximió de ello para que le construyera sus cohetes espaciales.

 

Al turbio asunto Lübke le cayó tierra encima, supongo que porque su salud mental aconsejaba correr un piadoso velo sobre el tema. Y no se volvió a hablar de él. Sin embargo, a fines de mayo del 2001, resurgió aireado por la revista Der Spiegel, y con pruebas documentales. Y es eso lo que provocó mi desconcierto, una vez más. Que a renglón seguido de que fuera rescatado el escándalo en torno a la participación activa de Lübke en la maquinaria esclavista y destructiva del III Reich, tan justo entonces, en unos tiempos en los que retoñaba la vesania neonazi, la compañía de transportes públicos de Colonia decidiera rebautizar una de las paradas más emblemáticas de sus trayectos con el nombre de aquél desdichado presidente.

 

Es algo que me recuerda mucho el chiste (como tal políticamente incorrecto, pero también, como tal, bastante sintomático) en el que Hitler le pide permiso a Satanás para volver nada más que cinco minutos a Alemania y “liquidar” aquí el problema de la inmigración turca. Si bien a regañadientes, el demonio le concedió el permiso, pero se desesperó al ver que Hitler no había regresado al cabo de los cinco minutos. Pasaron ocho horas hasta que el ex pintor de brocha gorda compareciera de nuevo a la puerta del infierno, masajeándose con gesto de dolor la mano derecha. “¿No me dijiste que nada más que cinco minutos?”, bramó Satanás. “Sí, hombre, lo de los turcos lo arreglé en cinco minutos”, respondió Hitler, “pero es que luego en Berlín me han retenido casi ocho horas dándole un apretón de manos a todos los que venían a felicitarme”.

 

La cita que siempre recordamos en estos casos, los buenos alemanes, y quienes los queremos, es de Heine: “Denke ich an Deutschland in der Nacht, / dann bin ich um den Schlaf gebracht”, que quizás debiera traducirse así: “Si a la noche en Alemania pienso yo, / el sueño desde luego se fregó”… para usar un verbo suave y que no comienza con j.

 

 

Heinrich Böll y la Justicia

 

En septiembre del 2000 tuvo lugar en Colonia, en la sede de los Juzgados Regionales, una exposición dedicada al Premio Nobel de Literatura 1972, Heinrich Böll, y sus relaciones con la Justicia, que es un tema per se. No extraña pues que a alguien se le ocurriera la idea de hacer una exposición sobre él, y además se da la circunstancia de que don Enrique (como siempre lo llamé) era coloniense y vivió largos años a la vuelta de la esquina del imponente edificio de los dichos Juzgados. Él mismo lo cuenta en un texto localmente famoso:

 

“Domina el barrio el gran palacio con la extensa fachada: atrae a muchos visitantes porque en él reside la gran dama de los ojos vendados. […] Sería injusto decir que la dama en su palacio sea improductiva, es completamente seguro que hay algo que se produce en sus dominios: polvo, ese polvo especial que se acumula sobre los legajos”.

 

Como si tuvieran presente la frase, los responsables de la exposición decidieron soplar el polvo acumulado sobre varios legajos. Y así nos pudimos enterar (o pudimos recordar) que Böll fue reportero de juzgados en 1955, en el juicio seguido en Kaiserslautern contra el presunto uxoricida Dr. Müller: así lo documentaban sus crónicas, los recortes de cuyos originales, del 5 al 9 de diciembre de aquél año, se exponían en una vitrina. Y así volvimos a recordar, quienes ya los conocíamos, pero nunca está mal que nos refresquen la memoria, el papel que jugaron los informes periciales de Heinrich Böll en la exoneración judicial del gran poeta austríaco Erich Fried y del escritor alemán Günter Wallraff, el autor de Cabeza de turco, especializado en reportajes intravenosos, por llamarlos de alguna manera.

