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Memoria de Gaza (II)

 

Mohammed Zidane tiene 27 años, mide casi dos metros y un cuerpo moldeado a base de trabajar durante una década en la defensa civil de la Franja de Gaza. Va armado tan sólo de su eterna gorra de béisbol y la sonrisa mas grande del hospital Kamal Adwan, en el Campo de Yabalia. Espera al extranjero con un cigarro, un té y una broma.

       El último día de la guerra perdió las dos piernas mientras trataba de rescatar heridos entre las torres Al Makhosi, en Sheikh Radwan. El segundo misil, lanzado sobre el mismo objetivo con sólo 10 minutos de diferencia, impactó, como de costumbre, exclusivamente sobre los equipos de rescate. Lo lanzaron los mismos que se definen como «un ejército que minimiza las víctimas civiles».

       La despedida es dura e intensa. Sólo hemos compartido tres semanas, pero se han hecho eternas. Nos deja un recuerdo amargo en la retina, aunque después de tanta muerte una amputación parezca un golpe de suerte, de tan perversa que es la capacidad de adaptación del ser humano. La madre de Mohammad, sentada junto a la cama, no abre la boca. Es fácil imaginarse que esta escena durará años, incluso décadas. Una vida entera. En Gaza no encontrará rehabilitación, ni sillas de ruedas eléctricas, ni ayudas estatales para colaborar en su cuidado. Las ambulancias no esperan y nos reclaman con prisa para continuar este viaje de despedida.

       Una vez pactada la suma de los dos alto el fuego unilaterales y completada la retirada del ejército israelí de las posiciones que ocupaba en Gaza, contemplamos lo que estaba tras la puerta del cuarto oscuro. Los que hemos esperado pacientemente para ser testigos abrimos los ojos horrorizados a esas zonas muertas, aún sin regresar a la vida. Nuestro destino final, para intentar reconstruir los hechos, es la escuela de Moawia en Attatra, convertida por el IDF en centro temporal de detención y tortura. La primera parada de esta lúgubre gira por el escenario de la guerra tiene lugar en el barrio de Al Shaima.

       Nada más llegar, Anis y Kemal, dos cámaras de Ramattan, la agencia de noticias local, con los que hemos compartido largas noches de espera, quieren mostrar que también ellos lo han perdido todo. «Hemos contado la guerra tan desde dentro que a veces teníamos que relatar la evacuación de nuestras propias familias. Al recopilar los daños, son nuestras propias casas las destruidas. Somos periodistas, palestinos y victimas.» Kemal no tiene pelos en la lengua. «Ahora me toca buscar un piso de alquiler para mi mujer y mis hijos. Miles de personas harán lo mismo. Ni hay viviendas suficientes ni las podemos pagar y no te equivoques, a nosotros no nos va a ayudar nadie. Hamas no va a responder cuando de verdad tendría que hacerlo. Porque no podrá y también porque nosotros no les apoyamos».

       Avanzamos a través de lo que se supone fueron calles, entre cadáveres de animales en descomposición, montones de tierra, polvo y restos de casas. La gente vaga mirando a su alrededor sin apenas reaccionar. Silencio. Sólo las mujeres lloran. Se oyen sus llantos con claridad. Los hombres fuman, agachados en corrillos, y los niños rebuscan entre los restos. Umm Kozaa, asegura tener más de 90 años, camina bajo el sol con un gran fardo de ropa y una manta en la cabeza. Nos ofrece un pan que lleva dentro del fardo, duro como la piedra. Pide agua. No se puede comprar agua embotellada en los alrededores, ni siquiera pagando con dólares. Sólo bebidas con gas que no puede beber. Nos cuenta que su marido no quiere moverse de la casa, pero ella ha salido a buscar a algún familiar. Le pedimos a Mahmud, el conductor loco, que la lleve donde le pida y que regrese a buscarnos.

