Marina D’Or. El respland’or
El viajero fuma un pitillo en el décimo piso del hotel-balneario de cinco estrellas de Marina D’Or. Y eso que no fuma. Pero se lo pide el cuerpo, este sitio es uno de esos lugares donde uno piensa que el mundo va mal. El viajero repasa la jornada para ordenar sus funestas sensaciones. Pasó con el descapotable azul por Benicarló. Feote, tranquilo, pero aún le quedan afueras y andurriales. Al acercarse a Peñíscola, ya notó que los constructores habían dado rienda suelta a sus instintos. Aparecían los primeros capiteles corintios. Pero Peñíscola no estaba mal, con su castillo y su playa impoluta con carril-bici.
Luego emergieron en el horizonte oscuras moles de negros presagios, como en las tierras de Mordor (Mord’Or). El viajero empezó a sentirse mal ante una sucesión de edificios descomunales y al ver tras ellos una tramoya bestial, millones de ladrillos y grúas tirados en el campo. Tras pasar bajo una especie de zurullo plateado a lo Mariscal de bienvenida, el viajero comenzó a vagar atónito por Marina D’Or. En estado catatónico entró en la avenida del hotel, llena de luces al estilo de la feria de abril. Terminó de deslumbrarse en la recepción, una apoteosis de mármoles y materiales nobles.
En Marina D’Or hay varios hoteles, pero el del viajero es el no va más. Vienen en peregrinación de los otros hoteles y de los bloques de apartamentos para verlo. Entran familias en bermudas, abrumadas por la atmósfera importante, y alzan la vista a los frescos del techo. Quién sabe si en su memoria se encenderá una lucecita, allá lejos en la educación general básica, y reconocerán la copia de la Capilla Sixtina. En el mostrador, el viajero tiene sobre sí nada menos que la Creación de Miguel Ángel. Marina D’Or es el clímax de un frenesí ibérico de la última década. Quedará como un monumento en el desierto, y desde luego merece visitarse.
Pese al lujo se intuye que los amos de la criatura no se hacen ilusiones sobre sus clientes. Conocen bien a esos individuos que roban caramelos a puñados cuando entran a preguntar los precios. Es la plebe, que también quiere hacer las cosas de los ricos. Por eso hay varias advertencias para prevenir robos y desmanes. O puertas que impiden el acceso a las instalaciones sin tarjeta magnética. O un cartel del balneario que advierte que, “para una estancia agradable para todos, es mejor respetar los procesos digestivos”. El viajero, por supuesto, no se perdió el balneario, que es científico y el más grande de Europa de agua marina. Son modestos, pues se podrían añadir otros superlativos al ver las columnas doradas y las rocas de mentira.
Unas falsas estatuas clásicas daban paso al baño romano. En la piscina de pomelos (se rogaba no robarlos, pues son de adorno), una pareja se sobaba en remojo, muy acaramelada. Había otras de mandarinas o limones, y otras parejas que saltaban de la mano. Eran jóvenes, de esas que se dicen cari. Algunos quizá estaban de luna de miel, en su acepción más pegajosa. Se ocultaban en rincones para meterse un poquito de mano. Por primera vez en su ruta, el viajero sintió vergüenza ajena y, de repente, miedo de encontrarse con algún conocido. No tanto por él, que tenía excusa, sino por el otro. Fue escondiéndose por las columnas. Fumando en la terraza, el viajero piensa que sí, eso fue lo peor del día. Había zona VIP con un cartel que amenazaba la expulsión si se entraba sin permiso. Al viajero le hubiera gustado ver los jacuzzis privados con pétalos de rosa, champán y fresas, aunque le daba un poco de repelús la piscina de leche.
Pero hubo más. En la recepción informaron al viajero de que, como huésped, tenía derecho a una analítica gratis. El viajero intuyó que era una distorsión, como tener una problemática en vez de un problema, pero preguntó por si acaso, debido a la incoherencia del contexto:
—Sí, una analítica, unos análisis.
