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AcordeónMemoria de Gaza (I)

Memoria de Gaza (I)

  

 

 

16 de enero de 2009, media mañana. Sebastiá Mayol, amigo y técnico en el Departamento de Cooperación del Ayuntamiento de Barcelona llama para dar ánimos y preguntar cómo nos encontramos. Cuenta, también, que alguien ha informado al Ayuntamiento de que el Parque de la Paz, donado por la ciudad de Barcelona a los habitantes de Gaza, ha sido destruido. Incluso han recibido imágenes grabadas desde un teléfono móvil por un vecino de la zona. 

       Me ofrezco a acercarme hasta allí para grabar el estado en el que se encuentra la donación barcelonesa a Gaza, cerca del hospital Al Quds, sede de la Media Luna Roja, en el barrio de Tel Al Hawa, al sur de la ciudad. Después de la traumática evacuación nocturna de la jornada anterior y el bombardeo con fósforo blanco que el hospital ha sufrido durante dos noches consecutivas, me acerco para documentar lo sucedido. Parece ser que los tanques y los francotiradores ya se han retirado, y Mahmud, el conductor de referencia, acepta llevarnos. En el coche, junto a mí, S., una fotógrafa que acaba de entrar desde Rafah hace apenas 24 horas, Eva Bartlett, voluntaria canadiense, y Mohammad, que traduce.

       El hospital se encuentra seriamente dañado, especialmente en sus plantas superiores. No nos permiten entrar en el edificio por miedo a que queden explosivos sin estallar. En el exterior del hospital aún hay pastillas de fósforo blanco quemándose. Filmamos un par de escenas explicando cómo esta dichosa sustancia no se apaga ni aún ahogándola con montones de arena. Mohammad comienza a bromear, bailar y cantar. Era monitor de Dabka -baile tradicional palestino- en el edificio destruido. Danza sobre los escombros. Le filmo y pienso que tenemos un buen final para la película. Sabemos que la pesadilla está a punto de acabar. Todo el mundo habla de un alto el fuego. Eva se encuentra con uno de los paramédicos con los que hemos compartido las semanas anteriores. Grabamos una entrevista más sobre los ataques a los equipos médicos frente a una ambulancia destrozada y al esqueleto del depósito de medicamentos del hospital, del que aún sale humo, fosfórico también. Llega Sherine de Al Jazeera, y graba su crónica del día. Eva tiene una cita y regresa al centro. Mohammad, la fotógrafa y yo seguimos caminando hasta el Parque de la Paz.

       Efectivamente. Los tanques han dibujado con sus orugas una rayuela de destrucción sobre todo el perímetro de la plaza Barcelona, levantando el asfalto, destruyendo las graderías a través de las cuales entraron, pasando por encima de las porterías y canastas de baloncesto, arrasando el quiosco, rompiendo toda la valla que cerraba su perímetro, arrancando árboles y pasando por encima de ellos. Se han limitado a pasearse, destrozando incluso el cartel que explicaba la donación de la ciudad de Barcelona a la ciudad de Gaza y arrancando las letras que daban nombre al parque. Barcelona-Gaza, plaza de la Paz. Desde la calle filmo a un joven que nos mira desde una cocina. Su casa no tiene pared frontal. Saluda e invita a subir. Grabo media hora más. Una entrevista con toda la familia. Mohammad traduce, S. fotografía. Gracias. Lo sentimos mucho. Ojalá todo mejore. Inshala, inshala, inshala…Ojalá estas imágenes generen un impacto de vuelta en Barcelona. El dilema de la reconstrucción. Israel reconstruye, Europa paga. Ellos rompen, nosotros volvemos a pagar. El resultado de aquella frustrante tarde de trabajo, un documental de 15 minutos, Barcelona-Gaza, el parque de la paz. Mohammad recibe una llamada de A., un miliciano al que habíamos conocido unos días antes en las torres Al Andalus. Tiene el día libre y le habíamos invitado a tomar café con nosotros. Le esperamos en la Plaza.

 

La detención.

Mientras tanto, sigo las huellas de los tanques con la cámara. Una y otra vez. Ha pasado tiempo, ¿media hora, quizás? Mohammad y A. charlan, sentados, a mis espaldas. Oigo gritos. Miro hacia atrás. Un grupo de jóvenes discute con A. Guardo la cámara en la mochila y me enciendo un cigarro mientras me acerco lentamente sin imaginarme que haya problemas.