       La calle Salattin une los dos barrios, desde Al Shaima hasta Attatra. Cada esquina ha sido destruida, se supone que para evitar que alguien pueda esconderse o disparar. La calzada adoquinada ha sido perforada por las orugas de los tanques o de los bulldozers. En su retirada, y con una consistencia que sólo puede ser premeditada, han destrozado la conducción de agua del barrio y los tendidos eléctricos. «¿La escuela de Moawia? seguid todo recto, la veréis, está destruida.» Al llegar a Attatra refrescamos la memoria. Al alba, el primer día de invasión terrestre, veíamos por esta misma calle a las familias que huían despavoridas. Bajaban la colina corriendo mientras pedían a las ambulancias que retrocediesen inmediatamente si no querían encontrarse con los tanques. Entre las familias que huían, quizás los hijos de aquellas madres, vecinos de las casas destruidas o milicianos a cargo de la defensa de la zona, cargaban indisimuladamente con armas envueltas en jerséis y chaquetas.

       Finalmente, y frente a una más de las decenas de casas reducidas a un montón de piedras, un grupo de jóvenes vecinos se convierte en guía espontánea del horror. Caminando hacia la escuela aparecen varios miembros de Hamás. «¿Quiénes sois?». Los jóvenes responden: «Queremos enseñarles a los periodistas lo que ha pasado». Los milicianos se imponen: «Dejadnos a nosotros».

       Inmediatamente comienzan los gritos y forcejeos. «¿Y tú quién eres? ¿Quién eres tú para darme órdenes? ¿Me pediste permiso para lanzar misiles desde aquí? ¿Ahora que lo he perdido todo incluso me dices cómo y con quién puedo hablar? Largo de aquí». Hemos escuchado el mismo relato en varias ocasiones a lo largo del conflicto. Como cuando conocimos a aquel niño refugiado que jugaba en el patio de la escuela de Fakhoura y quería contarnos su historia. «Quiero hablar con vosotros. Un grupo de hombres lanzó un cohete desde nuestra casa. Y después tuvimos que irnos.», «¿Es posible pedirle a Hamás que no lance cohetes desde una propiedad determinada?». «Imposible», confirman todas las fuentes consultadas. «Ellos eligen y sólo podemos callar, aunque no nos guste».

 

 

       Inmediatamente la autoridad se impone. Se los llevan a empujones. No existe espacio para la disensión en la Franja de Gaza. Los periodistas locales aseguran que varias decenas de personas han sido detenidas acusadas de colaboración con Israel. Se trata, en realidad, de aprovechar las circunstancias para eliminar adversarios políticos. Finalizada la discusión, similar a muchas de las que hemos presenciado durante la guerra, y con los guías impuesto, no los elegido, penetramos en lo que queda de la escuela.

       «Yo era el vigilante de la escuela, y dormía en la puerta. Traté de huir pero soldados israelíes que hablaban árabe me detuvieron a disparos. Me pidieron que me desnudara, que pusiera las manos en la cabeza y que me quedase parado en la puerta. Comenzaron a traer a todos los hombres de los alrededores, incluso a niños de 8 y 9 años. Todos esposados, con los ojos vendados y en caloncillos. Sólo la primera noche trajeron a más de 100». Alian Al MajDalany tiene 18 años y la voz quebrada y temblorosa, los ojos vidriosos y el miedo agarrotado en el cuerpo. «Separaban a los hombres en diferentes aulas. Yo sólo oía gritos. Me pegaron muchas veces. Me pedían que les dijese quién era de Hamás. Traían con ellos a varios palestinos encapuchados que se acercaban y delataban a sus vecinos».

       De la escuela sólo queda la mitad de su estructura, en forma de L, con las entrañas del edificio al aire. Al acercarse a una de las clases en las que los israelíes se atrincheraron aparece la basura de los cuerpos de operaciones especiales; mantas térmicas, latas de refresco, todo tipo de chocolates y frutos secos, cargadores vacíos rotulados en hebreo, y las pizarras pintarrajeadas con estrellas de David y lemas como «esto siempre será Israel». Los soldados no les permitieron beber ni comer en cuatro días con sus noches, según el relato de Alian. Han dejado como regalo sus excrementos sobre las mesas, en las puertas de las aulas, en cada esquina. Alian se ofrece a demostrar lo que cuenta. No es necesario recorrer más que unos metros entre montones de arena arrastrados por los tanques. «La familia Al Qana, Hablad con ellos».