—¿Pero de qué?
—De sangre.
Sí, aquello fue peor todavía, concluye el viajero dando una calada. Pero peor aún fue cuando él accedió a hacérselos. Es que eso había que verlo. Tiene cita para las ocho de la mañana en los laboratorios del hotel. El viajero fantasea con un sótano de doctores locos que obtienen el ADN de los clientes y clonan turistas para los meses de invierno y hacer bulto en los vídeos promocionales. O para utilizarlos en experimentos de resistencia al absurdo con nuevas ideas turísticas. Para ahuyentar sus pensamientos, baja a cenar.
Marina D’Or es una ciudad de vacaciones. No hay nada más que hacer. Es una fila de edificios ante la playa, con una segunda hilera detrás, con hoteles, pistas deportivas, restaurantes y alguna tienda. No hay cines, ni correos, ni iglesia, claro, esto es el neopaganismo turístico. El viajero piensa que no sería mala idea para la Conferencia Episcopal enviar misioneros a Marina D’Or, porque se ve que esta gente necesita creer en algo. Los veraneantes vagan en busca de cosas que hacer. El viajero piensa que otra idea fantástica sería rodar aquí una versión de El resplandor: El respland’Or. En vez de un hotel en invierno y vacío, sería en verano y lleno de gente. El efecto terrorífico, la soledad existencial, superaría al original. El fulgor que obnubila las nóminas, el mito del piso en la playa, la onírica llamada de millones de anuncios… Es el mayor resplandor sobrenatural de España.
Pero se conoce que para mucha gente, que no entra en mayores consideraciones, Marina D’Or está muy bien. El viajero habla con algunos y sólo ven las ventajas de casas nuevas y de tener la playa, con césped, al ladito. Pagan 1.400 euros de alquiler por un mes. Se ven cartelitos de se vende y se alquila, como en toda la costa. El restaurante bueno de pescado o el italiano caro están vacíos, la gente se tira al chiringuito. El viajero entra a cenar en uno de los más populares. El camarero es muy simpático y enseguida hacen migas. Le cuenta cosas de Marina D’Or. “Con la crisis ya han parado todo. Aquí había 2.000 obreros trabajando y sólo quedan 200”, afirma.
El viajero piensa en los edificios a medio hacer que ha visto al llegar. “Y en Castellón hay 45.000 rumanos con papeles, ¿eh? así que son 100.000, a ver qué hacen ahora… Vendían los apartamentos a 190.000 y ahora a 130.000. Si bajan diez millones es que ya han ganado mucho dinero”, razona el camarero.
Dice que en invierno no hay nadie y se lo pasa jugando a las cartas. Según calcula, el 80% de los que van a Marina D’Or son madrileños, luego vascos y gente del norte. El viajero, que ha pasado por el quiosco y ha visto la prensa, piensa que deberá moderarse al escribir, pues habrá por allí lectores de su diario. También había ejemplares de Gara. Hay que ver, trabajar todo el año por la independencia de Euskadi para acabar de vacaciones en Marina D’Or. Aunque a lo mejor lo hacen para reafirmarse en momentos de bajón. El viajero lo comprende: él daría sin dudar la independencia a Marina D’Or.
Este camarero, al igual que todos los empleados con los que habla el viajero, de varios países, son muy buena gente. Es lo malo de estos sitios monstruosos, dan de comer a gente normal. Después de cenar, el viajero pasa por locales vacíos. Las familias se aglomeran en una verbena, que es gratis: “Explota explota que expló, explota explota mi corazooón…”. El viajero se va a dormir. Tiene que madrugar para que le saquen sangre. Por cierto, la habitación le ha salido por 187 euros, con aparcamiento.
