Estando en Monterrey, un colega holandés me preguntaba por la violencia en México y si era posible que actuase la Corte Penal Internacional (CPI). Le expliqué, lo menos técnicamente que pude, que hacía falta un patrón, gente a alto nivel, conectar la violencia de asesinados, desaparecidos violentamente o torturados. Además, no bastaba eso, sino que debía encontrarse el modo de cabildear y poner en marcha la maquinaria de decisiones, inercias y selección geoestratégica que es la “justicia penal internacional”, y, para la situación mexicana, que ese sol no lo tapase la cabezota estadounidense. Porque, ¿qué es ese tipo de justicia internacional? ¡Pues es una muesca –como la que marca, semicircularmente, la oreja del ganado– en el discurso interestatal, por la que se revaloriza la decisión tomada por Estados de cambiar o remarcar un patrón moral y, así, reforzar un punto u otro!
Imaginemos –le continuaba explicando– a una organización no gubernamental holandesa que investiga violaciones de derechos humanos en cualquier parte del mundo, algunas de tal entidad que podrían llegar al umbral de un crimen internacional. Algunos expertos ayudan a sistematizar lo que sucede en México y la ONG ve una oportunidad de que el caso prenda en las altas esferas internacionales. Además, resulta que algunos de sus trabajadores tienen contactos en el país, “saben cómo presionar”, al fin y al cabo, la ONU lleva allí tiempo (“comité para las desapariciones forzadas”; “comité contra la tortura”; “relator especial sobre las ejecuciones extrajudiciales”). En fin, que logran que la cosa comience a platicarse entre las autoridades mexicanas y, también, entre capas cada vez mayores de la población. Y estos cabildeadores tienen dinero, lo que es importante para adoptar la retahíla de “enfoques” que canalizarán las interpretaciones de muchas de las violencias que están sucediendo. En fin, que la ONG cree en lo que hace y sabe del tema… Pero, ¿cómo decirlo?, todo ese proceso da la impresión de que, a lo sumo, solo puede coexistir con lo que está pasando en el país. La ONG logra ser un estándar, un umbral, una contraparte a quien tener en cuenta; pero eso es lo máximo a lo que llega: a ser parte de la contravoz oficial. Como atrapada en una distribución de papeles a gran escala, por ser incapaz de medir bien el tablero (¿quizá por la lejanía natural que un europeo no español siempre tendrá hacia México?), acaba en la superficie infinita de las cosas de la que platicaba Italo Calvino…
Mi colega no quiso escuchar más, y se marchó crujiendo dientes y murmurando que yo era un esnob y un payaso inmoral y, además, “español, cómo no”, a sus ojos un esbirro de caciques y pistoleros mexicanos, corroído de sueños retroactivos de conquistas y del mal de la impureza de pueblo meridional. Cómo no, holandés, podría, entonces, haberle replicado yo, pueblo listo, desde el siglo XVI, para dar lecciones de ética, como quien clava clavos en los ojos del interlocutor y se los hace pasar por semillas.
Nos pongamos como nos pongamos, hay unos pasos técnicos y unas argucias políticas que hay que cumplir para conseguir que alguien termine condenado y preso en La Haya, una ciudad holandesa en la que, por cierto, estuve hace años y que aspira a representar un modelo de mundo. Pero tal representación –muy Unión Europea– es, ni más ni menos, como esos domos de nieve, con su bolita de cristal y su casa dentro, que siempre, impertérrita, mantiene su orden y aunque voltees la bola de cristal, la casa no se cae –pero sí se agita la nieve, lo que da impresión de que la casa es más acogedora, por la tormenta desatada afuera–, y algunos de esos domos, hasta incorporan música, y quedan muy bonitos sobre superficies lisas y de madera. Pero los copos de nieve son, en realidad, trozos de plástico, y la bola de cristal se quiebra de un martillazo, y así se termina la paz de esa pseudo casita, no solo deshabitada, sino vacía por dentro y con ventanas y puertas tapiadas (quizá, hasta estén pintadas como tales, y ni sean puertas, ni ventanas, sino trozos de apariencias). Así, ese modelo de mundo. Un mundo, el hayense, seguro de sí mismo, seguro por las cámaras dentadas y los hombres desdentados, donde se juzga a grandes criminales conforme a conceptos coherentes, tan abarcadores que arrinconan al mal, hasta desinfectarlo.
