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Memoria


Compruebo que soy incapaz de recordar qué hice el 22 de octubre de 1999 a las cinco de la tarde. Puedo imaginarlo, pero no puedo recordarlo. Decimos que la memoria no nos falla cuando somos capaces de recordar una cara, una fecha o un número de teléfono. Nadie diría que falla la memoria si no se es capaz de recordar exactamente que hicimos un día cualquiera de hace veinte años. Pero esta es precisamente la prueba de que la memoria falla. Deberíamos, en realidad, ser como Funes el Memorioso, el borgiano personaje que empleaba un día entero para evocar en su memoria un día entero. Borges lo retrata como un alma oscura, prisionero en un sótano, un enfermo mnemónico. Funes no puede evitar recordar a todas horas, según parece. Pero la memoria no funciona así; si pudiéramos recordarlo todo, podríamos también decidir cuándo recordamos todo. Por lo mismo, no podemos recordar aquello que queremos recordar y recordamos lo que querríamos haber olvidado. Si tuviéramos la memoria de Funes podríamos olvidar lo que no queremos recordar recordando que queríamos olvidarlo. O recordando que recordamos olvidarlo. El olvido, si no es heideggeriano, también puede recordarse como olvido. Es evidente que si un Funes sano lo recordase todo, también recordaría aquella ocasión en que él mismo se impuso el olvido.

            Recordar no es un acto voluntario y debería serlo. Se recuerda lo que se recuerda, y no lo que merece ser recordado. La memoria se encarga obstinadamente en manipular el pasado para contentar a quien la invoca. Es como un publicista de uno mismo; la memoria procura que su único cliente quede satisfecho con su trabajo. A esto lo llamamos memoria selectiva y deberíamos llamarla desmemoria interesada. La memoria nos construye cada vez que la invocamos, obligándonos a reconocernos en sus vaharadas neuronales. Somos un subproducto de su actividad.

            Pero el caso es que no sé para qué querría recordar lo que hice el 22 de octubre de 1999. No sé tampoco en qué consistiría el recuerdo. Si me preguntan si estuve en Berlín en 1989 diré que sí, porque estuve. Vi el muro deshilachado, y los vopos, y los ossis. Pero lo que recuerdo con mayor énfasis son los báteres provisionales frente a la Puerta de Brandeburgo; el frío da ganas de orinar, y hacía en Berlín mucho frío. Esto significa que, si me preguntasen si me acuerdo de quellos días, yo debería comenzar: “recuerdo los báteres provisionales….” Y sería, además, una historieta derivada de los recuerdos originales. Ahora caigo que, en sentido estricto, ya no recuerdo los báteres, sino la historia de los báteres. La cuento una y otra vez, y la adorno de modo manierista.

            La memoria es estúpida, incluso cuando es histórica.

 

 

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