Al día siguiente, el viajero baja al centro médico-estético. En el ascensor ve las ofertas. El blanqueamiento dental le recupera a uno hasta ocho tonos en una hora por 200 euros. El viajero no sabía que tenía tantos tonos, y no es lo único que aprende. Hay tratamiento facial antienvejecimiento y otro de luminosidad, ambos instantáneos. Se siente aludido por la corrección de cejas, pues el viajero es unicejo, como Blas, el de Epi y Blas. En este lugar la imperfección se combate a fondo. Hay todo tipo de depilaciones e higienes, tratamientos holísticos de belleza. Bañeras galvánicas y juaneteras. Relajación coreana y mirra regenerante. La salud es la última frontera del consumo. Con el dinero, claro, aumenta el miedo a morirse, un imprevisto que lo estropea todo. “Vivir más y mejor” es el lema de las instalaciones. Por eso tienen botox y cirugía estética en un bloque quirúrgico. Y de ahí los análisis de sangre. Al viajero le sacan dos tubitos. Es una pena que sólo esté un día, le dicen, porque el equipo médico no va a poder darle los resultados y aconsejarle terapias. Se los enviarán a casa.
Antes de irse, el viajero entra en una oficina de ventas. Una señorita le va a explicar todo, aunque se queja de que necesitaría 45 minutos. Se sabe la presentación de memoria y se le rompen los esquemas al resumirla. Intenta colocarle unos apartamentos. Valen 276.000 en primera línea. Le asegura que en invierno aquello está muy animado, porque organizan “eventos”: concursos de culturismo, competiciones de dardos, concentraciones de Ferraris o el certamen de Miss España. El viajero duda si no sería mejor rodar El respland’Or en invierno. Luego se lanza con el próximo proyecto: “Es que es como lo que digo yo, que Marina D’Or no es lo que es, es lo que será”. Tras esta enigmática frase bíblica, empieza a describirle lo indescriptible, Marina D’Or Golf, un complejo que planean perpetrar detrás del actual, en pleno monte, pero que será cien veces más grande. Están obsesionados con los números elefantiásicos. “Son 19 millones de metros cuadrados, más que Valladolid o Valencia”, dice para impresionar al viajero. Lo consigue.
Esta cosa tendrá tres campos de golf diseñados por Sergio García y Greg Norman, un balneario para 7.000 personas, un lago artificial con dos kilómetros de playas caribeñas y arrecifes del Pacífico para bucear… La chica no para de pasar páginas del catálogo con fotomontajes delirantes de hoteles y restaurantes temáticos. Reproducción a escala de la plaza de San Marcos de Venecia y canales con góndolas, reproducción del Arco del Triunfo de París y la torre Eiffel, reproducción de la torre de Pisa, bolera prehistórica, restaurante en una reproducción de la prisión de Alcatraz… Al viajero están a punto de estallarle las neuronas. Pero de repente la señorita pasa una página y ve a unos tíos esquiando. El viajero sólo puede balbucear:
—¿Pe-pe-pero esto qué es?
—Un hotel alpino con un kilómetro de pistas de esquí.
—Pe-pe-pero es imposible, estamos en Castellón, en la playa.
—Es posible, en Marina D’Or es posible.
El viajero sólo acierta a preguntar si ya están construyendo eso. “Los terrenos están comprados y tenemos ya las licencias de lo que son las autoridades, sólo nos falta un papelito”, explica. “Bendita crisis inmobiliaria”, dice para sus adentros el viajero. “Si ahora esto es bonito, imagínese cuando terminen, dentro de seis u ocho años”. El viajero sale tambaleándose con el catálogo y el DVD bajo el brazo, que deberían ser de lectura y visión obligadas para los hombres de bien. ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿De dónde ha salido esta gente, autores y clientes, a la que ha sido extirpada la más mínima noción de lo hermoso? ¿Cómo se han subvertido valores como belleza, salud y tiempo libre? Al final del catálogo aparecen fotos de famosos con el logo de Marina D’Or: Luis Aragonés, Luis del Olmo, Ana Obregón, Naomi Campbell, Carmen Sevilla… En el libro del hotel Enjoy Castellón también aparece la autoridad competente, el presidente de la Diputación provincial, un tipo de aspecto siniestro, Carlos Fabra Carrera. “Mejor, ni lo sueñe”, resume el lema de Marina D’Or. El viajero corre a su descapotable azul y sale de allí pitando. Antes de que les den el papelito que les falta.