       «Todo sucedió la noche del comienzo de la operación terrestre», cuenta Hassan Al Qana, propietario de lo que queda de vivienda. «Pasábamos las noches en la planta baja todos juntos, para protegernos de los bombardeos, y a medida que se hizo de día nos dimos cuenta que se acercaban los tanques. Disparaban en círculo, indiscriminadamente, en todas las direcciones, sin apuntar ni parar ni un segundo. Creo que atacaron la casa entre las ocho de la mañana y la una del mediodía. A esa hora pararon. Mi mujer salió con una bandera blanca, con todos los niños detrás. De un sólo disparo la mataron. Los niños gritaron y corrieron. Detrás de ellos vinieron los soldados que llamaron a la puerta. No me atrevía a abrir, la derribaron con un cohete. Entraron y lo destrozaron todo, plato a plato, nos quitaron la ropa, nos vendaron los ojos, sólo dejaron irse a los pequeños, les pidieron que corrieran sin parar y sin mirar atrás. Disparaban al aire.»

       Hassan no fue golpeado, pero su hermano, Omar, de 26 años, aparece con un brazo vendado y cuenta su experiencia. «Después de la primera noche en la escuela, me metieron en un tanque. Me pegaban sin parar. Perdía el conocimiento, me despertaba y me volvían a pegar. Me tiraron varias veces del tanque, saltaban a recogerme y me volvían a tirar. Al menos había otras dos personas conmigo, en la misma situación». Según Omar, le llevaron a Israel. Allí, junto a otros palestinos, le torturaron durante días. Muestra sus muñecas, fuertemente marcadas, además de los brazos, la espalda y la cara. «Querían que colaborara con ellos pero no tenía nada para ofrecerles». Seis hombres escuchan en silencio su relato. ¿Por qué tú, Omar, y no ellos? La respuesta es obvia sólo tras oír la pregunta. La barba le delata. Podría parecer un miembro de Hamás. El resto de los hombres no lleva barba y fuma. Un detalle tan simple como éste podría servir para diferenciarle. Omar pide completar el relato. «Sólo bebí mis orines en todo el tiempo que estuve detenido. Los soldados me obligaban. También me decían que toda mi familia estaba muerta. Finalmente me liberaron y me dijeron que caminase sin mirar atrás hasta que alguien me recogió y me llevó a un hospital». La casa por la que camina mientras habla está quemada hasta la última de sus esquinas. Omar revuelve con los pies, como tratando de encontrar algo de valor. Según su hermano Hassan, los soldados les robaron 1000 dólares, 500 gramos de oro y 1800 dinares jordanos.

       Desde Attatra, las ambulancias regresan al hospital con hasta ocho cadáveres descompuestos e irreconocibles por viaje. Al Attatra es la zona cero. Casi todos sus habitantes han sido detenidos en la escuela. El 75% de sus casas están destruidas e inhabitables. Apenas a 500 metros se encuentra el paso de Eretz, la frontera con Israel. Saben que pese al alto el fuego, la pesadilla puede comenzar de nuevo en cualquier momento. Antes de terminar, cinco minutos de parada y despedida en el lugar donde comenzó el trabajo de los paramédicos, la base de ambulancias de la Media Luna Roja en el Campo de Jabalia, destruida apenas horas después de su evacuación la mañana del 2 de enero. Las Convenciones de Ginebra teñidas de fósforo blanco.

       De regreso en el centro de la ciudad, una escena que tiene mucho de mirada al pasado. Un pasado de tan sólo semanas que muestra lo necesario del regreso a la cotidianeidad. Colas en los bancos, policías uniformados ordenando el tráfico, supermercados abiertos, y Abu Obeida, portavoz de las Brigadas Ezzedin al Qassam, dando una rueda de prensa en la calle, frente a la agencia Ramattan. Veintidos días en los que Gaza ha cambiado de cara, mientras espera, superviviente, rabiosa y nada resignada, la próxima decisión del gobierno israelí.

       Es el regreso a la representación más cercana de la guerra en blanco y negro que un joven periodista extranjero pueda albergar en su retina.

 

 


 

 

* Lea la primera entrega de Memoria de Gaza (I) 

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