 

[Wallraff se infiltró con una falsa personalidad en las fortalezas de las compañías de seguros, de los bancos, de los consorcios alemanes, ¡hasta del más amarillista de los periódicos del país!, para estudiar, descubrir y hacer públicos sus métodos, a veces muy cercanos a los de la Mafia. Entretanto, y partiendo del apellido del escritor, en varios idiomas –entre ellos el sueco– existe ya el verbo wallraffear, que designa ese método de periodismo investigativo].

 

Pues bien, ambos informes solicitados a Böll por la justicia alemana, para que dictaminase desde un punto de vista lingüístico si en los textos del poeta y del reportero había material susceptible de ser relevado jurídicamente contra los autores, figuraban también en la muestra.

 

Como asimismo la documentación que se refiere al juicio mantenido por Böll contra un comentarista de la TV alemana que lo acusó pérfidamente de ser un incitador al terrorismo de izquierda, la luego famosa banda Baader-Meinhof. Este fue el capítulo quizás más importante de la exposición, y es bueno que ella se celebrase nada menos que en la sede de los Juzgados Regionales. Porque pocas veces ha habido en la historia de la literatura autor más calumniado y perseguido que Heinrich Böll: su casa y las de sus hijos fueron una y otra vez blanco de la violación policíaca (no policial), a veces anunciada por el tal periódico amarillista incluso antes de que hubiese tenido lugar… lo que no habla precisamente en favor de la imparcialidad de la policía, frente al presunto inculpado, en un Estado dizque de Derecho: la prensa, cierta prensa, estaba informada de antemano.

 

Se me puede tachar de cínico por lo que concluiré ahora, pero en el fondo estoy contento de que así sucediera: ello nos valió una obra maestra como es la narración titulada El honor perdido de Katharina Blum, en la que Böll desenmascaró de manera magistral los métodos criminales de dicha prensa. Dicho sea de paso, se me ocurre que sería bueno que la estatua de la Diosa Justicia, en el palacio de los Juzgados Regionales de Colonia, ostentase el rostro de Katharina Blum (esto es, de la gran actriz Angela Winckler), y que detrás de su proverbial venda nos mirasen invisibles los ojos “claros, serenos” de la heroína de ese relato.

 

Recuerdo que cuando salí de aquella exposición lo hice reflexionando que al fin y a la postre ella demostraba lo muy distinto alemán que había sido Heinrich Böll, y de qué manera tan sutil quedaba demostrado por su relación con los juzgados. Es cierto que fue más intensa de lo que se sospecha en un escritor de fama mundial, y que fue casi (casi) tan intensiva como la del litigante alemán prototipo: pero esa relación vino marcada por su condición de reportero, de experto en lingüística y de calumniado que se defendía legítimamente. Es decir, resumí: no fue la del alemán medio, que en todo y por todo resulta ser una reencarnación de aquella princesa que no logró dormir a causa del guisante debajo de los veinte colchones de su cama, y que de inmediato recurre al abogado apenas escarba el guisante con la mano, reclamando daños y perjuicios. Porque… claro, porque aún hay jueces en Berlín.

 

[La leyenda es la siguiente: Dícese que cuando Federico II, llamado el Grande, rey de Prusia, construyó su palacio de Potsdam, Sans Souci, estaba malhumorado porque en las cercanías del mismo había un molino, el rotar de cuyas astas perturbaba el áureo silencio de su mansión. Y ordenó que fuera demolido. Pero el molinero se opuso, y le arguyó con una de las frases más acendradas del imaginario alemán: “Sire, es gibt noch Richter in Berlin! [¡Majestad, aún hay jueces en Berlín!]”. Los cuales, dice la leyenda, fallaron en favor del molinero. Y el buen Federico, amigo, discípulo y protector de Voltaire, tuvo que acatar la sentencia. Aunque, después de todo, ¿no fue él quien resolvió la cuestión de la libertad de cultos de la manera más civilizada que se conoce? ¿decretando que cada uno de sus súbditos debía ser feliz “a sa façon”, es decir, como más le pugliese?