Valencia
Lo de Valencia es muy complejo. Empezaremos por su símbolo mundial más preclaro, la Ciudad de las Artes y las Ciencias o, en siglas feísimas, CACSA. Mejor nos remitiremos a la presentación que hizo, allá por 2006, en el ápice de su delirio personal, el presidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps. Se fue a dar conferencias a la facultad de Arquitectura de Miami con el arquitecto del complejo, Santiago Calatrava, y contaba con orgullo la historia de Valencia “desde sus orígenes a la actualidad”. Una epopeya humana que culminaba con “el proyecto más ambicioso de nuestra historia”. Un hito comparable a la época romana, dijo. Hablaba de la Ciudad de las Artes y las Ciencias, que “representaba la confianza de una sociedad que sabe que el legado que un día dejará a las generaciones venideras vendrá de la mano de la arquitectura”. Y en eso estamos.
La bendita ciudad fue el germen de las locuras valencianas, una idea de la Generalitat socialista de Joan Lerma de los ochenta. Querían un gran plan para modernizar la ciudad, darle un icono internacional, al estilo de que lo planeaba Bilbao con el Guggenheim en esos mismos años. Lerma fichó a Calatrava, que era valenciano, ya había hecho sus primeros puentes y empezaba a tener nombre. Las obras de lo que en principio era solo la Ciudad de las Ciencias arrancaron a finales de 1994, con críticas del PP, en la oposición, a las ínfulas grandilocuentes del proyecto. Pero cuando en 1995 hubo elecciones y ganaron ellos, con Eduardo Zaplana, cogieron el tema con ganas. Pararon las obras, cambiaron el plan con una “filosofía distinta”, como dijo el consejero de Economía, José Luis Olivas. Sí, el mismo de antes, el que acabó en Bancaja.
Calatrava se entendió de maravilla con esta nueva tropa y rehízo los diseños. El complejo se convirtió en Ciudad de las Artes y las Ciencias, mantenía un museo de ciencias y un planetario, pero añadía un acuario. Para más señas, el más grande de Europa, aunque fue lo único que no hizo Calatrava. Además se cargaron el emblema del proyecto, una torre de telecomunicaciones, aunque ya habían construido los cimientos, y colocaron encima una ópera, el Palau de les Arts. Las obras se reanudaron en 1997. Al año siguiente se inauguró el primer edificio, L’Hemisfèric, una gran cine IMAX con forma de ojo, y el último, el Palau des Arts, abrió en 2005. “Son las fábricas del siglo XXI al servicio de una industria estratégica que es el turismo”, proclamó Camps. Sin duda, fue una operación que colocó a Valencia en el mapa, trajo el turismo y revolucionó la ciudad.
Hasta aquí el cuento, ahora vamos con los detalles. Se podrá discutir el talento de Santiago Calatrava como arquitecto, pero como negociador ha resultado ser un hacha, y ese logro será en realidad su mayor legado para los valencianos. Firmó que cobraría por porcentaje, el 12%, según el coste final de la obra. Fue una intuición genial de esas que te cambia la vida, y la cláusula se le ocurrió al ver a la panda de sujetos que tenía delante, bronceados, trajeados y tirando de billetera, que se creían los reyes del mambo. Fue su gran golpe, como George Lucas, que para terminar el rodaje de La guerra de las galaxias vendió todos los derechos menos los de merchandising. Lo de Valencia fue como la factura que Darth Vader pasó al imperio galáctico para construir la Estrella de la Muerte. Los costes se dispararon a la estratosfera, 1.282 millones, cuatro veces lo presupuestado. Moraleja: Santiago se llevó cien. Un genio, lo que les decía. Para que se hagan una idea: el Guggenheim de Bilbao costó cien. Sí, como lo oyen, solo con lo que le pagaron a Calatrava se levantó el Guggenheim. Sin embargo, cuando por fin se supo, ya en 2012 y por empeño de Esquerra Unida en el Parlamento valenciano, él replicó que le parecían unos honorarios “modestos”. No, hombre, no hay que ser modesto, Santiago, eres un genio con todas las letras. Pero el mérito no es tanto suyo como de los palurdos con despacho que le dijeron a todo que sí.