Desinfectar el mal, no extinguirlo. El matiz es importante. Pretender extinguir el mal es una desmesura, y Gregor von Rezzori ya escribió sobre ello el siglo pasado. La desinfección se vale de cápsulas, y, entre ellas, los tipos penales que se creen capaces de derribar gobiernos. Hay que saber –quien no lo sepa todavía– que los profesores civilistas son pacíficos y gustan de hacer crucigramas, aunque desconozcan quién fue George Perec ni el grupo OULIPO. Los mercantilistas, plúmbeos, sueñan con empresas monopolistas. Los laboralistas son contestatarios y visten tan humildemente que muchos los creen aviesos. Pero los penalistas internacionales, ¡oh!, ¡oh!, tienen un aire sinfónico, con tendencia a juguetear con la pólvora –les gustaría vestir bien en terrenos áridos o selváticos, con el calzado caro e ideal, al estilo Paul Bremer–… Y esa pólvora a veces genera explosiones… Los penalistas internacionales nos pensamos los mejores artificieros del Derecho (es que yo también estudié eso, aunque creo haber perdido algo de la ingenuidad de mis comienzos).
Una de estas explosiones –controladas, se supone– delimitó unos crímenes que, aunque no estuvieran regulados en ningún código penal nacional, pasaban a poder perseguirse internacionalmente. Fue un poco como esa pesca que algunos recordarán, cuando se pescaba lanzando dinamita a un río y luego se recogían los peces muertos, “pesca con explosivos”, se llamaba… Esos crímenes más graves son “genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y agresión”, según el Estatuto de Roma (de 1998, en vigor desde 2002). El origen de todo esto fueron los procesos de Núremberg, “del 20 de noviembre de 1945-1 de octubre de 1946”, como dice la historia canónica, para juzgar a los nazis, y que tuvo tantas caras B, C o Z como las escritas por Stig Dagerman en su Otoño alemán.
A La Haya llegué desde Berlín, en autobús, antes de que amaneciera. Hará más de diez años de esto. Era otoño, entre semana, y yo quería ver el tribunal. Sí, quería ver el tribunal penal internacional con mis propios ojos, ¿a poco ningún lector ha tenido alguna vez la chance de ver El Edificio de La Justicia Internacional? Llegué a La Haya, pero no encontraba el tribunal (además, resulta que hay otro, de nombre muy parecido, una “Corte Internacional de Justicia”, que trata litigios entre Estados) ¿Cómo encontrar el palacio? ¿Llamándoles por teléfono? ¿A quién más? Además, yo en esos años no tenía móvil. Aunque lo tuviere, en esa época tales aparatos no tenían internet incorporado. Los cíbers hayenses estaban cerrados, así como los rostros y las bocas de los pocos transeúntes que caminaban a esas horas (recuerdo que un cartero en bici sí se paró, un señor como de Surinam o Curazao, que fue muy amable, aunque ignoraba a qué me refería: su idea de justicia no era neokantiana, como la de la Corte Penal Internacional (CPI), sino kantiana, esto es, la entrega de las cartas a tiempo y que no se le ponchara una llanta durante su jornada laboral). Yo tampoco tenían dinero para ir gastándolo en una llamada, sabe a quién, para preguntar por algo tan absurdo como el domicilio de un tribunal que no me reclamaba para juzgarme. En esos años, más bien, yo tenía poca cosa. No tenía trabajo, no era nada de nada, un pobre chaval de Gandía mudado a Berlín, que llevaba pantalones de camal ancho, cuando todos iban con pitillos, vagando entre la cosa chic oscura de Berlín y la cosa chic financiera de La Haya.
Caminé hasta que vi un cartel que decía el equivalente en holandés a: Barrio de Chinatown. Allí, pregunté a un hombre con barba muy larga y camisa hawaiana dónde estaba el tribunal. ¿Qué tribunal, señor? En la ciudad no había ningún tribunal, según él. Le expliqué más y él me dijo que, si lo que quería era ver monumentos, cerca estaba la estatua de “un tal Spinoza” (a certain Spinoza, dijo, imposible olvidar tal involuntaria intimidad). Ya que me iba a tardar un tiempecito en llegar al edificio de La Ley, pues vería a mi antepasado Benito. El hombre no entendió la gracia, ¡qué me iba a entender, si era como si ese señor acabara de caerse de la media luna! Hice gestos que querían indicarle quién fue Spinoza, pero eso es casi imposible, recordando ahora esos intentos me parto de risa… ¿Qué, iba a explicarle, primero, el Tractatus theologico-politicus, continens dissertationes aliquot, quibus ostenditur libertatem philosophandi non tantum salva pietate et reipublicae pace posse concedi, sed eandem nisi cum pace reipublicae ipsaque pietate tolli non posse? ¿Iba a ponerme a pulir gafas invisibles? ¿A imitar a dos piedras que, mientras caen, dialogan sobre la condición universal de caer? El barbudo me miró de arriba a abajo y se largó, e hizo bien.