       Un movimiento rápido. Por la espalda. Alguien me quita la mochila para meterla en el maletero de un coche. Hablan en árabe, son jóvenes y están alterados. Por la ropa y la barba, inmediatamente lo entiendo, les he visto antes. Son seis o siete. Se están llevando a A. Mohammad me dice que tenemos que ir con ellos. Pregunto que pasa. No hay respuesta. Hay problemas. Una vez dentro del coche, silencio total. Comienzan los gritos en árabe. No lo entiendo pero Mohammad está alterado y me pide que me calle. Discuten entre ellos y le hacen preguntas a las que responde inmediatamente. Damos varias vueltas por calles que no conozco. Comienzo a comprender que estamos detenidos. Los minutos se hacen eternos. Por el modo en que le gritan a Mohammad y cómo les responde es fácil adivinar que trata de explicarles que se están equivocando. Más gritos y se hace el silencio. Mohammad me mira. Silencio.

       ¿Dónde nos llevan?, ¿dónde nos llevan? Comienzo a jugar con mis dos teléfonos. Me meto uno en cada calcetín. Creo que lo he visto en las películas. Inmediatamente vuelvo a ponerlos en la chaqueta. Es ridículo. No tengo nada que ocultar y esto no es una película. Nos van a registrar y no serán tan tontos. Si ven que he escondido los teléfonos será peor.

       ¿Cuanto tiempo ha pasado?, ¿cuantas vueltas por la ciudad hemos dado? No lo sé. Pero hemos llegado al Hospital de Shyfa, lo cual me tranquiliza bastante y descarta el escenario que me imaginaba. Al menos conozco el lugar, aún es de día y está, como siempre, lleno de gente.

       Creo que son las dos de la tarde. Quizás las tres. Aparcan el coche pegado a la pared, en la parte trasera del edificio administrativo en el que tiene su despacho Hassan Khaled, Director del Hospital. Ese despacho en el que he estado varias veces corroborando cifras de víctimas de los bombardeos, recibiendo listas de medicamentos necesarios para transmitir al exterior. Ese hombre tan amable. Si él nos viera, lo arreglaría todo en un momento. Pienso en los dos médicos noruegos. Ellos también nos conocen. Sé que salen a pasear y a fumarse un cigarro por los alrededores del hospital. Si ellos nos vieran, todo se solucionaría. ¿Qué hemos hecho?, ¿por qué estamos detenidos?

 

 

       Los dos milicianos que nos han traído salen del coche. Se llevan a Mohammad. S. y yo nos quedamos solos. Yo tengo miedo. Ella está enfadada. Las puertas están cerradas por fuera. No me lo puedo creer. Hay una docena de hombres alrededor del coche. Nos miran como si fuéramos extraños. Como si no hubieran visto a un extranjero en su vida. Como si no supieran quienes somos. Aquí no hay bromas. Caras largas. Seriedad. Bombas que no paran como música de fondo. Aunque nos hayamos acostumbrado a oírlas todo el tiempo, en este contexto adquieren un significado especial. Estamos encerrados en un coche de las fuerzas de seguridad locales, en el aparcamiento del Hospital Central de Gaza, rodeados de hombres desarmados y vestidos de civil, pero que pertenecen a la estructura central de la seguridad del gobierno. Una locura. Aunque antes nos hayan disparado, en primera línea, era imposible esperárselo. Se suponía que no iban a atacar una ambulancia o un hospital. Ahora me siento, por primera vez, objetivo de una bomba israelí, sé que pueden bombardear un hospital, y de las fuerzas de seguridad palestinas. Sé que ellos también cometen errores.

       ¿Cuanto tiempo ha pasado? «Fuera del coche. Vaciad vuestros bolsillos. Pasaporte, dinero, teléfonos, la mochila con la cámara». Mis dos cámaras y la cámara de S. No saben como funcionan. Quieren revisarlo todo. Las cintas que tengo conmigo son lo primero que se guardan. De nuevo dentro del coche. Son jóvenes. S. y yo detrás, ellos dos, delante. Uno en el asiento en el conductor frente a S., otro a su derecha, frente a mí. Revisan su riñonera. Encuentran la píldora anticonceptiva. Comienzan los gestos obscenos y los insultos. Ella no se arredra. Trato de convencerla de que es mejor no discutir con ellos. Primer puñetazo. No podemos hablar. Se van de nuevo.