 

 

Chillida en Colonia

 

Acuérdense de lo que Don Quijote le dice a su escudero en el capítulo noveno de la segunda parte de sus andanzas: “Con la iglesia hemos dado, Sancho”. A despecho del texto original, la vox pópuli ha convertido esa frase en “Con la Iglesia hemos topado”, y aliento la sospecha de que don Miguel no hubiese tenido nada en contra. Basta con recordar lo que descubrió aquel periodista insigne y lúcido socialista español que fue Luis Araquistain: “La singularidad que más ha llamado mi atención en el Quijote, y que no veo mencionada en ninguno de sus innumerables comentaristas, es que en los 106 días que duraron las aventuras del Ingenioso Hidalgo, ni él ni Sancho Panza fueron nunca a misa”.

 

Misa es la palabra clave de lo que sigue, y el introito al tema bien pudiera ser una variante de la frase no cervantina: “Con la Iglesia topaste, buen Chillida”.

 

Ocurre que en Colonia, “la santa” –así la llamó Heine–, albergamos una obra de arte, una escultura de Eduardo Chillida que se titula Gurutz Aldare [=“el altar de la cruz”] y que se encuentra en la iglesia de San Pedro, Sankt Peter en alemán. Una iglesia con un renombre internacional porque funge como “estación artística”, escenario admirable de exposiciones y eventos culturales. El 9 de mayo de 2001, por ejemplo, de una lectura literaria que convocó una audiencia de más de setecientas personas: el autor era Mario Vargas Llosa, quien leyó de su novela La fiesta del Chivo. Ni en tiempos de la más acendrada catolicidad coloniense deben haberse apiñado tantísimos feligreses entre esas cuatro santas paredes.

 

Y ocurre que el párroco de Sankt Peter recibió un ucase vaticano, firmado por el cardenal de la Curia monseñor Arturo Jorge Medina Estévez, en el cual se le prohibe decir misa en ese altar de Chillida. La inefable fundamentación teológica aducida por monseñor es un precepto litúrgico: el altar representa a Cristo como unidad, y en consecuencia no puede ser que esté fragmentado en esas tres piezas que componen la obra del escultor guipuzcoano.

 

Realmente cuesta trabajo creer que Chillida ­–creyente y practicante– y su confesor, un hombre de reconocido talento y gran sabiduría, y que parece ser quien le encargó la obra, hayan tomado a la ligera el aspecto digamos simbólico del altar. Más bien diría uno que quisieron trascenderlo a su manera, convirtiéndolo en alegoría de la Santísima Trinidad. Y realmente cuesta trabajo creer, en esta época de ausentismo de fieles, que el Vaticano se preocupe por dónde se celebra una misa. Sin que le preocupe, sin ir más lejos, ya que estamos en Colonia, que en la catedral de esta ciudad se siga sosteniendo oficialmente una superchería: la de que nada menos que en su altar mayor están custodiados en un lujoso cofre relicario los restos de los dizque Reyes Magos…

 

Por si todo esto fuera poco, resulta que en el Vaticano, y en sitio tan recóndito como la entrada a la Capilla Sixtina, hace más de treinta años que está expuesto el modelo del Gurutz Aldare, regalado por Chillida al entonces pontífice Paulo VI. ¿Será que no lo ha visto nunca monseñor Medina Estévez, o será que lo habrá considerado obra de piadosos pigmeos desconocedores de una de las más altas verdades de la simbología católica: la infragmentación del altar? Pero en fin, qué quieren que les diga: ya Borges nos alertó acerca de que la única ciencia ficción es la metafísica.

 

 

 

 

Ricardo Bada (Huelva/España, 1939), escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). En FronteraD, donde mantiene el blog Urbi et interneti, ha publicado, entre otros artículos, Cuaderno de bitácora (de Bremerhaven a Buenos Aires en carguero), Diario de un viaje a Madrid y El abecedario Mafalda.

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