Caminé hacia donde me indicó y pronto vi la estatua. Había un cuervo a sus pies y varias bicis recostadas a su alrededor. Leí lo único que ponía: SPINOZA. Salté la verja que la rodeaba y acaricié la Z (la de Spinoza, no la que veo que ponen los rusos en sus tanques por Ucrania, ni la que alude a un grupo malo en México). El cuervo se había ido volando y ahora estaba posado en un tejado a la derecha, moviendo inteligentemente la cabeza en U de BarUch, como sugiriendo que tras una z vendría otra z más, y luego, otra, y otra, y que con una buena cosecha de zzzz uno podía dormirse bien a gusto, aunque ya había amanecido. A la izquierda estaba la casa donde vivió el filósofo. Al lado, un Restaurante Spinoza… ¡Cómo no entrar!
A pesar de que era muy temprano, a nadie en el sitio le extrañó mi llegada. Un camarero con una barriga circular como las almas dijo el equivalente en holandés a qué chou. Le di la mano, no se me ocurrió más que dársela con mucha firmeza. Le mentí y le dije que era un periodista acreditado en la CPI. A Selim no le extrañó, para nada, solo preguntó que a cuál de ellas, pero sin esperar respuesta. Intuyendo que yo debía tener muchos euros en mis bolsillos rotos me preguntó si quería comer algo. ¡Of course, Selim! Me trajo un plato de cordero, un tetrabrik de yogur y una Heineken. Le dije que era muy pronto para una cerveza, pero él empujó la cerveza y me absolvió. ¡Venga la Heineken! ¡Borracho, como los mejores periodistas! Comí lo ofrecido. Mientras comía, escuchaba el sonido de una ducha. Cuando acabé, Selim me preguntó si tenía dónde alojarme. Sin duda, el ruido de la ducha se escuchaba por todo el local y ahora tocaba hablar de eso. “Duerma un rato, le va a sentar bien, yo le cuido la mochila”. Le dije que si me indicaba un lugar barato donde dormir me haría un favor. Él repuso que nada de otro lugar, que podía ser allí. Cogí la mochila y le pregunté dónde. Selim me acompañó hasta el jardín del fondo del bar y me abrió la puerta de un almacén, donde había un colchón desnudo contra la pared. La ducha seguía sonando, le di diez euros y Selim cerró despacio.
Tras despertar, puse de nuevo el colchón contra la pared y salí al jardín. Cuervos, gaviotas, árboles como pulmones secados al tibio sol del mediodía hayense.
En el bar, Selim veía la tele. En la barra había dos clientes, probablemente también turcos. Creía escuchar, entre risas: “Al Qaeda?”, “terrorisme”. Selim apagó la tele y me explicó que alguien había intentado matar a la reina Beatrix en Apeldoorn. En el atentado habían muerto cinco personas y el mismo terrorista estaba ya más allá que acá. Me imaginé al barbón con su camisa hawaiana en el Edén, agasajado por otros talibanes y quitándose los trocitos de cristal de las uñas. Dije a Selim que me iba a dar una vuelta por la ciudad. “Adelante, yo te cuido la mochila y luego nos pagas”, respondió él. “Sí, sí, te envío un cheque”, pensé. Miré la tele apagada, agarré la mochila y me fui.
Si los días de domingo son como los rayos X y muestran, sin ninguna duda, el estado mental en que uno se encuentra, La Haya es el perpetuo domingo de la UE. Burócratas en bicicleta que tendrían esa pose también hacia la tumba, y dentro del nicho, y de camino al Juicio Final, al que irían en bici. Galerías de arte donde artistas veganas tirotean a caballos pura sangre ya muertos, para hacer la obra de arte contemporánea. Hindúes que se juran amor eterno en un McDonald’s, parecidos a vagabundos que, fuera de la hamburguesería, se dicen entre sí, señalándome, ¿Geen Geld? Geen Geld, pues yo tengo peor pinta que todos ellos.