       No sabemos qué decirnos. Ni qué hora es. Ni si ha pasado media hora o dos horas. Estamos callados. Debo tener cara de poema triste, enfado y miedo. Impotencia. Vuelven. Comienzan a hablarnos en árabe. No hablamos árabe. Es de noche. Continúa el bombardeo. Es imposible comunicarse. Tengo miedo de que bombardeen el coche en el aparcamiento del hospital. Lo he visto antes. Trato de explicárselo. Les pido que nos lleven dentro del edificio. Por seguridad. Y porque cuanta más gente nos vea, mejor. Abren las puertas. Llegan más hombres. Nos miran. Reconozco a uno. Nos escoltaba los primeros días. Sé que es jefe de algo. Trato de hablar con él. Sé que habla inglés. Hace como que no me conoce.

       Otra vez dentro del coche. El imbécil que está sentado delante de mí saca su teléfono. Llama a su mujer. «My wife, my wife». Me pasa el teléfono. Me pide que hable con ella. Que le diga algo. Se está riendo de nosotros. Luego le pasa el teléfono a S. Su mujer, al otro lado del teléfono, se ríe también. Se ríen todos. Menos nosotros. S. se enfada. Yo no. Tengo miedo. Pasa más tiempo. Comienzan a hablar de nuevo con nosotros. S se enfada aún más. Yo tengo miedo aún más miedo. El imbécil explica que es policía. Y que ha estado en Siria. Que ve muchas películas. Americanas. De policías. Es imbécil. Estamos encerrados en un coche, en el aparcamiento de un hospital, con la seguridad de Hamas. Están bombardeando. Y el imbécil nos cuenta que aprende técnicas policiales en la televisión, en las películas americanas. Balbucea en inglés. Es difícil entenderle. Pero lo que dice queda claro. Me troncharía de la risa sino fuera porque para corroborar su historia acaba de sacarse una pistola de algún sitio y nos cuenta todo esto mientras nos la enseña. ¿Cuanto tiempo ha pasado?, ¿dónde está Mohammad?, ¿qué hemos hecho?, ¿cuánto va a durar esto? ¿Por qué le dan responsabilidad a un grupo de adolescentes estúpidos?

       No puedo recordar ni entender por qué. Pero el imbécil comienza a apuntarnos. Debe ser por diversión. Es difícil entenderlo cuando te encañonan. Y S. sigue enfadada. Discute con él. Le digo que se calle. Le apunta. Pistola hacia la boca. Mi mano, por movimiento reflejo, reacciona. Estúpidamente. Pistola hacia mi boca. Creo que ha sido su compañero el que le ha pedido que se calme. Grita. Ahora nos está gritando. Golpes con las palmas abiertas. En el pecho. En la cara. Un golpe, otro golpe. Yo estoy paralizado. Creo que S también. Silencio. Calma. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Hablan entre ellos. El imbécil comienza a darse la vuelta y amaga con golpearme. Tiemblo. Me muevo. Me aprieto contra el sillón. Se ríe. Le divierte. Para. Vuelve a hacerlo. Se ríe cada vez más. Dos veces, tres veces. No me hace gracia. Pero es ridículo. ¿Qué hemos hecho?, ¿qué quieren saber?

       ¿Cuántas horas han pasado? Es noche cerrada. Traen a Mohammad de vuelta. Hay al menos una docena de hombres alrededor. Tengo que salir del coche. Mohammad está, literalmente, desencajado. Viene con un jefe. Creo. Por la edad. Quiere hablar conmigo y es el propio Mohammad quien tiene que traducirlo. Antes de que comiencen las preguntas pido hablar. Le explico que han pasado muchas horas. Tiene mis teléfonos en la mano. Me pregunta por qué hablo por teléfono con Israel. Le explico que hablo con periodistas. Trato de hacerle entender que si no me devuelve los teléfonos, cualquiera en España podría dar la noticia de que me ha sucedido algo, si no la han dado ya. Le pido que me deje hacer una llamada. Me devuelve un teléfono. Me dice que nos van a dejar ir. A la casa de Mohammad. Que no podemos contarle nada a nadie y que no podemos movernos de la casa. Que Mohammad responde por nosotros dos y que él debe volver a primera hora del día siguiente para revisar las cintas, todas mis cintas. Se van a quedar con todas las cámaras y las cintas.