Otro ejemplo: le pagaron quince millones solo por la maqueta de tres rascacielos que, menos mal, al final no se hicieron. Cinco millones por rascacielo, pero en maqueta, imagínense los de verdad. Iban a tener una altura de 308 metros, 266 y 220 respectivamente, y se iban a llamar Valencia, Alicante y Castellón, qué sentido de la épica. El estallido de la crisis en 2008 frenó el proyecto.
El Palau de les Arts, que querían que fuera como la ópera de Sydney, debía costar 97 millones y salió por 480. Más que el presupuesto teórico de todo el complejo. Pero se inundó en 2007 por las lluvias, y en 2013 se cayó parte de la fachada. Hubo que cerrar el teatro varios meses. Son esos problemillas prácticos que también han hecho famoso a Calatrava.
Uno de los puntos más incomprensibles de la dichosa ciudad es un gran edificio multiusos, L’Ágora, inaugurado en 2010 y que aún no se sabe bien para qué sirve. En 2013 Esquerra Unida denunció que en tres años había acogido dieciséis eventos. Es decir, se había ocupado un 6% de los días. Ha servido para campeonatos de tenis, mítines políticos, espectáculos infantiles y algún mercadillo de Navidad.
Por fortuna, cayó en saco roto el último deseo de la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, que pidió a Calatrava “un hito”, una chorradita rápida, lo que fuera, para conmemorar la visita del papa Benedicto XVI a la ciudad en 2006, que, como veremos, fue otro botín de la trama Gürtel.
No quiero ponerme pesado con lo del Guggenheim, pero es una comparación útil. A los tres años ya se había recuperado la inversión inicial y ha supuesto para las arcas públicas 457 millones de ingresos.
En cambio la Generalitat, que ha custodiado con uñas y dientes los números del despilfarro, al final ha tenido que endiñarle a la iniciativa privada la explotación de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. La adjudicará en 2015 y solo se quedará con el Palau de les Arts.
Como colofón, una emotiva anécdota. Cuando, por fin, en 2012 salió a la luz la pasta que se había llevado, Calatrava supo colocar las cosas en su contexto. Comparó los más de mil millones que costó su ciudad valenciana con el rescate de 100.000 millones de la UE que recibió España, tras el crac de Bankia: “comparado con esto, lo mil millones de mis edificios no son nada”. También consideró que el tiempo le dará la razón, porque su obra en Valencia “no es algo volátil, como el rescate a los bancos, es algo que ha sido construido y que permanecerá como testimonio de que España ha encontrado su lugar en el mundo como país libre y democrático”. Snif, conmovedor.
Estos fragmentos pertenecen al libro Mediterráneo descapotable, que acaba de publicar Libros del K.O.
Íñigo Domínguez es corresponsal en Roma de El Correo desde 2001 y sigue admirado la actualidad italiana. Ha trabajado en Venezuela, Grecia y Balcanes. Entre sus logros, haberse hecho el Transiberiano con la excusa de unos reportajes o algo tan inverosímil como ser enviado especial en Seychelles. Pese a la presión social de la última década, nunca se compró un piso. He tenido una fugaz experiencia de guionista en el cine, con la película The listening (2006). Escribe un blog sobre Italia y recibió el pasado mes de mayo el XXXI premio Cirilo Rodríguez de Periodismo. Ha publicado, también en Libros del K.O., Crónicas de la Mafia. En FronteraD publicamos un fragmento, El loco de la radio.