Me fijé en una mujer. Tenía unos treinta, era bajita, nariz respingona, vestida de negro por gusto, con el pelo recogido, rica como los de La Haya –por dentro, órganos tatuados de emblemas piratas; por fuera, chequer@s ecológic@s sin piedad–. La chica, de la que alcancé a escuchar, mientras hablaba por teléfono, que se llamaba Beatriu, se metió en una callejuela de Hartostraat. Las gaviotas volaban bajo, parecía que hasta querían disuadirme de que le hablase. “Bah, si no me queda ni un euro, ni una cerveza podría pagar”, me dije. “Si esta gente ni cerveza toma”, seguí mintiéndome, resentido, mientras ella se alejaba, dejándome con mis silogismos ridículos y peligrosos, del tipo: “Si Dante escribió la Divina Comedia y esa chica se llama Beatriz, entonces, yo, que he leído la Divina Comedia…”, etcétera.
Divisé un café y allá me metí. Bueno, para un café sí me alcanzaba. En la tele vi el intento de asesinato de la reina Beatrix. El coche del agresor se había estampado y el terrorista estaba hecho papilla. No era un musulmán, sino un holandés de pura cepa, “de hueso colorado”, como se dice en México, a certain Karst Roeland Tates, así se llamaba, unos diez años mayor que yo, bien blanquito y desinfectado. Las líneas paralelas de la mentira y la maldad, juntas como ceja y ojo, en su cara de muerto. “Pobre diablo con los cuernos aserrados”, me dije mientras saboreaba el cappuccino.
Se insiste en que debe juzgarse por crímenes de lesa humanidad a muchos aquí en México, y en ello insisten no solo holandeses, sino alemanes, colombianos, argentinos, algunos mexicanos… Pero esa justicia penal internacional que se hace en ‘s-Gravenhage es un ring, por lo que, ¡cuidado con los pulpos boxeadores!
Unos púgiles son individuos que confían poco o nada en el Estado, y recopilan documentos clave sobre atrocidades. Los clasifican en sus archivos, e, incluso, los entierran bajo árboles o los dejan en casas de viejecitas anónimas, como leí que se hacía en Siria para evitar su pérdida (también litigan contra redes sociales para que no borren contenidos de atrocidades que, aunque hieran cortoplacistas sensibilidades, podrían ser usados como pruebas). Pero puede que la anciana acabe quemando los documentos porque es invierno y hace frío, y no sabía que importaran tanto, o, aunque lo hubiera sabido, era invierno y hacía frío, y eso importaba más que los testimonios… Aun así, ese tipo de recopilaciones es heroica, y de hechos románticos similares esa justicia obtiene su buen nombre; aunque sin el sostén de la tecnología que filtra las pruebas (y el lenguaje jurídico es una tecnología más) y la fuerza de las armas que las atrapan, custodian e implementan (soldados y policías proporcionados por los like-minded States), tales documentos serían castillos de papel.
En el otro lado del ring están los pulpos más formidables. Tienen exoesqueletos, llamados Muhammad Teólogo o Vladimir Ejército, y alas arcangélicas, grandes capitales, visados a voluntad de hojarasca, ideas que mutan para asfixiar a los que no somos ellos. Son seres que, indefectiblemente, en caso de condena por la CPI, poseen el doble del tamaño de las jaulas donde van a parar, como esos papagayos que sobrepasan el medio siglo y a sus amos se les olvida.
El árbitro del pugilato son los burócratas que bombea la CPI. La institución, claro, bombea una burocracia meritocrática, que suele minimizar a imbéciles y vampiros, trepas y dogmáticos, y demás fauna de cualquier edificio institucional complejo. Pero lo cierto es que un alemán, controlado por un holandés, controlado por una española, a su vez controlada por otro alemán, y este por un chileno, y este por un argentino, y este otro por una gambiana, y este por un libanés educado en Londres y con estancias en Seúl y Costa Rica, la verdad, pues todo eso no es mala cosa… Sobre todo si comparamos a estos burócratas, racionales por cortesía, tolerantes con toda forma de sexualidad y con que todo esté en venta por Amazon, si los comparamos, digo, con el actuar del hijo de un cacique histórico, que debe trasladarse a negociar en una camioneta de vidrios polarizados por caminos de mierda, y que se para en uno de terracería donde la basura multicolor parece un campo de adormidera, y allí espera a que llegue otro escoltado, tuerto y enfermo y nuevo rico fulgurante y, por eso, genial y cruel, a quien escoltan veinte chamacos portando trajes militares falsos, que visten así no por disciplina, sino por sadismo o porque “lo vimos en la tele”, y todos de esa guisa consensúan una tregua parcial e, implícitamente, las normas de la región… Entonces sí, si lo comparamos con ese tipo de escenas imprevisibles, es preferible esa burocracia.