       Todo ha terminado. Son las 12 de la noche y continúan bombardeando alrededor. Nos vamos. Mohammad vive a cinco minutos del hospital. No quiere que llame a nadie. Le convencemos. Llamo al Consulado. Llamo a Madrid. Llamo a un periodista palestino y se lo cuento todo. Le pido que haga gestiones. Desde Madrid me dicen que no me preocupe y que no me mueva. No podemos dormir. Continúa el bombardeo. Mohammad sale con las cintas a primera hora de la mañana. El periodista palestino amigo ha llegado al mismo tiempo que él al hospital para explicar quienes somos y qué hacemos. Me llaman desde Madrid. Ha corrido el rumor. Lo desmiento todo. Aún estoy dentro. Aún no sé que está pasando. Estoy preocupado por Mohammad. No puedo moverme, no tengo conmigo más que mi teléfono local. Mohammad vuelve. El periodista palestino amigo ha conseguido que me devuelvan las cintas después de revisarlas y discutir con ellos. Ha faltado poco, muy poco. Han estado a punto de destruirlas. Las han revisado. Han necesitado a un periodista palestino en el que confían para entender por qué los conductores de las ambulancias ríen, a veces, e incluso cuentan chistes. No entienden nada. Me cuentan que mientras los veían en las cintas, los insultaban. ¿Qué se habrán creído, los hombres del sótano, para juzgar a quienes se juegan el pellejo en primera línea?

       Tengo las cintas. Pero no la cámara. Me piden que no trabaje más y me vaya lo antes posible. Nos vamos con el periodista amigo. No quiero separarme de él. No quiero pasar por delante del hospital. No quiero volver a ver al imbécil. Le tengo miedo. Quiero irme a casa. Puede llevar días salir de aquí. Comienzan las llamadas telefónicas. Quiero salir, pero no puedo. Me reencuentro con Eva, se lo cuento todo. Si más personas saben lo sucedido, no podrá pasarnos nada. No me atrevo a caminar por la calle. Quiero tabaco. Me lo compran. 24 horas después me devuelven una de las cámaras. Sin baterías. Se lo cuento todo a Roberto Montoya y Paco Herranz. Les pido que no publiquen nada. Lo respetan.

       La guerra se acaba. No puedo contarlo. No estoy de humor. No puedo filmarlo. No entiendo qué he hecho mal para que me impidan trabajar. A la mañana siguiente salgo de nuevo a la calle. Con miedo. No pienso irme sin despedirme. Quiero regresar a Jabalia, a la base de ambulancias. Digo adiós. Veo los destrozos. Seguimos viaje. Attatra. La escuela de Moawia. Con la libreta. Sin cámara. La película se terminó con las bombas. Tomo mis últimas notas, las de mi texto final sobre lo sucedido durante la operación Plomo Fundido.

       El día después, acompañados del silencio más doloroso y embutidos, algunos, en sus inútiles chalecos antibalas, llegan los demás, todos los demás, a las ruedas de prensa tras el final del partido. Se pegan codazos por la primera fila. Yo, miro.

       De madrugada me voy. A toda velocidad. Paso de Rafah. Un diplomático y un policía me esperan. Soy evacuado junto con una familia española. Gracias. Todo se ha acabado. Con muchas lágrimas. Nadie me explicó nunca por qué. Diciembre de 2005, deportación del aeropuerto de Tel Aviv. Julio de 2006, entrada denegada por el Puente Allenby. Los israelíes no me permiten entrar en Cisjordania. Finales de enero de 2009, Hamas me expulsa de Gaza. Fin de la primera parte. Silencio e incomprensión. Cállate, me dicen unos. «El periodista es quien sabe, también, callar». Propagandista de Hamas me llaman otros.

       Tres meses después me acerco a alguien por la calle. Un periodista con décadas de experiencia con el que hablaba por teléfono desde Gaza. No me conoce en persona. Yo le he visto muchas veces por televisión. Se lo cuento todo. ¿Hice bien callando? «No» -responde tajantemente-. «Yo lo habría contado todo. ¿Me dices que os llevaron al hospital de Shyfa? Yo les pregunté por activa y por pasiva y lo negaban. Ahora sé que era verdad».

 


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