Aunque, vaya, me estoy saltando varios grises.
Volviendo a mi vagabundeo por La Haya, ante El Edificio de la Justicia Penal Internacional, me quedé pensando… ¿La neta se quiere enviar allá dentro a todo gran criminal? Es cierto, no todo condenado por ese tribunal tiene por qué cumplir su pena en esta ciudad holandesa. Se les puede enviar a la prisión de cualquier país firmante del Estatuto de Roma, siempre que la prisión reúna un estándar mínimo de seguridad e higiene, y ofrezca menú vegano, kosher o halal. Pero, la neta, el peso pesado que acaba atrapado en la malla de la justicia internacional es una patata caliente que nadie quiere. Una persona así concentra demasiado lío político e interrogantes socráticos de este siglo XXI –a lo Larry David–, así que mejor, ¡arrojados allá al fondo, muro tras muro, y a pudrirse!
Pero… ¡Un momento! ¿No es posible que incluso, allí también, haya momentos de felicidad? ¡Momentos de tanta felicidad que los rostros de los castigados y los muebles, incluso los carcelarios, se hinchen como globos contentos y todos, emocionados, reconstruyan al Míster Potato de la humanidad (es que hace nada acaban de salir Josep Borrell Fontelles y Úrsula Gertrud von der Leyen jurando haber visto “a la humanidad en pedazos” en la ucraniana Bucha)! A ver si va a resultar que los presos ilustres y malvados, tras su embotamiento durante el fragor de la guerra o al asentir a las masacres, no tienen muchos problemas en terminar en esta cárcel hayense… De hecho, ¡cuántos de estos prisioneros no se sentirán nuevos Nélsones Mandelas! Algunos, hasta murmuran en su tranquila celda, compungidos, que el deber los ha llevado allá y que su misma condena va con el salario…
Es lo que tienen los crímenes de Estado, que lo político se pueden hinchar como la rana del cuento, la que quiso ser buey y se hinchó hasta reventar (pero le alcanzó para que una fábula la eternizase). En realidad, a los criminales de guerra y demás ralea, a la mitad de la hinchazón, cuando les queda apenas una miquiua xiconiniua –como diríamos en valenciano– para explotar, la población los abandona, y los grandes criminales soberbios, ya sin público, regresan, a trancas y barrancas, a su tamaño natural. Desde ese resguardo, comienzan sus fabulosas propagandas, donde cuentan que alcanzaron tamaños de bueyes, de elefantes, de ballenas. Así es la fábula de Esopo de los grandes criminales contemporáneos.
El criminal de guerra serbio está bastante en paz, recostado en su cama, escuchando en su IPod disco tras disco de Céline –no Louis-Ferdinand, sino Dion–, y la luz de la lámpara que cae hacia él nos muestra a un tipo que, gracias a la disciplina de las pesas y al cuidado flequillo, aparenta menos edad. Mientras, el genocida ruandés habla en la cocina con dos de sus lugartenientes, a los que encerraron con él porque siguieron sus órdenes y aquí continúan siguiéndolas, impertérritos y cucos. Sus cuerpos y sus cabellos son iguales, pero uno tiene el rostro precioso y el otro es horrendo. La voz del horrendo fluye por la prisión y se junta, casi genera, una música parecida a los tambores de cuando despidieron a este trío calavera como héroes en su pueblo hutu. En el salón de la prisión, el jefe de un comando talibán condenado por crímenes de lesa humanidad llama la atención, por tragaldabas, a un georgiano, por cierto, condenado por un crimen de guerra bastante leve, pero había que ir equilibrando el porcentaje de morenos y güeros en la prisión de Scheveningen; con otros criminales, estadounidenses o rusos, ¡como que no se atreven! (Están hablando en la tele, mientras repaso esto, de la masacre de Bucha y a lo mejor la cosa cambia).
El talibán, ahora, amenaza con arrojar una botella al georgiano, si no deja de silbar canciones takfir. El talibán se la arroja, manchando de leche al georgiano. Se pelean de buena gana, sí señor. El talibán tiene las de perder contra este mostrenco, que se ensoberbece en su fortaleza por intuir que está prisionero por razones geopolíticas, y no por ser una rata asesina como sus compañeros de encierro. Gentes como el talibán, que, segundos antes de que el georgiano le abriera la garganta, se lamentó de que, en la botella lanzada, en vez de leche, no hubiera ácido, como cuando animaba a desfigurar, cabrón repugnante, a las niñitas de sus vecinos del Panshir. Pero lo cierto es que ahora –¡las vueltas que da la vida, hasta para los fanáticos!–, solo tiene ante él a este georgiano que va a desfigurarlo metódicamente, un georgiano que podría esculpir con sus manos el perfil de Stalin en la luna, y más todavía con la borrachera que lleva, estilo no volem cap/ que no estiga borratxo/ no volem cap/ que no estiga decapitat/ volem, volem, volem/ com pardalets borratxos/ volem, volem, volem / que arriben caps bufats/ a la nostra ja no tan/ allunyada llunà, como cantan algunos en mi pueblito valenciano, y que lo traduzcan ellos, pues se la pasan traduce y traduce.
En la cocina de la prisión, los genocidas ruandeses han dejado restos de comida y bebida. Pero las moscas de la fruta no se atreven a volar cerca de los dientes del primer preso mexicano en llegar a Scheveningen. Su entrada en prisión ha desatado todo tipo de rumores. Unos dicen que Estados Unidos lo dejó caer (de hecho, el condenado es mexicano estadounidense), otros que es el primer paso para encausar a alguien de la cúpula de seguridad estadounidense, una minúscula cereza del famoso military–industrial complex. ¡Se acabó la fiesta, señores prominentes! Al menos, alguna de sus muchas fiestas. Tampoco se está tan mal, el preso mexicano tiene más de cincuenta años –sexo y edad media de los líderes mundiales: hombres, cincuenta y cinco años–, pero, como la mayoría de quienes llegan al medio siglo, piensa que lo mejor de la vida está aún por venir. En cualquier caso, si le hubiese tocado estar en una prisión federal gringa habría sido mucho, muchísimo peor. Allá, a la gente se le va la cabeza (todos hemos leído sobre los sufrimientos de “El Chapo”)… El aislamiento sensorial hace que te den ganas de arrancarte algún miembro del cuerpo, solo por el gusto de hacer algo, malabares, algo, lo que sea.
El preso mexicano, sin embargo, murmura que este es un lugar bien padre. Por ejemplo, con el serbio se han intercambiado canciones de Céline, no de Louis-Ferdinand, sino de Dion. Hasta suspiran y sollozan al mirar las dunas de la playa cercana a sus celdas, sobre todo cuando atardece y las gaviotas planean buscando carroña. Y, sobre todo, él y el serbio comparten comentarios sobre las mujeres que han conocido. Un pajarito –no es una gaviota– me dice que son comentarios que reúnen motivos tanto para seguir viviendo como para causar males atávicos. Como el ombligo. Como si todas las mujeres tuvieran el ombligo en la frente, por causar mal y bien. ¡Ay, estos presos, cuántas chorradas más murmuran! Ellos y todos se sienten, por todo el mal que hicieron, liberados de cualquier mesura ciudadana, por lo que son cursis y su cortesía es una trampa para aplastar a cualquiera y limpiar, después, su conciencia; rápido, como quien desatasca una tubería. Han conseguido separar las palabras de sus emociones; saben explicar a qué heroicas causas se dedicaron y las hilvanan en un discurso sobre sí mismos en La Historia: su coprolalia del “a mí me juzgará la historia”. Fueron ricos y, probablemente, sus abogados litigarán por cientos de monedas de oro en las catacumbas infinitas de las cuentas opacas suizas, y, conque sacasen un diezmo, ya les sería suficiente, para ellos o para sus familiares (suelen tener muchos hijos). Ricos son y serán, y entristecen a todo el mundo, pero más a las mujeres a las que se jactan de cortejar. Como soldados de hielo que descienden por una pendiente neptuniana y confunden el azul extraterrestre con la eternidad, este tipo de señores prominentes tienen una misión. Desbocados, enemigos de la dejadez o la dispersión, mantienen su odio oculto. Lo ocultan para decirse arrepentidos y reinsertados.
Así que, lector, si llegaste aquí, te lo digo: La Haya es un mito. Un mito como el amor cortés. Una justicia cortés, si quieres. Quien lo reconozca, seguirá –imagino –con sus proclamas, pero de otro modo.